El Prefecto (55 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Prefecto
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—Ahora nos adentraremos —dijo Parnasse deteniéndose para levantar una trampilla que Thalia nunca habría visto—. Ahí abajo va a estar un poco oscuro y polvoriento, pero te las arreglarás. Intenta no hacer demasiado ruido. El ascensor, el tubo del núcleo de voto y el hueco de la escalera se elevan desde esta parte de la esfera, y solo hay unos centímetros de material entre nosotros y ellos. No creo que las máquinas hayan llegado tan alto todavía, pero no queremos arriesgarnos, ¿verdad, muchacha?

—Si llegan tan alto —dijo Thalia—, ¿qué les impedirá atravesar las paredes y bordear nuestra barricada?

—Nada, si a sus gruesas cabezas de metal se les ocurre la idea. Por eso es mejor que no hagamos demasiado ruido.

Se agachó, luego alargó una mano para ayudar a Thalia.

—Por cierto, ¿cómo se lo tomó Meriel Redon? —preguntó Thalia mientras empujaba sus piernas hacia la oscuridad.

—Creyó que me estaba cachondeando de ella.

Los pies de Thalia tocaron un suelo de metal.

—¿Y después, cuando le dijiste que era idea mía?

—Cambió de opinión. Pensó que tú te estabas cachondeando de ella. Pero creo que acabé convenciéndola. Como dijiste, no queremos arriesgarnos con esos sirvientes.

—No —dijo Thalia, con lúgubre resignación—. No queremos. ¿Crees que alguien más ha visto las maquinas de grado militar?

Parnasse bajó la voz.

—Creo que no. Cuthbertson comenzó a fisgonear por las ventanas, pero conseguí alejarlo antes de que viera nada.

—Bien. Los ciudadanos ya están bastante asustados como para tener que pensar en robots de guerra. Supongo que no tengo que decirte lo que esas máquinas serían capaces de hacerles a unos civiles desarmados.

—No, aún me queda imaginación suficiente para eso —dijo Parnasse, y sintió un lúgubre placer ante su observación—. ¿Qué crees que harán? ¿Intentar entrar, como las otras?

—No será necesario. Esas máquinas están diseñadas para el asalto y la infiltración. No necesitan subir las escaleras para llegar al núcleo de voto. Pueden llegar desde fuera, aunque tengan que formar una torre de asalto con sus propios cuerpos.

—No parece que hayan comenzado a subir todavía.

—Deben de estar evaluando la situación, decidiendo cómo nos destruirán de la forma más rápida posible. Pero no podemos esperar que sigan dudando para siempre. Será mejor que me enseñes dónde cortar.

—Por aquí —susurró Parnasse, empujando hacia abajo la cabeza de Thalia para que no se golpeara contra un puntal del techo—. Tal vez quieras ponerte esas gafas que llevas —añadió.

—¿Y tú?

—Conozco el camino. Tú preocúpate de ti.

Thalia se puso las gafas. El amplificador de imagen le lanzó unas imágenes granulosas. Encendió los infrarrojos y ajustó la imagen borrosa de Parnasse, siguiendo todos sus movimientos como si estuvieran pasando por un campo de minas. Sortearon un bosque de puntales entrecruzados y tuberías lo más silenciosamente que pudieron, y descendieron poco a poco hasta que llegaron a la intrusión en forma de tronco de los tres huecos de servicio que Parnasse ya había descrito. Thalia tuvo la clara sensación de que habían llegado a la base de la esfera, pues podía ver el punto donde la curva de la piel exterior se juntaba con la parte superior del tallo. Rodeando el grupo de huecos de servicio había una serie de contrafuertes de aspecto pesado, que se arqueaban por encima de la cabeza de Thalia y se adentraban en la cámara. Sin mediar palabra, Parnasse tocó uno de los contrafuertes con un dedo. Era tan grueso como el muslo de Thalia.

