El peor remedio (18 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: El peor remedio
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—No; ya amaina. Seguramente, porque no hay mucho que decir. Por lo menos, hasta que arrestemos a alguien.

Vianello fue a levantarse, pero Brunetti lo detuvo con un ademán.

—No, no se levante, sargento. Voy a ver a Zambino, pero iré solo. —Antes de que el otro pudiera responder a esto, Brunetti agregó—: La
signorina
Elettra dice que va a repasar más atentamente las finanzas de Mitri y he pensado que a usted le gustaría ver cómo lo hace.

Últimamente, Vianello se interesaba por la manera en que, con ayuda del ordenador, la
signorina
Elettra descubría cosas y hacía amigos, a algunos de los cuales no había visto nunca. Ya parecía no haber barreras geográficas ni idiomáticas que impidieran el libre intercambio de información, buena parte de ella, muy interesante para la policía. Los intentos de Brunetti de emular a la joven habían resultado fallidos, por lo que veía con agrado el entusiasmo de Vianello. Quería que alguien más pudiera hacer lo mismo que la
signorina
Elettra o, por lo menos, comprendiera cómo lo hacía, por si un día tenían que trabajar sin ella. Al pensar en esta eventualidad, Brunetti recitó mentalmente un ensalmo para conjurar el peligro.

Vianello acabó de doblar el periódico y lo dejó caer en la mesa.

—Encantado. Con ella he aprendido mucho, siempre se le ocurre algo cuando falla el sistema normal. Mis chicos están asombrados —prosiguió—. Antes se reían de lo poco que yo entendía de lo que traían de la escuela o de lo que hablaban, y ahora son ellos los que vienen a preguntarme si tienen problemas o no pueden
acceder
a alguien. —El sargento ya utilizaba inconscientemente, con la mayor soltura, los términos de la nueva técnica.

Brunetti, extrañamente desconcertado por esta breve conversación, se despidió y salió de la
questura.
En la calle había un solitario cámara, que en aquel momento estaba de espaldas a la puerta, haciendo pantalla contra el viento con el cuerpo para encender un cigarrillo, por lo que Brunetti pudo alejarse sin ser visto. Al llegar al Gran Canal, el viento le hizo desistir de tomar el
traghetto
y cruzó por Rialto. Caminaba ajeno al esplendor que lo rodeaba, pensando en las preguntas que deseaba hacer al
avvocato
Zambino. Sólo una vez salió de su abstracción, al ver lo que le parecieron setas
porcini
en uno de los puestos de verduras y pensó que ojalá Paola las viera también y las pusiera con polenta para el almuerzo.

Andando deprisa, pasó por Rughetta, por delante de su propia calle, cruzó el paso inferior y salió al
campo.
Hacía tiempo que las hojas habían caído de los árboles, y la amplia explanada parecía extrañamente despoblada y desprotegida.

El bufete del abogado estaba en el primer piso del
palazzo
Soranzo, y Brunetti se sorprendió al ver que era el propio Zambino el que le abría la puerta.

—Ah, comisario Brunetti, es un placer —dijo el abogado extendiendo la mano y estrechando firmemente la de Brunetti—. No diré encantado de conocerle, puesto que ya nos conocíamos, pero sí que es un placer verlo por aquí. —En su primer encuentro, Brunetti se había fijado más en Mitri que en el abogado, una figura más borrosa. Era un hombre bajo y robusto, con un cuerpo que parecía más amigo de la buena mesa que del ejercicio. A Brunetti le dio la impresión de que llevaba el mismo traje que cuando lo vio en el despacho de Patta, aunque no estaba seguro. El pelo le clareaba en una cabeza que era de una redondez extraña, lo mismo que la cara y las mejillas. Tenía ojos de mujer: azul cobalto, rasgados, rodeados de espesas pestañas, unos ojos muy bellos.

—Muchas gracias —dijo Brunetti desviando la mirada para abarcar la sala de espera. Descubrió con no poca sorpresa que ésta era modesta, como de consultorio de un médico joven. Las sillas eran metálicas, con asiento y respaldo de una fórmica mal disfrazada de madera. En la única mesita de centro había revistas atrasadas.

El abogado lo condujo por una puerta que estaba abierta hasta lo que debía de ser el despacho. Las paredes estaban cubiertas de libros que Brunetti reconoció inmediatamente como textos de jurisprudencia y códigos del derecho civil y penal del Estado italiano. Ocupaban las paredes desde el suelo hasta el techo y había cuatro o cinco de ellos abiertos sobre la mesa de Zambino.

Mientras Brunetti se sentaba en una de las tres sillas situadas frente al sillón del abogado, Zambino daba la vuelta a la mesa y cerraba los libros, insertando cuidadosamente pequeñas tiras de papel entre las páginas, antes de apilarlos a un lado.

—Para ahorrarnos tiempo, iré directamente al asunto: supongo que ha venido para hablar del
dottor
Mitri —empezó Zambino. Brunetti asintió—. Bien. Entonces, si me dice qué es lo que desea saber, yo trataré de ayudarle en lo que pueda.

