—Y un abogado que a veces se encarga de la defensa de casos criminales —agregó Vianello innecesariamente—. Al fin y al cabo, él no había hecho nada.
—Quizá quería que le asesorase acerca de la demanda civil que podía presentar contra mi esposa, si yo conseguía impedir que la policía formulara cargos contra ella la segunda vez.
—No había posibilidad de hacer eso, ¿verdad? —preguntó Vianello con una voz que denotaba su pesar.
—No después de que intervinieran Landi y Scarpa.
Vianello rezongó entre dientes algo que Brunetti ni entendió ni quiso averiguar.
—No sé qué pasará ahora.
—¿Acerca de qué?
—El caso. Muerto Mitri, no es probable que su heredero presente cargos contra Paola. Aunque el director de la agencia podría presentarlos.
—¿Y qué hay de…? —Vianello se interrumpió sin saber cómo referirse a la policía. Finalmente, se decidió—: ¿… nuestros colegas?
—Eso depende del magistrado que examine el caso.
—¿Quién es? ¿Lo sabe?
—Pagano, creo.
Vianello se quedó pensativo, repasando años de trabajo para este magistrado, un hombre mayor, en sus últimos años de ejercicio.
—No creo que solicite el proceso, ¿verdad?
—No; no es probable. Nunca se ha llevado bien con el
vicequestore,
por lo que no se dejará intimidar ni persuadir.
—Entonces, ¿qué habrá? ¿Una multa? —Al ver que Brunetti se encogía de hombros, Vianello abandonó la cuestión y preguntó—: ¿Y ahora qué hacemos?
—Me gustaría ver si ha llegado algo y luego ir a hablar con Zambino.
Vianello miró el reloj.
—¿Habrá tiempo?
Como solía sucederle, Brunetti no sabía qué hora era, y le sorprendió ver que eran más de las seis.
—No; es verdad. En realidad, no hace falta que volvamos a la
questura.
Vianello sonrió al oírlo, porque el barco aún estaba parado en el embarcadero de Rialto. El sargento se levantó y fue hacia la puerta. Cuando llegaba, notó que las máquinas cambiaban de cadencia y vio que el marinero soltaba la amarra del montante y la recogía.
—¡Espera! —gritó.
El marinero no respondió, ni siquiera se volvió a mirar, y el motor aceleró.
—¡Espera! —gritó Vianello en voz aún más alta, pero sin resultado.
El sargento se abrió paso entre la gente de la cubierta y puso la mano en el brazo del marinero.
—Soy yo, Marco —dijo con voz normal. El otro lo miró, vio el uniforme, reconoció la cara y agitó una mano volviéndose hacia el capitán que observaba el incidente a través del cristal de su cabina.
El marinero volvió a agitar la mano y el capitán dio marcha atrás bruscamente. Varios pasajeros se tambalearon. Una mujer perdió el equilibrio y cayó pesadamente sobre Brunetti, que extendió un brazo para sostenerla. Lo que menos deseaba era ser acusado de brutalidad policial u otra cosa por el estilo si la mujer caía al suelo, pero la agarró antes de pensar en esta eventualidad y, al soltarla, se alegró de verla sonreír con gratitud.
Lentamente, el barco retrocedió el medio metro que se había apartado del embarcadero. El marinero abrió la puerta corredera, y Vianello y Brunetti saltaron a tierra. Vianello agitó una mano en señal de agradecimiento, las máquinas volvieron a acelerar y el barco avanzó.
—Pero, ¿usted por qué ha desembarcado? —preguntó Brunetti. Ésta era su parada, y Vianello debía haber seguido hasta Castello.
—Tomaré el próximo. ¿Cuándo quiere hablar con Zambino?
—Mañana por la mañana —respondió Brunetti—. Pero tarde. Antes quiero ver si la
signorina
Elettra encuentra algo más.
Vianello asintió.
—Esa mujer es un portento —dijo—. Si lo conociera bien, yo diría que el teniente Scarpa le tiene miedo.
—Yo lo conozco bien —respondió Brunetti—. Y se lo tiene. Ella a él no le teme lo más mínimo, lo que la convierte en una de las pocas personas de la
questura
que no le tienen miedo. —Brunetti podía hablar así porque él y Vianello también se contaban entre las excepciones—. Y el miedo lo hace muy peligroso. He tratado de ponerla en guardia, pero ella no le concede importancia.
—Pues hace mal —dijo Vianello.
Otro barco apareció por debajo del puente y viró hacia el embarcadero. Cuando hubieron desembarcado los pasajeros, Vianello saltó a cubierta.
—
A domani, capo
—dijo. Brunetti agitó una mano y se volvió antes de que los otros pasajeros empezaran a embarcar.
Se paró en uno de los teléfonos públicos del embarcadero y marcó de memoria el número del despacho de Rizzardi en el hospital. El médico ya no estaba, pero había dejado a su ayudante un mensaje para el comisario Brunetti. Las suposiciones del doctor se habían confirmado. Un solo cable, forrado de plástico, de unos seis milímetros de grueso. Nada más. Brunetti dio las gracias al ayudante y se encaminó hacia casa.
