—¿Qué significa eso con exactitud?
Nuevamente, Dorandi consultó el plano de la ciudad, que estaba en la pared del fondo. Cuando hubo encontrado la respuesta, se volvió de nuevo hacia Brunetti:
—Significa que yo decido a quién se contrata y de quién se prescinde, qué publicidad se hace, qué ofertas especiales se proponen y también me embolso la mayor parte de los beneficios.
—¿Qué parte?
—El setenta y cinco por ciento.
—¿Y el
dottor
Mitri, el veinticinco restante?
—Además del alquiler.
—¿Que es…?
—¿El alquiler? —preguntó Dorandi.
—Sí.
—Tres millones de liras al mes.
—¿Y los beneficios?
—¿Por qué necesita saberlo? —preguntó Dorandi con la misma voz átona.
—En este momento, no tengo idea de lo que necesito saber y lo que no. Simplemente, trato de recoger la máxima información posible acerca del
dottor
Mitri y sus asuntos.
—¿Con qué objeto?
—Con el objeto de comprender por qué lo mataron.
La respuesta de Dorandi fue instantánea:
—Creí que eso lo dejaba bien claro la nota que encontraron ustedes.
Brunetti levantó una mano como admitiendo la idea:
—De todos modos, creo conveniente que averigüemos de él todo cuando podamos.
—Pero había una nota, ¿no? —inquirió Dorandi.
—¿Cómo lo sabe,
signor
Dorandi?
—Estaba en los periódicos, en dos de ellos.
Brunetti asintió.
—Sí, había una nota.
—¿Y ponía lo que decían los periódicos?
Brunetti, que había leído los periódicos, asintió.
—¡Qué absurdo! —dijo Dorandi como si la nota la hubiera escrito Brunetti—. Aquí no hay pornografía infantil. Nosotros no servimos a pederastas. Todo eso es ridículo.
—¿Tiene alguna idea de por qué iba alguien a escribir eso?
—Probablemente, por culpa de aquella loca —dijo Dorandi, sin disimular la rabia y el asco.
—¿Qué loca? —preguntó Brunetti.
Dorandi no contestó enseguida sino que estudió atentamente la cara de Brunetti, buscando la trampa que encerraba la pregunta. Luego dijo:
—La que tiró la piedra. Ella lo ha provocado todo.
—De no haber empezado con sus acusaciones demenciales… mentiras y nada más que mentiras… no hubiera pasado nada.
—¿Eran mentiras,
signor
Dorandi?
—¿Cómo se permite dudarlo? —Dorandi se inclinó hacia Brunetti levantando la voz—. Naturalmente que son mentiras. Nosotros no tenemos nada que ver con pornografía infantil ni con pederastas.
—Eso lo decía la nota,
signor
Dorandi.
—¿Cuál es la diferencia?
—Son dos acusaciones diferentes. Lo que trato de entender es por qué la persona que escribió la nota pudo creer que la agencia estaba implicada en pederastia y pornografía infantil.
—Ya se lo he dicho —insistió Dorandi con creciente exasperación—. Es por culpa de aquella mujer. Fue a todos los periódicos calumniándome a mí, calumniando a la agencia, diciendo que organizábamos
sex-tours…
—¿Pero habló de pederastia y de pornografía infantil? —interrumpió Brunetti.
—¿Dónde está la diferencia, para una loca? A esa gente le da lo mismo cualquier cosa que tenga que ver con el sexo.
—Así pues, los viajes que organiza la agencia, ¿tienen algo que ver con el sexo?
—Yo no he dicho tal cosa —gritó Dorandi. Entonces, al oír el tono de su voz, cerró los ojos un momento, hizo una pausa, volvió a juntar las manos cuidadosamente y repitió con voz perfectamente normal—: Yo no he dicho tal cosa.
—Lo habré entendido mal. —Brunetti se encogió de hombros y preguntó—: Pero, ¿por qué aquella loca, como usted la llama, iba a decir esas cosas?
—Una mala interpretación. —La sonrisa de Dorandi había reaparecido—. Ya sabe usted cómo es la gente. Sólo ve lo que quiere ver. Interpreta las cosas a su manera.
—¿Concretamente? —preguntó Brunetti con expresión afable.
—Concretamente, me refiero a lo que ha hecho esta mujer. Ella ve nuestros carteles de viajes a países exóticos: Tailandia, Cuba, Sri Lanka…, luego lee un artículo histérico en una revista feminista que afirma que en esos lugares hay prostitución infantil y que las agencias organizan viajes de turismo sexual, hace una deducción disparatada y una noche viene y me rompe el escaparate.
—¿Y no parece una reacción exagerada? Es decir, sin tener pruebas… —La voz de Brunetti era toda razón y ecuanimidad.
Dorandi respondió con algo más que un toque de sarcasmo.
—Por eso se les llama locos, porque cometen locuras. Naturalmente que es una reacción exagerada. Y sin justificación alguna.