—Muy amable,
avvocato
—dijo Brunetti con formal cortesía.

—No es amabilidad, comisario. Es mi deber de ciudadano, y mi deseo en calidad de abogado, ayudarle en la medida de lo posible para descubrir al asesino del
dottor
Mitri.

—¿No le llama Paolo,
avvocato?

—¿A quién, a Mitri? —preguntó Zambino que, al ver la señal afirmativa de Brunetti, dijo—: No; el
dottor
Mitri era un cliente, no un amigo.

—¿Alguna razón por la que no fuera su amigo?

Hacía mucho tiempo que Zambino era abogado como para que mostrara sorpresa ante cualquier pregunta, por lo que respondió tranquilamente:

—Ninguna razón, salvo la de que nunca habíamos tenido tratos hasta que me llamó para pedirme consejo acerca del incidente de la agencia de viajes.

—¿Cree que hubieran podido llegar a ser amigos? —preguntó Brunetti.

—Sobre eso no puedo especular, comisario. Hablé con él por teléfono, él se reunió conmigo en este despacho y juntos fuimos a ver al
vicequestore.
A esto se reduce mi relación con él, por lo que no puedo decirle si hubiéramos podido llegar a ser amigos o no.

—Comprendo —asintió Brunetti—. ¿Puede decirme qué había decidido hacer él respecto a lo que usted llama el incidente de la agencia de viajes?

—¿Se refiere a presentar cargos?

—Sí.

—Después de hablar con usted y con el
vicequestore,
le aconsejé que formulara una reclamación por daños y perjuicios, por la luna rota y las pérdidas de negocio que él calculara que la agencia había tenido que soportar; a él le correspondía un porcentaje de la indemnización, mientras que el escaparate era de su responsabilidad exclusiva, puesto que él era el propietario del local ocupado por la agencia.

—¿Le resultó difícil convencerle,
avvocato
?

—En absoluto —respondió Zambino, casi como si hubiera estado esperando la pregunta—. En realidad, yo diría que él ya había tomado esta decisión antes de hablar conmigo y sólo quería que un abogado le confirmara su planteamiento.

—¿Tiene idea de por qué lo eligió a usted?

Un hombre menos seguro de su posición seguramente hubiera hecho una pausa y mostrado sorpresa ante la audacia de quien se permitía preguntar por qué lo había elegido alguien, pero Zambino se limitó a responder:

—Ni la más remota. Desde luego, no tenía necesidad de acudir a alguien como yo.

—¿Quiere decir alguien que se dedica a la asesoría jurídica de empresas o alguien que tiene tan buena reputación como usted?

Aquí Zambino sonrió y con su sonrisa despertó la simpatía de Brunetti.

—Es favor que usted me hace, comisario. No me deja más opción que la de cantar mis propias alabanzas. —Al ver que Brunetti sonreía a su vez, prosiguió—: Como le digo, no tengo ni idea; Quizá algún conocido me recomendó a él. O quizá eligió mi nombre al azar en la guía telefónica. —Antes de que Brunetti pudiera decirlo, Zambino agregó—: Aunque no creo que el
dottor
Mitri fuera la clase de hombre que tomaba las decisiones de ese modo.

—¿Lo trató usted lo suficiente como para formarse una opinión acerca de la clase de hombre que era,
avvocato?

Zambino meditó la pregunta. Finalmente, respondió:

—Me dio la impresión de ser un hombre de empresa muy sagaz que daba mucha importancia al éxito.

—¿Le pareció sorprendente que abandonara tan fácilmente la idea de demandar a mi esposa? —Como Zambino no respondiera inmediatamente, Brunetti prosiguió—: Porque no había posibilidad de que el juez fallara contra él. Ella reconocía su responsabilidad. —Los dos hombres observaron que Brunetti no utilizaba la palabra «culpa»—. Así lo dijo al agente que la arrestó, por lo que él hubiera podido exigir cualquier cantidad: por calumnia, daño moral o lo que quisiera, y probablemente hubiera ganado el caso.

—Y, a pesar de todo, desistió —dijo Zambino.

—¿Por qué cree usted que lo haría?

—Quizá no tenía deseo de revancha.

—¿Es lo que usted pensó?

Zambino reflexionó.

—No; en realidad, creo que la revancha le hubiera encantado. Estaba indignado por lo ocurrido. —Antes de que Brunetti pudiera responder, continuó—: Y estaba indignado no sólo con su esposa sino con el director de la agencia de viajes, al que había dado instrucciones expresas de evitar a toda costa esa clase de turismo.

—¿El turismo sexual?

—Sí. Me enseñó la copia de una carta y de un contrato que había enviado al
signor
Dorandi hacía tres años, comunicándole que debía abstenerse de esa clase de actividades, o le rescindiría el contrato y le retiraría la licencia. No sé en qué medida podía ser legalmente vinculante el contrato si Dorandi hubiera decidido presentar batalla, porque no lo redacté yo, pero creo que indica que Mitri se tomaba esto muy en serio.

