El peor remedio (26 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: El peor remedio
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—¿Y en el aeropuerto?

—Allí, todo normal. Las cajas se cargan en los aviones y se entregan en destino. No hay problemas. Todo está controlado.

—¿Y todo es operación comercial? —A Brunetti le había asaltado una idea—. ¿O destinan parte a beneficencia?

—Muchas cosas van a organizaciones benéficas. La ONU y demás. Les vendemos con descuento y así desgravamos por obras de caridad.

Brunetti contuvo su reacción a lo que estaba oyendo. Daba la impresión de que Sandi sabía muchas más cosas de las necesarias para llevar un camión al aeropuerto.

—¿Alguien de la ONU comprueba el contenido?

Sandi dio un bufido de incredulidad.

—Lo único que les interesa es hacerse la foto cuando entregan las cosas en los campos de refugiados.

—¿Envían a los campos de refugiados los mismos productos que en los embarques normales?

—No; allí enviamos sobre todo cosas contra la diarrea. Y mucho jarabe para la tos. Cuando la gente está tan flaca, es lo que más les preocupa.

—Comprendo —aventuró Brunetti—. ¿Cuánto tiempo llevaba usted en esto?

—Un año.

—¿En calidad de qué?

—Encargado. Antes trabajaba para Mitri, en su fábrica. Pero luego vine aquí. —Hizo una mueca, como si el recuerdo le disgustara.

—¿Mitri hacía lo mismo?

Sandi asintió.

—Sí, hasta que vendió la fábrica.

—¿Por qué la vendió?

Sandi se encogió de hombros.

—Tengo entendido que le hicieron una oferta que no pudo rechazar. O sea, que hubiera sido peligroso rechazar. Que gente importante quería comprarla.

Brunetti comprendió perfectamente lo que quería decir y le sorprendió que, incluso aquí, Sandi temiera mencionar la organización que representaba aquella «gente importante».

—¿Así que la vendió?

Sandi asintió.

—Pero a mí me recomendó a su cuñado. —La mención de Bonaventura le hizo volver de los tiempos pasados a la realidad presente—. Y maldigo la hora en que empecé a trabajar para él.

—¿Lo dice por esto? —preguntó Brunetti señalando con un ademán la lóbrega asepsia de la habitación y todo lo que representaba.

Sandi asintió.

—¿Y qué me dice de Mitri? —preguntó Brunetti.

Sandi juntó las cejas simulando confusión.

—¿Estaba involucrado en las actividades de la fábrica?

—¿Qué fábrica?

Brunetti levantó la mano y descargó un puñetazo en la mesa delante de Sandi, que dio un brinco como si el golpe lo hubiera recibido él.

—No me haga perder el tiempo,
signor
Sandi —gritó—. No me haga perder el tiempo con preguntas estúpidas. —Como Sandi no respondiera, se inclinó hacia él para preguntar—: ¿Me ha entendido?

Sandi asintió.

—Bien —dijo Brunetti—. ¿Qué puede decirme de la fábrica? ¿Mitri tenía parte en ella?

—Debía de tenerla.

—¿Por qué?

—Venía de vez en cuando a preparar una fórmula o a decir a su cuñado qué aspecto debía tener un medicamento. Tenían que asegurarse de que cada cosa parecía lo que debía parecer. —Miró a Brunetti y agregó—: No es que esté del todo seguro, pero yo diría que por eso venía.

—¿Con qué frecuencia?

—Una vez al mes, quizá más.

—¿Cómo se llevaban? —Y, para evitar que Sandi preguntara quién, agregó—: Bonaventura y Mitri.

Sandi pensó la respuesta.

—No muy bien. Mitri estaba casado con la hermana del otro, y tenían que aguantarse, pero no creo que a ninguno de los dos le gustara.

—¿Y qué hay del asesinato de Mitri? ¿Qué es lo que sabe?

Sandi agitó la cabeza repetidamente.

—Nada. Nada en absoluto.

Brunetti dejó pasar un largo momento antes de preguntar:

—¿Y en la fábrica, se hablaba?

—Siempre se habla.

—Del asesinato,
signor
Sandi. ¿Se hablaba del asesinato?

Sandi callaba, tratando de recordar, o quizá sopesando posibilidades. Finalmente, musitó:

—Se hablaba de que Mitri quería comprar la fábrica.

—¿Por qué?

—¿Se refiere a por qué se hablaba o por qué quería comprarla?

