Al mirar la lista reconoció la dirección de la esfera Ruskin-Sartorious, con un intervalo de tiempo que correspondía a justo antes del ataque del
Acompañamiento de Sombras
. Era el mensaje que había instado a Delphine a romper las negociaciones con Dravidian. Sin embargo, por muy agradable que fuera ver aquello en el registro —la confirmación de que habían estado siguiendo la pista correcta— resultaba descorazonador ver algunas de las otras entradas.
Había una docena de direcciones diferentes que Sparver no reconoció. Pero había otra docena de entradas que le resultaba asombrosamente familiar.
Consistían en dos direcciones diferentes, intercaladas al azar. Aparte de los últimos tres dígitos, una era idéntica al formato que había usado para establecer contacto con Muang.
Alguien había estado usando la roca Nerval-Lermontov para llamar a Panoplia.
Pero fue la segunda de las direcciones la que más desconcertó a Sparver. La reconoció al instante, pues aún la tenía fresca en la memoria a causa de su última investigación. Pero no tenía ninguna relación con la primera.
Era la dirección de Casa Perigal.
—Esto no tiene sentido —dijo, pronunciando las palabras en un susurro—. No hay relación. Los casos no tienen nada que ver.
Pero no había ningún error. Los números no desaparecieron.
—¿Sigue ahí, jefe?
—Casi he llegado a la esclusa de aire. ¿Qué pasa?
—No lo sé. Acabo de descubrir algo que no tiene sentido.
—Dime.
—Alguien usó esta roca para establecer contacto con Casa Perigal.
—Quieres decir Ruskin-Sartorious —dijo Dreyfus de forma exasperante.
—No, quiero decir exactamente lo que he dicho. Solo hay un puñado de mensajes salientes, pero incluyen transmisiones tanto a Panoplia como a Casa Perigal, además de Ruskin-Sartorious. Eso significa que hay una relación entre los dos casos, y una relación con Panoplia.
—No puede ser —dijo Dreyfus.
—Tengo las pruebas delante de mis narices. Hay una relación.
—Pero Perigal es un caso cerrado de fraude electoral. No guarda relación con el asesinato de Ruskin-Sartorious.
—Jefe, puede que no entendamos la relación, pero le digo que existe. Ya sabemos que este caso es más importante que un simple acto de venganza o un asesinato. Ya lo sabíamos antes de que usted encontrara una nave de los combinados enterrada dentro de esta roca. —Sparver hizo una pausa: podía sentir que algo detrás de sus ojos estaba intentando salir, pero no acababa de lograrlo—. Fuimos a por Perigal por fraude electoral —dijo—. Los cogimos, pero fue demasiado fácil.
—Como si se saldara una deuda —dijo Dreyfus, imitando el tono de Sparver.
—Quizá deberíamos centrarnos en las consecuencias de ese caso. No en el hecho de que Perigal esté confinada, sino en el agujero de seguridad que llamó nuestra atención.
Escuchó un silencio al otro lado de la línea. Luego:
—Estamos cerrando ese agujero, Sparv. Es lo que está haciendo Thalia.
—Es lo que creemos que está haciendo. Pero ¿y si nos han embaucado?
—Podemos confiar en Thalia —dijo Dreyfus.
—Jefe, no tenemos tiempo de pensar en todas las implicaciones. Lo que sabemos es que algo va mal, y que, de forma consciente o inconsciente, Thalia puede formar parte de ello.
—Tienes razón —dijo Dreyfus al final—. No me gusta, pero… hay algo que no encaja.
—Thalia sigue fuera, ¿verdad?
—Que yo sepa, sí.
—Tenemos que enviarle un mensaje. Tiene que detener esas actualizaciones hasta que averigüemos qué está pasando. ¿Puedes volver a ponerte en contacto con Panoplia?
—No veo por qué no —dijo Sparver—. Pero tendré que cortar el contacto con usted hasta que acabe.
—Hazlo de inmediato. Vuelve a llamarme cuando hayas enviado el mensaje a Thalia. Hazlo ahora mismo, Sparv.
Cerró la conexión con Dreyfus y restableció el chapucero contacto con Panoplia.
—No esperaba volver a hablar con usted tan pronto —dijo Muang antes de que Sparver pudiera decir nada—. Las buenas noticias son que Jane ha reasignado de inmediato un vehículo de exploración profunda que ya está de camino. Debería llegar a su posición dentro de cuarenta y cinco minutos.
—Bien —dijo Sparver, que apenas oyó lo que Muang tenía que decir—. Ahora, escúcheme. ¿La ayudante Ng ha regresado de su misión?
No era necesario dar más explicaciones. Todo el mundo en Panoplia conocía a la hija de Jason Ng.
—No lo sé. Puedo preguntárselo a Thyssen, pero…
—No importa, no hay tiempo. ¿Puede pasarme con Thalia? Tengo que hablar con ella urgentemente.
—Espere un momento. Veré lo que puedo hacer.
Sparver contuvo la respiración. Solo pasaron unas décimas de segundo antes de que Muang volviera a hablar, pero le parecieron horas.
