El Prefecto (21 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Prefecto
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Thalia se pasó un dedo alrededor del cuello de la camisa para colocárselo bien. Recogió su equipo y se serenó mientras la esclusa de aire giraba. La espalda recta, la barbilla hacia arriba, la mirada atenta. Aunque estuviera cansada y se sintiera irritada por lo que había presenciado hacía un par de horas, estaba de servicio. Los residentes no sabrían ni tampoco les importaba que ellos eran la última parada de un oneroso itinerario, el último obstáculo antes de que pudiera dormir y descansar y recibir alguna parca expresión de gratitud por parte de los séniores. Se recordó que iba adelantada con respecto al programa que había anticipado, y si todo salía según lo previsto, estaría en Panoplia apenas un día y medio después de haber salido.

La actualización de Clepsidra Chevelure-Sambuke había transcurrido sin problemas, pero luego los residentes la habían detenido para que participara en su torneo improvisado como jurado. Resultó ser desagradable y agotador, una mezcla de concurso de belleza y combate de gladiadores en el que los participantes estaban radicalmente biomodificados, pero provistos de dientes y garras. Le aseguraron que volverían a recomponer a los participantes más heridos, humillados o fallecidos, pero la experiencia hizo que se sintiera sucia y manipulada.

Szlumper Oneill había sido aun peor, pero por razones diferentes. Szlumper Oneill era una Tiranía Voluntaria que se había vuelto repugnante, y no se podía hacer nada al respecto.

Los ciudadanos de las tiranías voluntarias no tenían ningún derecho: ninguna libertad, ninguna forma de expresión aparte de lo que podían lograr a través de los canales de voto habituales. Sus vidas estaban dominadas por el control autoritario del régimen del hábitat en particular. Tenían garantizadas las necesidades básicas. Comida, agua, calefacción, atención médica, un sitio donde dormir, incluso acceso al sexo y a algunas formas rudimentarias de diversión. A cambio, tenían que realizar alguna actividad diaria, por muy esclava y estúpida que pudiera ser. Carecían de identidad, estaban obligados a vestirse del mismo modo y, en los casos más extremos, incluso a someterse a cirugía para borrar cualquier rasgo distintivo.

Para algunas personas, una pequeña pero no insignificante fracción de los ciudadanos del Anillo Brillante, la vida en una Tiranía Voluntaria era perversamente liberadora porque les permitía desconectar la parte de sus mentes que se ocupaba de las ansiedades habituales de la jerarquía y la influencia. Cuidaban de ellos y les decían lo que tenían que hacer. Era como volver a ser un niño, una regresión a un estado de dependencia en la maquinaria adulta del Estado.

Pero a veces las tiranías voluntarias salían mal.

Nadie estaba muy seguro de qué había provocado el cambio de un Estado benevolente pero rígido a una pesadilla distópica, pero había ocurrido tantas veces que ya parecía tan inevitable como la descomposición radioactiva de un isótopo inestable. Algo atroz rezumaba del tejido social, una forma de savia corrupta. Los ciudadanos que intentaban resistirse o salir eran acorralados y castigados. Panoplia no podía hacer nada, pues no estaba autorizada a interferir en el gobierno de un Estado, excepto si a sus ciudadanos se les negaba el derecho a la abstracción o a votar, o si había un mandato mayoritario de los ciudadanos de los diez mil hábitats.

Szlumper Oneill era un ejemplo de lo mal que podían ir las cosas. Los representantes de la Administración Interior escoltaron a Thalia al núcleo de voto, e hicieron todo lo que pudieron por alejarla de la población. Pero ella vio lo bastante como hacerse una idea. Mientras estaba preparando su equipo en el núcleo, un viejo rompió el cordón de seguridad y corrió hacia ella para suplicarle ayuda. Se arrodilló, agarrándose el dobladillo de los pantalones con unos dedos nudosos y artríticos.

—Prefecto —dijo a través de una boca sin dientes—. Puede hacer algo por nosotros. Por favor, haga algo, antes de que sea demasiado tarde.

—Lo siento —dijo ella, apenas capaz de hablar—. Ojalá pudiera, pero…

—Ayúdenos. Por favor.

Llegó la policía. Dispararon unas púas electrificadas al hombre y se lo llevaron a rastras, con el cuerpo todavía paralizado por las corrientes. No podía hablar, pero consiguió mantener su cara girada hacia Thalia mientras se lo llevaban, y sus labios seguían formando una súplica. Cuando el cordón volvió a cerrarse, Thalia distinguió la imagen borrosa de puños y palos lloviendo sobre unos frágiles huesos.

Completó la actualización. No quería pensar en lo que le había ocurrido al anciano. Rezó para que la siguiente y última actualización fuera más tranquila. Quería regresar a Panoplia y quitarse el ligero regusto a complicidad de la boca. Ahora se alegraba de haber dejado Casa Aubusson para el final. Prometía ser la actualización más sencilla; la que no le exigiría tanta concentración.