—¿Cree que era por razones de índole moral?

La respuesta de Zambino tardó en llegar, como si sopesara hasta dónde llegaban sus obligaciones legales para con un cliente que ya había muerto.

—No; creo que era porque —había comprendido que sería mala política. En una ciudad como Venecia, esa clase de publicidad puede ser devastadora para una agencia de viajes. No; no creo que obrara por razones de moralidad; era, simplemente, una decisión comercial.

—¿Lo considera usted una cuestión de moralidad,
awocato
?.

—Sí —respondió el abogado escuetamente, sin necesidad de pensar.

Desviándose del tema, Brunetti preguntó:

—¿Tiene idea de cuáles eran sus intenciones respecto a Dorandi?

—Sé que le escribió una carta en la que se refería al contrato y le pedía explicaciones acerca de la clase de viajes contra los que había protestado su esposa.

—¿Y envió esa carta?

—Un ejemplar por fax y otro por correo certificado.

Brunetti se quedó pensativo. Si los ideales de Paola podían considerarse una razón válida para el asesinato, no lo era menos la pérdida del arriendo de un negocio muy lucrativo.

—Sigo intrigado por la razón de que lo contratara a usted,
avvocato.

—Las personas hacen cosas extrañas, comisario —sonrió Zambino—. Especialmente, cuando se ven obligadas a tratar con la justicia.

—Los hombres de negocios raramente incurren en gastos fuertes sin necesidad, si me disculpa la vulgaridad. —Y, anticipándose a la protesta de Zambino, agregó—: Porque éste no parecía un caso en el que fuera a hacer falta un abogado. No tenía más que dar a conocer sus condiciones al
vicequestore
por teléfono o por carta. Nadie iba a rechazar esas condiciones. A pesar de todo, contrató a un abogado.

—Con un desembolso considerable, por cierto.

—Exactamente. ¿Usted lo entiende?

Zambino echó el cuerpo hacia atrás y juntó las manos en la nuca, exhibiendo una considerable extensión de abdomen.

—Yo diría que es lo que vulgarmente se llama matar moscas a cañonazos. —Sin dejar de mirar al techo, prosiguió—: Supongo que quiso asegurarse de que se cumplirían sus exigencias, que su esposa aceptaría sus condiciones y que el caso acabaría ahí.

—¿Acabaría?

—Sí. —El abogado hizo oscilar el cuerpo hacia adelante, apoyó los brazos en la mesa y dijo—: Yo tenía la impresión de que deseaba que este episodio le afectara lo menos posible y no generase publicidad. Quizá más esto último que lo primero. Yo le pregunté hasta dónde estaría dispuesto a llegar si su esposa, que parecía actuar por principios, se negaba a pagar los daños; si presentaría una demanda judicial. Dijo que no. Fue terminante. Le dije que tenía el caso ganado, pero no quiso ni siquiera planteárselo.

—¿Entonces, si mi esposa se hubiera negado a pagar, él no hubiera tomado medidas legales?

—Exactamente.

—¿Y usted me dice esto sabiendo que ella aún podría cambiar de opinión y negarse a pagar?

Por primera vez desde el comienzo de la entrevista, Zambino pareció sorprendido.

—Desde luego.

—¿Aun sabiendo que yo podría decirle lo que Mitri había pensado y con ello influir en su decisión?

Zambino volvió a sonreír.

—Comisario, imagino que antes de venir se habrá usted informado acerca de mi persona y de mi reputación en esta ciudad. —Antes de que Brunetti pudiera confirmar o negar tal suposición, el abogado continuó—: Yo he hecho otro tanto. Y mis referencias me indican que no existe el menor peligro de que usted revele a su esposa lo que yo le diga ni de que utilice esta información para influir en su decisión.

La turbación impidió a Brunetti reconocer la verdad de estas palabras. Se limitó a mover la cabeza afirmativamente antes de preguntar:

—¿Preguntó usted a Mitri por qué era tan importante para él evitar la mala publicidad?

Zambino movió la cabeza negativamente.

—Me interesaba, sí, pero no me incumbía averiguarlo. No podía serme útil en mi función de abogado, y para eso me había contratado.

—¿Ni especuló sobre ello? —preguntó Brunetti.

Otra vez aquella sonrisa.

—Naturalmente que especulé, comisario. Parecía incongruente con la personalidad de aquel hombre: rico, influyente, si usted quiere, poderoso. Esta clase de personas pueden conseguir que se silencie cualquier cosa, por fea que pueda ser. Y esta actividad no era responsabilidad suya.

Brunetti movió la cabeza negativamente y esperó a que el abogado prosiguiera.

—Así que eso significaba o bien que tenía una conciencia ética para la que la implicación de la agencia en esta actividad era inadmisible, posibilidad que yo ya había descartado, o que existía alguna razón, personal o profesional, por la que debía evitar una mala publicidad, y la curiosidad que pudiera despertar.

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