—No está a bordo del cúter, que actualmente está atracado en Casa Aubusson. Estoy intentando establecer contacto con ella a través de su brazalete, pero si está fuera del alcance del cúter, la transmisión tendrá que ser dirigida a través de los servicios de abstracción del hábitat. Puede que tarde un rato…
—No me voy a ningún sitio —dijo Sparver.
Después de otra eternidad, Muang dijo:
—Estoy sintonizando con su brazalete, ayudante. Está llamando. Si lo lleva puesto, lo oirá.
Dreyfus aminoró el paso al cruzar el tubo, poseído por una abrumadora necesidad de dar media vuelta. Pero hizo acopio de valor y siguió hasta que llegó a la pared negra de la entrada de la esclusa. No había ninguna señal de una puerta. Tocó el blindaje de la nave de los combinados y sintió que cedía hacia adentro bajo la presión de sus dedos. No era ni de metal ni de materia rápida ordinaria.
Los únicos controles visibles eran una versión más pequeña del panel que ya había usado. Estaba pegado a un lado del casco, fijado con unos toques de adhesivo verde fuerte. Solo había dos palancas. Dreyfus alargó la mano hacia la que estaba marcada con el símbolo de la esclusa de aire y la giró con fuerza. Al cabo de un momento, apareció un contorno azul luminoso que definía la forma rectangular de una puerta. El contorno se hizo más visible, y luego todo el rectángulo empujó hacia fuera y de lado, sin ayuda de ningún mecanismo ni ninguna bisagra visible.
Dreyfus entró en el vehículo de los combinados. Miró hacia atrás, y aguantó la respiración hasta que se convenció de que la puerta rectangular no iba a sellarse. Siguió un pasillo serpenteante y estrecho hasta que llegó a un cruce. Cinco pasillos que llegaban desde ángulos diferentes convergían en ese punto. La luz, de una peculiar palidez verdeazulada, se filtraba por uno de los caminos. Los otros eran extraordinariamente oscuros y poco atractivos, y parecían conducir a la parte posterior de la nave.
Siguió la luz. Cuando estimó que se había movido veinte o treinta metros hacia la proa, vio que había llegado a una gran sala. La luz, que desde la distancia parecía brillante, ahora se reveló tenue, y oscureció los detalles y el tamaño. Dreyfus quitó el casco de su conexión con el cinturón y usó la linterna para investigar el entorno. La luz rebotó sobre unas superficies de acero, tabiques de cristal e intrincadas marañas de tuberías.
Entonces sintió que algo frío y cortante le apretaba la garganta desnuda.
—Hay luces de emergencia —dijo una voz de mujer susurrándole con calma al oído—. Las voy a encender.
Dreyfus se quedó inmóvil. En su visión periférica inferior podía ver el nudillo enguantado de una mano. La mano sostenía un cuchillo. El cuchillo le apretaba la nuez.
Las luces se encendieron a toda potencia, y tras parpadear unos segundos en la repentina luminosidad, Dreyfus vio una sala llena de personas durmiendo, conectadas a complicados aparatos. Había docenas de personas, ochenta o noventa al menos, quizá más. Estaban colocadas en cuatro largas filas equidistantes alrededor de una plataforma de obra vista. Los durmientes no estaban estirados en ataúdes cerrados, sino más bien en divanes, a los que estaban sujetos con unas correas negras y unas redes plateadas. Unas líneas transparentes entraban y salían de sus cuerpos, y latían no solo con lo que Dreyfus supuso que era sangre y suero, sino también con productos químicos de vivos colores que no sabía para qué servían. Los durmientes estaban desnudos y respiraban, pero tan lentamente que Dreyfus tuvo que examinar con atención el movimiento de inspiración y espiración de un solo pecho para convencerse de que no estaba mirando a un cadáver. Estaba tan profundamente dormido que parecía muerto. No podía distinguir las cabezas, pues cada durmiente llevaba puesto un casco negro perfectamente esférico sellado alrededor del cuello, del que a su vez brotaba un grueso y elástico cable negro conectado a un enchufe situado en la pared contigua. Dreyfus tuvo la impresión de encontrarse en una sala llena de componentes humanos sin rostro, de pequeñas partes enchufadas a una máquina más grande.
El cuchillo seguía apretándole la garganta.
—¿Quién es usted? —preguntó en voz baja, pues tenía miedo de mover la garganta.
—¿Quién es usted? —le devolvió la mujer.
No había ningún motivo para ocultarlo.
—El prefecto de campo Tom Dreyfus, de Panoplia.
—No intente nada, prefecto. Este cuchillo corta muy bien. Si no lo cree, mire a su alrededor.
—¿A qué?
—A los durmientes. Mire lo que les he hecho.
Él obedeció. Vio lo que quería decir.
No todos los durmientes estaban enteros.