El hábitat tenía la forma de un cilindro hueco con los extremos redondeados, que rotaba lentamente alrededor de su largo eje para proporcionar gravedad. Desde la distancia, justo antes de adormilarse durante el tránsito, Thalia vio una salchicha de color verde pálido rodeada de muchas ventanas, cuyas facetas destellaban cuando el lento giro del hábitat hacía que la luz del sol se reflejase en ellas. En el extremo más cercano hacía
tic-tac
el intricado mecanismo de relojería de los muelles de atraque contrarrotados, donde unas enormes naves quedaron reducidas a detalles microscópicos contra la abrumadora magnitud de la estructura. La salchicha era un mundo de sesenta kilómetros de largo y más de ocho kilómetros de ancho.

La ingravidez permaneció incluso después de que Thalia desembarcara del cúter y atravesara una serie de esclusas de transbordo rotatorias. En lugar de la gran explanada que se esperaba, se encontró en una zona de recepción diplomática. Era una esfera de gravedad cero con las paredes de mármol rosa pálido, incrustado con cenefas monocromáticas que representaban la antigua historia de la colonización espacial: hombres con abultados trajes espaciales cubiertos con algo parecido a una lona; vehículos superficie a órbita que parecían fuegos artificiales de color blanco; estaciones espaciales tan destartaladas que parecían como si fueran a derrumbarse con el primer soplo de viento solar. Ridículo, sí, pensó Thalia: sin duda. Pero sin esos trajes de lona y esos cohetes, sin esas estaciones espaciales en forma de cabaña, la prefecto de campo ayudante Thalia Ng no estaría flotando en la sala de recepción revestida de mármol de un hábitat de sesenta kilómetros de largo, una de la diez mil estructuras que transportaban una carga humana de un millón de almas, que orbitaban un mundo habitado que hospedaba a la ciudad más deslumbrante de la experiencia humana, un mundo que rodeaba el sol de otro sistema solar, un sistema que formaba el nexo mercantil y cultural de una civilización humana que abarcaba muchos mundos, muchas estrellas, unidos por hermosas y elegantes naves que cruzaban la noche interestelar en apenas unos años de vuelo.

Este era el futuro, pensó. Esto era lo que se sentía al vivir en una época de milagros y maravillas.

¿Y tenía el valor de sentirse cansada?

Un sirviente con aspecto de búho mecánico construido con hojas de bronce repujado llegó flotando del espacio. Extendió sus alas y abrió el pico articulado con un ruido seco. Tenía la voz aguda de un autómata de la edad del vapor.

—Saludos, prefecto de campo ayudante Ng. Soy Pájaro Milagro. Es un placer darle la bienvenida a Casa Aubusson. Un comité de bienvenida la está esperando en la zona de aterrizaje de media gravedad. Por favor, tenga la amabilidad de seguirme.

—Una recepción —dijo Thalia entre dientes—. Qué agradable.

El pájaro de bronce llevó a Thalia hasta un ascensor. El interior no tenía ventanas y estaba cubierto de teca pulida, felpa granate abollada y marfil japonés para compensar. El pájaro se puso boca abajo y metió sus garras en unos ganchos situados en lo que sin duda iba a convertirse en el techo. Con un runruneo mecánico, giró la cabeza.

—Ahora descenderemos. Por favor, tenga la amabilidad de bajar el asiento y sujetarse. La gravedad aumentará.

Thalia entendió la señal, se instaló en el asiento plegable y se puso el cilindro entre las rodillas. Sintió un torrente de aceleración, y la sangre que se le subió a la cabeza.

—Ahora estamos descendiendo —le informó el pájaro—. Tenemos que recorrer cierta distancia. ¿Quiere apreciar la vista mientras tanto?

—Si no es mucha molestia.

El panel situado frente a Thalia se hizo transparente. De repente, se encontró mirando los sesenta kilómetros de longitud de Casa Aubusson. Había subido al ascensor en la superficie interior de una de las tapas terminales del hábitat en forma de salchicha, y ahora estaba viajando desde el polo del hemisferio de la tapa terminal hasta el punto en que se unía al cilindro principal de la estructura. La trayectoria del ascensor se curvó gradualmente de vertical a horizontal, aunque la cabina permaneció en el mismo ángulo. Hacía ya un rato que se movían, y sin embargo el suelo aún quedaba a más de cuatro kilómetros de altitud, por lo que hasta las características más cercanas de la superficie parecían pequeñas y como de juguete. Por el momento, el terreno inclinado que pasaba zumbando ante Thalia estaba formado por un revestimiento blanco sin rasgos distintivos y por regolita fundida extraída del Ojo de Marco, interrumpida aquí y allá por algún enorme trozo
art decó
de maquinaria de regulación medioambiental.