Brunetti dejó que entre los dos se hiciera una larga pausa y dijo:
—En
Il Gazzettino
se decía que usted había manifestado que a Bangkok viajan tantas mujeres como hombres. Es decir, que la mayoría de los hombres que compran billetes para Bangkok llevan consigo a su pareja.
Dorandi se miró las manos pero no contestó. Brunetti sacó del bolsillo de la chaqueta los papeles que le había dado la
signorina
Elettra.
—¿Podría ser un poco más exacto,
signor
Dorandi?
—¿Sobre qué?
—El número de hombres que llevaron consigo a una mujer en el viaje a Bangkok. Por ejemplo, durante el último año.
—No sé de qué me habla.
Brunetti no desperdició en él una sonrisa.
—
Signor
Dorandi, le recuerdo que esto es una investigación de asesinato, lo que, significa que tenemos derecho a pedir y, si es necesario, exigir cierta información a las personas involucradas.
—¿Qué quiere decir, «involucradas»?
—Eso usted debería saberlo —respondió Brunetti suavemente—. Dirige una agencia de viajes que vende billetes y organiza
«tours»
a países que usted califica de «exóticos». Se ha formulado la acusación de que se trata de turismo sexual, práctica que no necesito recordarle que es ilegal en este país. Un hombre, propietario de esta agencia, ha sido asesinado y junto a su cadáver se ha encontrado una nota que indica que el móvil del crimen pueden ser esos viajes. Usted mismo parece creer que existe una relación. Luego, la agencia está involucrada, como lo está usted, en su calidad de director. —Brunetti hizo una pausa antes de preguntar—: ¿Me he explicado con claridad?
—Sí. —La voz de Dorandi era hosca.
—Entonces, ¿tiene inconveniente en decirme en qué medida era exacta o, dicho más claramente, si era cierta, su afirmación de que la mayoría de los hombres que iban a Bangkok llevaban consigo mujeres?
—Naturalmente que es cierta —insistió Dorandi, decantando el peso del cuerpo hacia el lado izquierdo del sillón, con una mano todavía ante sí en la mesa.
—No lo es, a juzgar por sus ventas de billetes,
signor
Dorandi.
—¿Mis qué?
—Como usted ya sabe, las ventas de billetes de avión están registradas en un sistema informático centralizado. —Brunetti miró el registro—. La mayoría de los billetes para Bangkok que ha vendido su agencia, durante los seis últimos meses por lo menos, fueron adquiridos por hombres que viajaban solos.
Casi sin darse tiempo a pensar, Dorandi barbotó:
—Las esposas se reunían con ellos allí. Ellos viajaban por negocios y las mujeres iban después.
—¿Y ellas también compraban los billetes a través de su agencia?
—¿Cómo quiere que lo sepa?
Brunetti puso los papeles en la mesa delante de Dorandi, por si deseaba examinarlos y aspiró profundamente.
—¿Volvemos a empezar,
signor
Dorandi? Repetiré la pregunta y me gustaría que esta vez reflexionara antes de responder. —Esperó un rato y preguntó—: ¿Viajaban con mujeres los hombres que compraron los billetes a través de su agencia, sí o no?
Dorandi tardó en contestar y finalmente dijo:
—No —y nada más.
—¿Y esos viajes que ustedes organizan, con «hoteles tolerantes» y «emplazamiento conveniente» —la voz de Brunetti era perfectamente neutra, desprovista de emoción—, son de turismo sexual?
—Yo no sé qué hace la gente cuando llega allí —insistió Dorandi—. No es asunto mío. —Hundía la cabeza en el ancho cuello de la chaqueta, como una tortuga ante un ataque.
—¿Sabe algo acerca de la clase de hoteles a los que van ese tipo de turistas? —Antes de que Dorandi pudiera responder, Brunetti puso los codos en la mesa, apoyó el mentón en la palma de la mano y miró la lista.
—La dirección es tolerante —dijo Dorandi al fin.
—¿Significa eso que permiten trabajar allí a prostitutas y quizá hasta las proporcionan?
Dorandi se encogió de hombros.
—Quizá.
—¿Niñas? ¿No mujeres, niñas?
Dorandi lo miró con ojos llameantes.
—Yo no sé nada de los hoteles, salvo los precios. Lo que mis clientes hagan allí no es asunto mío.
—¿Niñas? —repitió Brunetti.
Dorandi agitó una mano con impaciencia.
—Ya le he dicho que no es asunto mío.
—Pero ahora es asunto nuestro,
signor
Dorandi, por lo que prefiero que me dé una respuesta.
Dorandi volvió a mirar hacia la pared, pero no encontró la solución.
—Sí.
—¿Es la razón por la que los elige usted?
—Los elijo porque me ofrecen los mejores precios. Si los hombres que se hospedan allí deciden llevar prostitutas a su habitación, allá ellos. —Trataba de dominar la cólera, sin conseguirlo—. Yo vendo viajes, no predico moralidad. He repasado con mi abogado cada palabra de esos anuncios, y no hay en ellos nada que sea ni remotamente ilegal. Yo no he quebrantado ninguna ley.