La confusión de correas, líneas quirúrgicas y cascos había ocultado la realidad. Pero en cuanto Dreyfus se acostumbró a mirar a los durmientes y los mecanismos que los sostenían, se dio cuenta de que muchos de ellos estaban incompletos. Algunos no tenían brazos ni manos, a otros les faltaba la parte inferior de la pierna o toda la extremidad. Aproximadamente una tercera parte de los durmientes había sufrido alguna clase de amputación. Dreyfus comenzó a recordar las guerras en las que habían estado implicados los combinados. Tal vez aquella nave había transportado a los heridos de una de aquellas batallas, y había sido interceptada de camino al equivalente de los combinados a un hospital.
Pero aquella no podía ser la respuesta. Seguramente la nave estaba allí desde hacía décadas, y sin embargo las heridas parecían recientes. Habían extendido alguna forma de ungüento turquesa sobre las heridas, pero bajo el bálsamo los muñones aún estaban en carne viva. Los durmientes ni siquiera habían recibido atención médica básica, y menos aun la clase de medicina regenerativa de emergencia que los combinados podrían haber utilizado.
—No entiendo… —comenzó.
—Lo hice yo —dijo la mujer—. Yo los corté. A todos.
—¿Por qué? —preguntó Dreyfus.
—Para comérmelos —respondió ella, sorprendida ante la pregunta—. ¿Para qué si no?
Thalia volvió a encontrarse frente a otro núcleo de voto que la esperaba. Estaba en algún lugar dentro de la esfera, seguramente en un piso a medio camino de su diámetro de cien metros, a juzgar por las espaciosas dimensiones de la sala que contenía la maquinaria. Unas grandes ventanas en forma de ojo de buey rodeaban el enorme espacio. Las paredes beis estaban cubiertas de laberínticos diseños blancos basados en los patrones de circuitos integrados antiguos. Habían colocado algunas sillas y mesas para los visitantes. Todo el mobiliario era inerte; no se permitía materia rápida cerca de un núcleo de voto, excepto la esencial para el funcionamiento del núcleo en sí. El núcleo era un cilindro de color perla que se elevaba desde el centro del suelo y atravesaba el techo. Estaba rodeado de una verja de metal baja. Fuera de la zona enrejada había un modelo arquitectónico del Museo de Cibernética guardado en una vitrina de cristal y apoyado en un pesado pedestal.
Thalia ya había explicado lo que tenía que hacer; que si todo iba según lo previsto, acabaría en menos de veinte minutos; que como mucho los ciudadanos podían esperar una interrupción subliminal en su acceso a la abstracción. Ya había examinado el núcleo y estaba segura de que no habría sorpresas cuando abriera la ventana de acceso.
—Realmente —dijo con toda la modestia que pudo—, no es tan interesante. Si fuera algo grave, no se lo confiarían a un solo prefecto de campo.
—Estoy seguro de que subestima su capacidad —dijo Caillebot, arrellanado en una silla azul maciza con una pierna cruzada sobre la otra.
—Lo único que digo es que si no quieren esperar y verme mascullar algunos aburridos conjuros, no me sentiré ofendida. Conozco el camino de vuelta. Si quieren esperar junto a esos estanques de peces, puedo encontrarme allí con ustedes cuando acabe.
—Si no le molesta, creo que a todos nos gustaría quedarnos —dijo Paula Thory mirando a los otros en busca de apoyo—. No vemos el corazón del aparato electoral muy a menudo.
Thalia se rascó el cuello de la camisa, húmedo.
—Si quieren quedarse por aquí, por mí no hay problema. Estoy a punto de empezar.
—Haga lo que tenga que hacer, prefecto —dijo Thory.
Thalia abrió el cilindro, consciente de los ojos que la miraban, y sacó la última de las autorizaciones de un solo uso.
—Voy a leer tres palabras mágicas. Me darán acceso al núcleo durante seiscientos segundos. No habrá vuelta atrás cuando haya iniciando esa ventana, así que será mejor que no me interrumpan a menos que sea absolutamente necesario. Por supuesto, los mantendré informados sobre lo que suceda.
—Le agradecemos el detalle. Por favor, continúe con su trabajo y no nos haga ni caso —dijo Caillebot.
Thalia se colocó en un hueco de la verja que rodeaba el núcleo, colocó el cilindro en el suelo y se puso frente al pilar luminoso del núcleo. Se aclaró la garganta.
—Soy la prefecto de campo ayudante Thalia Ng. Confirme invalidación del acceso de seguridad Nogal Crepúsculo Marfil.
—Invalidación confirmada —respondió el núcleo—. Dispone ahora de seiscientos segundos de acceso, prefecto de campo ayudante Ng.
Thalia sacó el último disquete de actualización del cilindro.
—Voy a insertar esto en el núcleo —dijo—. Contiene nuevas instrucciones para corregir un agujero de seguridad menor identificado por Panoplia.
El núcleo le presentó una ranura de entrada de datos. Empujó el grueso disquete dentro del pilar, luego se retiró mientras la máquina digería su contenido. Thalia estaba ansiosa, pero no nerviosa. Se había encontrado con dificultades en Carrusel Nueva Seattle-Tacoma, pero su instinto le decía que allí no ocurriría nada parecido.