Aparte de las tapas terminales, toda la superficie interior del hábitat estaba ajardinada. A sesenta kilómetros, la neblina atmosférica diluía los detalles y el color en una centelleante aguada azul claro, indistinguible del océano o del cielo. Más cerca (aproximadamente a medio camino del cilindro) se podían ver las comunidades: cuadrículas o espirales en relieve, como huellas en el barro. No había grandes ciudades, pero sí docenas, incluso centenares, de ciudades pequeñas, de pueblos y de aldeas acurrucadas en medio de una densa vegetación, que se curvaba alrededor de las costas de mares y lagos artificiales y a lo largo de las orillas de ríos y arroyos hechos por el hombre. Había colinas, valles, rocas y cataratas. Había niebla combinada con arco iris. Había nubes bajas, en apariencia pegadas al paisaje curvilíneo. Más cerca aun, Thalia distinguió no solo comunidades, sino edificios individuales, puertos deportivos, plazas, parques, jardines y zonas de recreo. Muy pocos edificios tenían más de cien metros de altura, como si no se atrevieran a violar el amplio vacío azul que formaba la mayor parte del volumen del hábitat. No había ninguna fuente de luz interior, pero desde su punto de vista Thalia pudo distinguir con facilidad los grupos de ventanas que había visto antes, desde el exterior. Ahora que estaba mirando la longitud del interior del hábitat desde arriba, se convirtieron en una serie de oscuros círculos concéntricos. Thalia contó una docena o más antes de que la perspectiva y la neblina le impidieran separar uno del otro. Casa Aubusson pasaba a la sombra de Yellowstone durante cada órbita de noventa minutos alrededor del planeta, pero era muy improbable que sus ciudadanos vivieran o trabajaran en algo que no fuera el ciclo estándar de veintiséis horas de Ciudad Abismo. Por encima y por debajo del plano elíptico del Anillo Brillante, unos espejos dirigían la luz a esas ventanas incluso cuando el hábitat estaba fuera del campo visual directo de Épsilon Eridani.

Thalia sintió que el ascensor disminuía la velocidad.

—Estamos llegando —dijo el búho de metal, justo cuando la lejana vista del exterior se transformó en el interior de una zona de aterrizaje con una ventana. La puerta se abrió; Thalia desembarcó. Sentía como si sus piernas fuesen acordeones elásticos en la media gravedad estándar. Al otro lado de la plataforma, de espaldas a la ventana, le esperaba un comité de bienvenida de lo más variopinto. Eran una docena de hombres y mujeres de todas las edades y aspectos, vestidos con lo que parecían ser ropas de civil. Thalia los miró impotente, preguntándose con quién debería hablar.

—Hola, prefecto —dijo una mujer regordeta de mejillas rojo manzana dando un paso adelante. Parecía un poco nerviosa, como si no estuviese acostumbrada a hablar en público—. Bienvenida a la casa intermedia. La habríamos ido a buscar al centro, pero hace mucho tiempo que ninguno de nosotros está en gravedad cero.

Thalia puso el cilindro en el suelo.

—No pasa nada. Estoy acostumbrada a moverme sola.

Un hombre desgarbado y cargado de espaldas levantó la mano.

—¿Pájaro Milagro le ha explicado todo lo que necesita saber?

—¿El búho es suyo?

—En efecto —dijo el hombre, sonriendo. Levantó un brazo, lo dobló por el codo, y el búho salió volando del ascensor, cruzó el espacio entre Thalia y el grupo y se posó de forma precisa en la manga del hombre.

—Soy un pájaro excelente —dijo el búho.

—Es mi gran afición —dijo el hombre, acariciando a la criatura por debajo del cuello segmentado—. Hago animales mecánicos usando solo las técnicas de los precalvinistas. Mi mujer dice que me aparta de las calles.

—Mejor para usted.

Thalia miró a aquel peculiar grupo. No había nada andrajoso o descuidado en ninguno de los miembros individuales del grupo; todos iban bien vestidos, llevaban ropa de colores alegres pero no chillones, iban bien peinados, tenían un porte distinguido. Pero el efecto general distaba mucho de ser armonioso.
Como una troupe de circo
, pensó,
no una delegación cívica
.

—¿Quiénes son ustedes?

—Su comité de bienvenida —dijo la mujer regordeta.

—Eso es lo que me dijo el búho.

Otro individuo se adelantó para hablar. Era un caballero de aspecto severo vestido con un traje estrecho de color verde ceniza, profundas líneas de expresión a ambos lados de la boca y una mata tiesa de pelo canoso afeitado cerca de las sienes. Tenía sus largas manos nudosas entrelazadas.

—Quizá uno de nosotros debería explicárselo. Está dentro de uno de los Estados más igualitarios del Anillo Brillante. —Hablaba en voz muy baja y tranquilizadora, que a Thalia le recordó la madera oscura y nudosa, pulida por generaciones de manos—. Muy pocos Estados practican los verdaderos principios demarquistas, en el sentido de abolir todas las estructuras gubernamentales, todas las instituciones formales de control social. Sin embargo, este es el caso de Casa Aubusson. Posiblemente esperaba una recepción formal, con dignatarios de varios rangos y pomposidad.

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