Brunetti suspiró profundamente y dijo con calma:

—¿Por qué quería comprarla?

—Porque la llevaba mucho mejor que Bonaventura. Él no sabía dirigirla. La gente no cobraba puntualmente. El descontrol era total. Yo nunca sabía cuándo estaría lista la carga para el embarque. —Sandi movió la cabeza a derecha e izquierda apretando los labios en gesto de desagrado, la estampa del contable metódico ante el desbarajuste administrativo.

—Dice que es usted el encargado de la fábrica,
signor
Sandi. —Éste asintió—. Yo diría que sabía usted más sobre su funcionamiento que el mismo dueño.

Sandi volvió a mover la cabeza afirmativamente, como si le halagara que alguien se hubiera dado cuenta de esto.

Sonó un golpe en la puerta, que se abrió una rendija, y Brunetti vio a Della Corte en el pasillo llamándole por señas. Cuando Brunetti salió, el otro le dijo:

—Ha venido la mujer.

—¿La mujer de Bonaventura? —preguntó Brunetti.

—No; la de Mitri.

Capítulo 25

—¿Cómo que ha venido? —preguntó Brunetti. Al ver la confusión que la pregunta provocaba en Della Corte, explicó—: Quiero decir, cómo se le ha ocurrido venir.

—Dice que estaba con la esposa de Bonaventura y que, al enterarse de que había sido arrestado, ha decidido venir.

Los sucesos de la mañana habían distorsionado la noción del tiempo de Brunetti, que ahora, al mirar el reloj, se sorprendió de que fueran casi las dos. Habían transcurrido horas desde que había llevado a los dos hombres al puesto de policía, pero, absorto como estaba en sus pesquisas, ni se había enterado. De pronto, se le despertó un fuerte apetito y sintió cosquilleo en todo el cuerpo, como si le hubieran conectado una leve corriente eléctrica.

Su primer impulso fue el de ir a hablar con la mujer inmediatamente, pero comprendió que sería inútil si antes no comía algo o conseguía calmar de algún modo los calambres que le recorrían el cuerpo. ¿Eran ya los años la causa de esta sensación, o serían los nervios, o acaso debía preocuparlo la posibilidad de que fuera algo peor, el anuncio de algún trastorno físico?

—Tengo que comer algo —dijo a Della Corte, que no pudo disimular la sorpresa al oír sus palabras.

—En la esquina hay un bar donde te harán un sándwich. —Salió con Brunetti a la puerta del edificio, desde donde le señaló el bar y, diciendo que tenía que hacer una llamada a Padua, volvió a entrar. Brunetti recorrió la media manzana hasta el bar, donde tomó un sándwich del que no hubiera podido decir qué sabor tenía y dos vasos de agua mineral que no le quitaron la sed. Por lo menos, aquello puso fin a los temblores y se sintió más dueño de sí, aunque no dejaba de preocuparlo que hubiera sido tan fuerte su reacción física a los hechos de la mañana.

De vuelta en la
questura,
pidió el número del
telefonino
de Palmieri. Cuando lo tuvo, llamó a la
signorina
Elettra y le dijo que dejara lo que estuviera haciendo y le consiguiera una lista de todas las llamadas hechas durante las dos semanas anteriores, a y desde el móvil de Palmieri y los domicilios de Mitri y Bonaventura. Le pidió luego que aguardara un momento y preguntó al agente cuyo teléfono estaba usando adónde habían llevado el cadáver de Palmieri. Cuando el hombre le dijo que estaba en el depósito del hospital local, Brunetti dio instrucciones a la
signorina
Elettra para que se lo comunicara a Rizzardi y enviara inmediatamente a alguien para tomar muestras de tejido corporal. Quería comprobar si coincidía con el hallado en las uñas de Mitri.

Cuando acabó de hablar, Brunetti pidió que lo llevaran a donde estaba la
signora
Mitri. Después de hablar con ella aquella primera y única vez, Brunetti intuyó que la mujer nada podía saber acerca de la muerte de su marido, por lo que no había vuelto a interrogarla. El que ahora se hubiera presentado aquí le hacía dudar de lo acertado de su decisión.

Un agente de uniforme lo recogió en la puerta y lo llevó por un pasillo. El hombre se detuvo delante de la habitación contigua a la que ocupaba Bonaventura.

—El abogado está con él —dijo a Brunetti señalando la puerta de al lado—. La mujer está aquí.