El día se había llevado consigo todo el calor. Brunetti echaba de menos la bufanda, y se subió el cuello del abrigo y hundió la barbilla. Andando deprisa, cruzó el puente y torció a la izquierda por el borde del agua, atraído por las luces que salían de los restaurantes de la
riva.
Bajó al paso inferior y salió a
campo
San Silvestro y dobló a la izquierda, para subir hacia su casa. En Biancat lo tentaron unos lirios del escaparate, pero recordó su enfado con Paola y pasó de largo. Tras recorrer un trecho, ya sólo recordó a Paola, y volvió sobre sus pasos, entró en la floristería y compró una docena de lirios violeta.
Ella estaba en la cocina y, al oír la puerta, asomó la cabeza para ver si era él o uno de los chicos. Vio el paquete y se acercó por el pasillo con un paño húmedo entre las manos.
—¿Qué traes ahí, Guido? —preguntó, intrigada.
—Ábrelo y lo sabrás —dijo él dándole las flores.
Ella se puso el paño en el hombro y tomó el ramo. Él dio media vuelta para colgar el abrigo en el armario. A su espalda oía crepitar el papel hasta que, bruscamente, se hizo el silencio, un silencio total, y se volvió, temiendo haber hecho algo que no debía.
—¿Qué tienes? —preguntó al ver su gesto de congoja.
Ella rodeó las flores con los dos brazos apretándolas contra el pecho y dijo algo que quedó ahogado por un fuerte crujido del papel.
—¿Qué? —preguntó él inclinándose un poco, porque ella había bajado la cabeza y hundía la cara entre las flores.
—No puedo soportar la idea de que algo que yo hice causara la muerte de ese hombre. —Su voz se rompió en un sollozo, pero ella prosiguió—: Perdona, Guido, perdona todos los disgustos que te he causado. Yo te hago eso y tú me traes flores. —Sollozaba apretando la cara contra los suaves pétalos de los lirios, con los hombros sacudidos por la fuerza de su sentimiento.
Él le quitó las flores de las manos y buscó dónde dejarlas y, al no encontrar un sitio, las puso en el suelo y la abrazó. Ella sollozaba contra su pecho con un abandono que nunca había mostrado su hija, ni aun de pequeña. Él la sostenía con gesto protector, como si temiera que, por la fuerza de los sollozos, pudiera romperse. Dobló el cuello y le dio un beso en el pelo, aspiró su olor y vio los pequeños bucles de la nuca, donde la melena se dividía en dos bandas. La abrazaba meciéndola suavemente y repitiendo su nombre. Nunca la había amado tanto como en este momento. Tuvo una fugaz sensación de desquite, pero al instante notó que se le encendía la cara, de un bochorno como nunca había sentido. Se obligó a ahogar toda sensación de triunfo y se encontró en un espacio limpio en el que no había nada más que el dolor de que su esposa, la otra mitad de su ser, sufriera aquella angustia. Volvió a besarle el pelo y, al advertir que los sollozos remitían, la apartó ligeramente, aunque sin soltarle los hombros.
—¿Estás mejor, Paola?
Ella asintió, sin poder hablar, con la cabeza baja, hurtando la cara.
Él sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón. No estaba recién planchado, pero eso no parecía importar en este momento. Le enjugó la cara, una mejilla, la otra y debajo de la nariz, y se lo puso en la mano. Ella acabó de secarse las lágrimas y se sonó ruidosamente. Luego se cubrió los ojos escondiéndose de él.
—Paola —dijo Brunetti con una voz que era casi normal, pero no del todo—. Lo que hiciste es algo perfectamente honorable. No es que me guste, pero actuabas de buena fe.
Durante un momento, pensó que esto desencadenaría otra crisis de llanto, pero no fue así. Ella apartó el pañuelo y lo miró con ojos enrojecidos.
—Si yo hubiera imaginado… —empezó.
Pero él la atajó con un ademán.
—Ahora no, Paola. Quizá luego, cuando los dos podamos hablar de eso. Ahora vamos a la cocina, a ver si encontramos algo de beber.
—Y de comer —agregó ella al momento, y sonrió, agradecida por la moratoria.
A la mañana siguiente, Brunetti llegó a la
questura
a su hora habitual, después de pararse por el camino a comprar tres diarios.
Il Gazzettino
seguía dedicando páginas enteras al asesinato de Mitri, lamentando una pérdida para la ciudad, que no llegaba a especificar, pero los diarios nacionales parecían haber olvidado el caso y sólo uno lo mencionaba, en un suelto de dos párrafos.
Encima de la mesa estaba el informe definitivo de Rizzardi. La doble marca del cuello de Mitri indicaba una «vacilación» del asesino, que probablemente había aflojado el cable momentáneamente para asirlo mejor y apretar con más fuerza, con lo que había dejado un segundo surco en la carne de Mitri. Lo que Mitri tenía bajo las uñas de la mano izquierda era piel humana, en efecto, junto con fibras de lana marrón oscuro, probablemente, de una chaqueta o de un abrigo, arrancadas sin duda en un intento desesperado y vano de la víctima, de zafarse de su atacante. «Encuéntreme a un sospechoso y le haré una comparación», había escrito Rizzardi en el margen con lápiz.