—De eso estoy seguro —dijo Brunetti sin poder evitarlo. De pronto, deseó marcharse de allí. Se puso en pie—. Siento mucho haberle robado tanto tiempo,
signor
Dorandi. Ahora me despido, pero quizá tengamos que volver a hablar.
Dorandi no se molestó en contestar. Ni en levantarse cuando Brunetti y Vianello salieron del despacho.
Cuando cruzaban
campo
Manin, Vianello y Brunetti sabían, sin necesidad de decirse ni una palabra, que ahora no regresarían a la
questura
sino que irían a hablar con la viuda. Para dirigirse al apartamento de los Mitri, situado en
campo
del Ghetto Nuovo, retrocedieron hasta Rialto y tomaron el número 1 en dirección a la estación.
Se quedaron fuera, ya que preferían el frío de la cubierta al aire húmedo estancado en la cabina. Brunetti esperó hasta que hubieron pasado bajo Rialto para preguntar a Vianello:
—¿Qué le parece?
—Ése vendería a su madre por cien liras —contestó el sargento sin disimular el desprecio. Después de una larga pausa, inquirió—: ¿Cree usted que es la televisión, comisario?
Brunetti, perplejo, preguntó:
—¿Es qué, la televisión?
—Lo que nos hace distanciarnos tanto del mal que hacemos. —Al ver que Brunetti le escuchaba con atención, el sargento prosiguió—: O sea, cuando vemos televisión, allí, en la pantalla, todo parece verdad, pero no es verdad, ¿eh?, quiero decir que vemos cómo pegan y matan a la gente, y luego nos vemos a nosotros —aquí sonrió levemente y explicó—: o sea, a la policía, vemos cómo nosotros descubrimos toda clase de atrocidades. Pero los polis no son de verdad, ni las atrocidades tampoco. Así que, quizá, después de tanto verlas, cuando nos pasan a nosotros o le pasan a la gente, y ahora me refiero a las atrocidades de verdad, tampoco parecen verdad.
Brunetti, aunque un poco confuso por la retórica de Vianello, creía entender lo que quería decir su sargento, y estaba de acuerdo, por lo que respondió:
—¿A qué distancia de nosotros están esas niñas de las que él nada sabe, a quince mil kilómetros, a veinte mil? Probablemente, desde aquí resulta muy fácil no ver lo que se hace con ellas como algo real o, en cualquier caso, sentirse indiferente.
Vianello movió la cabeza de arriba abajo.
—¿Cree que las cosas van a peor?
Brunetti se encogió de hombros.
—Hay días en los que creo que todo va a peor, y hay días en los que lo sé positivamente. Pero luego luce el sol y cambio de idea.
Vianello volvió a mover la cabeza y esta vez unió al movimiento un gruñido ronco:
—Hmm.
—¿Y qué piensa usted?
—Yo creo que todo va a peor —respondió el sargento sin vacilar—. Pero, lo mismo que usted, tengo días en los que todo es estupendo: los chicos se me echan encima cuando llego a casa o Nadia está contenta y me contagia. Pero, en general, me parece que el mundo, como sitio para estar, empeora.
Con intención de disipar el insólito pesimismo de su sargento, Brunetti dijo:
—Pues no hay muchas opciones donde elegir.
Vianello tuvo la delicadeza de reírse.
—No; no las hay. Para bien o para mal, esto es todo lo que tenemos. —Calló un momento mientras veía acercarse el
palazzo
que albergaba el Casino—. Quizá para nosotros sea diferente porque tenemos hijos.
—¿Por qué? —preguntó Brunetti.
—Porque podemos prever cómo será el mundo en el que ellos tendrán que vivir, y recordar el mundo en el que crecimos nosotros.
Brunetti, un paciente lector de historia, recordó cómo los antiguos romanos de las distintas edades denostaban su presente, insistiendo siempre en que las épocas de su juventud y de la generación de sus padres eran, en todos los aspectos, mucho mejores que la que ellos estaban viviendo. Recordó sus diatribas sobre la falta de sensibilidad, la molicie, la ignorancia de la juventud, su falta de respeto hacia sus mayores, y sintió que el recuerdo lo reconfortaba. Si cada generación piensa lo mismo, quizá todas se equivoquen y las cosas no vayan a peor. Pero no sabía cómo explicárselo a Vianello, y lo violentaba citar a Plinio, no fuera que el sargento no conociera al escritor o se sintiera cohibido al verse obligado a manifestar su ignorancia.
Se limitó, pues, a darle una cordial palmada en la espalda cuando el barco llegó a la parada de San Marcuola, donde saltaron a tierra y entraron en la estrecha calle en fila india, para dejar paso a la gente que caminaba presurosa hacia el embarcadero.
—No es cosa que nosotros podamos arreglar, ¿verdad, comisario? —comentó Vianello cuando llegaron a la calle más ancha que discurre por detrás de la iglesia y pudieron andar uno al lado del otro.