—¿Esto es lo que tengo que cortar? —preguntó.

—No solo este —respondió Parnasse con un susurro—. Hay dieciocho, y tendrás que cortar al menos nueve si queremos caernos.

—¡Nueve! —contestó Thalia.

Parnasse levantó un dedo y se lo puso en los labios para indicarle que no elevara la voz.

—No he dicho que tengas que cortarlos todos. Cortas cuatro o cinco, pongamos dos a cada lado de este, y luego cortas una parte de otros dos de cualquier lado. Eso debería bastar. Tenemos que asegurarnos de que la esfera caiga en la dirección adecuada.

—Lo sé —dijo Thalia molesta por el hecho de que Parnasse pensara que tenía que recordárselo.

—¿Quieres esa espada mágica tuya?

—Nunca mejor que ahora.

Parnasse le pasó el grueso bulto que había formado con el látigo cazador. Entre los dos desenvolvieron las capas aislantes, luego volvieron a envolver la parte exterior fría alrededor del mango abrasador. Las manos de Thalia temblaban igual que antes. Cogió el arma y rezó para que el filamento se alargase para ella una vez más.

Luego comenzó a cortar.

No era la primera vez que Jane Aumonier se encontraba sobrecogida y asustada por los procesos submarinos de su propia mente. En los últimos nueve años apenas había dedicado más de un segundo a pensar en los nombres de los agentes de Firebrand, pero el proceso de recordar fue tan automático y rápido como si fuera una máquina expendedora bien diseñada. Dictó los nombres a Dreyfus mientras él los apuntaba en un compad, flotando al final del cordón de distancia de seguridad. Siempre tenía un aspecto torpe cuando escribía, como si fuera una habilidad para la que sus manos no estuvieran preparadas.

Cuando acabó la dejó sola con el pasado desbocado en su cabeza, mientras los robots de guerra de clase escarabajo arrasaban las doradas plazas de Carrusel Nueva Brasilia.

Habían cortado muchos dispositivos de alimentación de datos públicos, pero el hábitat no estaría completamente aislado hasta que los escarabajos llegasen al núcleo de voto. Las cámaras mantendrían su desapasionada vigilancia hasta ese momento final de transmisión, incluso mientras las calles se volvían resbaladizas con la sangre de los ciudadanos, cuya coagulación era demasiado espesa para ser absorbida por la materia rápida municipal. Los robots de guerra se movieron muy rápido cuando entraron en el entorno hermético de la estructura en forma de rueda. Salieron en tropel de las puertas y las rampas como una lechada de armaduras negras. Sus patas de tracción eran una furiosa mancha gris oscura. Se movieron rápidamente por las plazas y los atrios en una columna rampante de metal, como si estuvieran vertiendo alquitrán grumoso a lo largo de las avenidas y paseos de los espacios públicos del hábitat, un alquitrán que se comía y disolvía personas al arrollarlas. Tenían un aspecto desorganizado, casi aleatorio, hasta que Aumonier redujo la velocidad del tiempo y estudió la invasión en el marco acelerado de la percepción de la máquina. Entonces vio que los invasores eran muy eficaces, sistemáticos y regimentados. Eliminaban a los ciudadanos con una precisión brutal, pero solo cuando se les enfrentaban directamente. A los transeúntes, o a los que huían aterrorizados los dejaban en paz, siempre y cuando no ofrecieran una obstrucción inmediata a los escarabajos. Los agentes de policía locales, reconocibles por sus brazaletes y reclutados de entre la ciudadanía bajo las medidas de emergencia usuales, formaban el grueso de las víctimas. Las armas no letales de los agentes de policía eran completamente ineficaces contra las máquinas de guerra, pero siguieron intentando frenar la fuerza invasora, y rociaron a los escarabajos con espuma inmovilizadora o con redes adhesivas. Haciendo uso de su autoridad policial especial, intentaron conjurar barricadas con la materia rápida, pero sus esfuerzos fueron del todo ineficaces. Los escarabajos se abrieron paso a empujones y sortearon los obstáculos como si fuesen simples telarañas. La mayoría de los agentes de policía corrieron a ponerse a salvo en cuanto usaron sus armas o conjuraron los obstáculos, pero algunos les hicieron frente y pagaron un precio predecible. La muerte, cuando llegaba, siempre era compasivamente rápida. Aumonier recordó que Baudry les había dicho que los escarabajos llevaban conocimiento anatómico, pero aunque las acciones de las máquinas no parecían especialmente crueles, eso no hacía el proceso de invasión menos abominable.