A las nueve, Brunetti decidió que no era muy temprano para llamar a su suegro, el conde Orazio Falier. Marcó el número del despacho del conde, dio su nombre e inmediatamente le pusieron con él.
—
Buon dì, Guido. Che pasticcio, eh?
Efectivamente, un buen lío, y de los grandes.
—Por eso te llamo. —Brunetti hizo una pausa, pero el conde no dijo nada, y prosiguió—: ¿Sabes algo, o sabe algo tu abogado? —Se interrumpió un momento y continuó—: Suponiendo que tu abogado intervenga.
—No; todavía no —contestó el conde—. Estoy esperando a ver qué hace el juez. Y tampoco sé lo que pensará hacer Paola. ¿Tienes alguna idea?
—Anoche lo hablamos —empezó Brunetti.
—Bien —oyó decir al conde en voz baja.
—Dice que pagará la multa y la reparación del escaparate.
—¿Y qué me dices de otras posibles indemnizaciones?
—No le pregunté. Me pareció suficiente que se aviniera a pagar la multa y los daños, por lo menos, en principio. Si luego resulta que hay que pagar algo más, quizá también acceda.
—Sí. Bien. Muy bien. Puede dar resultado.
Irritó a Brunetti esta suposición del conde de que él y Brunetti estuvieran confabulados en un plan para dorar la píldora o manipular a Paola. Por buenas que fueran sus intenciones y por mucho que uno y otro creyeran que lo hacían por su bien, a Brunetti no le gustaba que el conde diera por sentado que él estaba dispuesto a actuar con doblez.
Brunetti no quería seguir hablando del asunto.
—No te llamaba por eso. Me interesa cuanta información puedas darme sobre Mitri y el
avvocato
Zambino.
—¿Giuliano?
—Sí.
—Zambino es un hombre íntegro.
—Defendió a Manolo —repuso Brunetti, nombrando a un asesino de la Mafia al que Zambino había defendido con éxito hacía tres años.
—Manolo fue raptado en Francia y traído ilegalmente para ser juzgado.
Había varias interpretaciones: Manolo vivía en un pueblo francés próximo a la frontera y todas las noches iba a Mónaco a jugar en el Casino. En la mesa de bacará conoció a una mujer que le propuso ir a su casa a tomar una copa. La casa estaba en Italia y, nada más cruzar la frontera, Manolo fue arrestado por la propia mujer, que era coronel de los
carabinieri.
Zambino alegó que su cliente había sido víctima de una celada y un rapto de la policía.
Brunetti no insistió.
—¿Ha trabajado para ti? —preguntó al conde.
—Una o dos veces. Por eso lo sé. Y también por referencias de amigos. Es bueno. Trabaja como un enano para defender a su cliente. Pero es íntegro. —El conde se interrumpió largo rato, como si no acabara de decidirse a confiar esta información a Brunetti—: El año pasado corría el rumor de que no había evadido impuestos. Me dijeron que había declarado ingresos por valor de quinientos millones de liras o algo por el estilo.
—¿Y crees que eso es lo que ganó?
—Sí, lo creo —respondió el conde con la voz que reservaba para describir milagros.
—¿Qué dicen a esto los otros abogados?
—Figúrate, Guido: si alguien como Zambino declara esos ingresos y los demás dicen que han ganado doscientos millones o menos, puede resultar sospechoso y levantar la liebre.
—Debe de ser muy duro para ellos.
—Sí. Es… —empezó el conde, pero entonces percibió la ironía de aquellas palabras y se interrumpió—. En cuanto a Mitri —dijo sin transición—, vale la pena que lo investigues. Ahí sí podrías encontrar algo.
—¿Sobre las agencias de viajes?
—No sé. En realidad, no sé nada de él, salvo lo que he oído aquí y allá después de su muerte. Ya sabes, los comentarios que suele haber cuando alguien es víctima de un crimen.
Brunetti sabía. Había oído esta clase de rumores sobre personas muertas en el fuego cruzado durante atracos a bancos y sobre las víctimas de secuestros con asesinato. Siempre había alguien que suscitaba la pregunta de por qué estaban allí precisamente en aquel momento, por qué habían muerto ellos y no otros y qué tendrían que ver con los criminales. Aquí, en Italia, nada podía ser, sencillamente, lo que parecía. Siempre, por fortuitas que fueran las circunstancias e inocente la víctima, siempre había alguien que esgrimía el espectro de la
dietrologia
e insistía en que detrás de aquello tenía que haber algo, que todo el mundo tenía su precio, o su papel, y que nada era lo que parecía.
—¿Qué has oído por ahí?
—Nada en concreto. Todo el mundo ha tenido buen cuidado en mostrarse consternado por lo sucedido. Pero algunos hablan en un tono que indica otra cosa.