El núcleo de voto de Carrusel Nueva Brasilia estaba situado en el corazón de un vertiginoso atrio escalonado entrecruzado por puentes peatonales sin barandillas. Allí se habían reunido agentes de policía procedentes de todas partes de la rueda, listos para defender con valor el último bastión. Habían tomado posiciones defensivas alrededor del núcleo, cubriendo los extremos de todos los puentes. Además de sus habituales armas no letales, algunos de ellos llevaban ahora armas más pesadas distribuidas bajo las disposiciones de emergencia. Aumonier vio cómo un trío de agentes de policía intentaba reunir alguna clase de cañón montado en un trípode, y dos de ellos discutían sobre la manera adecuada de sujetar la pantalla amortiguadora. Para cuando tuvieron el cañón operativo, los escarabajos ya estaban cruzando los puentes desde las galerías circundantes. Los agentes de policía abrieron fuego, su arma resopló en silencio mientras escupía municiones de baja velocidad. No supuso ninguna diferencia práctica. Los escarabajos estaban construidos para los rigores de la guerra, endurecidos para soportar explosiones directas de impulsos de alta energía o proyectiles penetrantes. Los agentes de policía consiguieron dislocar a un par de robots, que cayeron en picado por los puentes, pero no era nada comparado con la cantidad que seguía cruzando. Algunos de los agentes de policía tardaron en darse cuenta de que tenían autoridad para conjurar brechas en los puentes, y un par de ellos corrieron con valentía hasta el centro para emitir las órdenes de proximidad necesarias. Los puentes se separaron como tiras de caramelo que se arrancan con fuerza.

Pero era demasiado tarde. Los escarabajos tendieron un puente sobre las brechas con sus propios cuerpos mientras otras máquinas pasaban por encima de ellos. Arrojaron al espacio abierto del atrio a los agentes de policía, que cayeron con gritos que no pudo oír.

Luego los escarabajos llegaron al núcleo de voto. Aumonier miró hasta el último momento amargo, hasta que las cámaras se volvieron grises y se llenaron de electricidad estática y de mensajes de error en cascada.

Panoplia acababa de perder Carrusel Nueva Brasilia. Aurora poseía ahora cinco hábitats.

Aumonier centró su atención en Casa Flamarión, donde los escarabajos estaban comenzando a llegar al interior. Algo la obligó a mirar, como si la fútil pero digna resistencia de los agentes de policía exigiese un testigo, aunque ella no pudiese hacer nada para alterar el resultado.

Al poco rato Aurora se alzaba con su sexto premio.

24

Era la primera vez que Dreyfus regresaba a su habitación desde que lo habían soltado. Sabía que el equipo de forenses había registrado el lugar con su minuciosidad habitual, eliminando cada átomo de Clepsidra que no había sido digerido por la materia rápida. Y, sin embargo, no pudo evitar la sensación de que aquel espacio temporalmente asignado (ahora hacía las veces de salón) seguía estando sucio, desolado por el asesinato de Clepsidra. La muerte había hecho una visita en su ausencia, había acariciado sus muebles, se había puesto cómoda y había dejado un agrio olor mortuorio que perduraba ligeramente más allá de la detección consciente.

Dreyfus conjuró un café fuerte y caliente y se rodeó de una nube de aroma amargo. Se sentó en su sillón habitual y sacó el compad. No había mirado los nombres desde que Jane se los había dictado, e incluso ahora se acercó el compad al pecho, como si alguien estuviese mirando por encima del hombro. Era un gesto inútil (no tenía más sentido que el olor), pero fue igualmente incapaz de evitarlo. Aunque se trataba de un asunto de Panoplia, aunque los nombres se los había comunicado la prefecto supremo en persona, sintió una furtiva sensación de incomodidad.

Sorbió el café. Le bajó por la garganta, amargo y negro, y durante un momento se olvidó de Clepsidra.

Había ocho nombres. No tenía duda de que eran los ocho miembros originales de Firebrand, suponiendo que Aumonier no se contase entre ellos. También reconoció todos los nombres, e incluso pudo ponerles rostro a algunos de ellos. La estructura compartimentada de Panoplia, en la que cada prefecto de campo tenía asignado un equipo de ayudantes muy unido, garantizaba que solo hubiera una comunicación limitada entre las unidades. Podían pasar años sin que las unidades con funciones muy diferentes se encontraran.

Y, sin embargo, conocía esos ocho nombres y podía ponerles rostros (borrosos, es cierto) a cinco de ellos.

Volvió a leerlos para asegurarse de que no se estaba dejando algo obvio:

Lansing Chen (PCIII)

Xavier Valloton (PCAIII)

Eloise Dassault (PCAIII)

Riyoko Chadwick (PCII)

Murray Vos (PCII)

Simón Veitch (PCM)

Paula Saavedra (PCIII)

Gilbert Knerr (PCAII)

Pero no había ningún error, y cuanto más pensaba en esos nombres, más se convencía de que al menos podía poner una cara a todos, no solo a los cinco que pensaba al principio. Veitch en particular; por alguna razón, aquel nombre permaneció en su memoria más tiempo que los otros. Pero no se le ocurría ningún caso o ejercicio de entrenamiento en que hubiera trabajado con ninguno de ellos. Los rostros colgaban de un limbo sin contexto, como retratos en los que el fondo solo está esbozado.

¿Y ahora qué
?, se preguntó. Excepto por el destello de reconocimiento que había sentido al ver el nombre de Veitch, no había ningún prefecto que sobresaliese como un punto de partida obvio. Pero sin duda le ayudaría que al menos alguno de ellos estuviese dentro de Panoplia en aquel momento.

Dreyfus usó su autorización Pangolín para localizar los ocho nombres. Los brazaletes seguían la pista de los prefectos en el interior de Panoplia, y los horarios del personal y los planes de vuelo dictaban lo que estaban haciendo cuando estaban fuera. No era un método infalible (Gaffney lo había demostrado), pero era la única herramienta disponible, y Dreyfus tuvo que confiar en que el sustituto de Gaffney estuviera trabajando para la organización, y no en contra de ella.

La búsqueda dio resultados casi instantáneos, junto con imágenes recientes y datos biográficos.

Seis de los ocho, incluido Veitch, estaban fuera de Panoplia en misiones aparentemente verosímiles. Nada demasiado sospechoso: después de todo, eran prefectos de campo. Los otros dos, Lansing Chen y Paula Saavedra, estaban supuestamente en algún lugar dentro de la roca, en un periodo normal de inactividad entre misiones. Dreyfus usó autorización Pangolín adicional para rebuscar entre los horarios de servicio de Chen y Saavedra de los últimos días. No hubo sorpresas: como la mayoría de los prefectos que no tenían asignadas misiones de alta prioridad, habían estado apagando fuegos entre el Anillo Brillante y el Aparcamiento Enjambre. También habían estado haciendo turnos triples. Dreyfus no podía hablar en nombre de aquellos dos prefectos en particular, pero la mayoría de los que habían regresado a Panoplia necesitaban un descanso.

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