—¿Han venido juntos? —preguntó Brunetti.

—No, señor. Él entró un poco después, y no parecían conocerse.

Brunetti le dio las gracias y se acercó a mirar por el falso espejo. Frente a Bonaventura estaba sentado un hombre del que Brunetti no veía más que la parte posterior de la cabeza y los hombros. Pasó entonces a la otra puerta y observó a la mujer.

Volvió a chocarle su corpulencia. Hoy llevaba un traje de chaqueta de falda recta, sin concesiones a moda ni estilo. Era el traje que habían llevado las mujeres de su tamaño, edad y posición desde hacía décadas y probablemente —ellas u otras como ellas— seguirían llevando en décadas venideras. Apenas iba maquillada y, si aquella mañana se había pintado los labios, ya se había comido la pintura. Tenía las mejillas tan abultadas como si las estuviera hinchando para hacer reír a un niño.

La mujer estaba sentada de cara a la puerta, con las manos entrelazadas en el regazo, las rodillas juntas y los ojos fijos en la ventanilla de la puerta. Parecía mayor que la otra vez, aunque Brunetti no hubiera podido decir por qué. Tuvo la sensación de que ella lo miraba, a pesar de saber que lo único que podía ver era un cristal negro, aparentemente opaco. Ella no pestañeaba, y el primero en desviar la mirada fue Brunetti. Abrió la puerta y entró.

—Buenas tardes,
signora.
—Se acercó a ella con la mano extendida.

Ella lo observaba con expresión neutra y ojos activos. No se levantó sino que se limitó a darle la mano, que no era blanda ni yerta.

Brunetti se sentó frente a ella.

—¿Ha venido a ver a su hermano,
signora?

Sus ojos eran infantiles y reflejaban una confusión que a Brunetti le pareció auténtica. Abrió la boca y se humedeció los labios con una lengua nerviosa.

—Quería preguntarle… —empezó pero no acabó la frase.

—¿Preguntarme,
signora
? —instó Brunetti.

—No sé si debería decir esto a un policía.

—¿Por qué no? —Brunetti inclinó ligeramente el torso hacia ella.

—Porque… —empezó, y se interrumpió. Luego, como si hubiera explicado algo y él lo hubiera entendido, dijo—: Necesito saberlo.

—¿Qué es lo que necesita saber,
signora
? —la apremió él.

Ella apretó los labios y, ante los ojos de Brunetti, se convirtió en una anciana desdentada.

—Necesito saber si lo hizo él —dijo al fin. Entonces, admitiendo otras posibilidades, agregó—: O lo mandó hacer.

—¿Se refiere a la muerte de su esposo?

Ella asintió.

Brunetti, para los micrófonos escondidos y la cinta que estaba grabando todo lo que se decía en la habitación, recalcó:

—¿Piensa que él pudiera ser el responsable de su muerte?

—Yo no… —empezó ella, luego, cambiando de idea, susurró—: Sí —tan suavemente que quizá los micrófonos no lo captaron.

—¿Qué le hace pensar que él pueda estar implicado? —preguntó el comisario.

Ella se revolvió en la silla, con aquel movimiento que Brunetti había observado en las mujeres durante más de cuatro décadas: se levantó a medias alisándose la falda por debajo de las piernas y volvió a sentarse juntando bien tobillos y rodillas.

Durante un momento, dio la impresión de que ella pensaba que aquel gesto ya era suficiente respuesta, por lo que Brunetti insistió:

—¿Por qué cree que él está implicado?

—Se peleaban —dijo ella, dosificando la respuesta.

—¿Por qué?

—Cosas de los negocios.

—¿Podría ser más explícita,
signora
? ¿Qué negocios?

Ella movió la cabeza negativamente varias veces, insistiendo en manifestar ignorancia. Finalmente, dijo:

—Mi marido no me hablaba de sus negocios. Decía que no necesitaba saber nada.

Nuevamente, Brunetti se preguntó cuántas veces habría oído esta frase y cuántas veces se le habría dado esta respuesta para encubrir culpas. Pero creía que esta mujer gruesa decía la verdad: era verosímil que el marido no considerara oportuno tenerla al corriente de su vida profesional. Evocó al hombre que había conocido en el despacho de Patta: elegante, elocuente, casi engolado. Qué mal armonizaba con esta mujer del traje prieto y el pelo teñido. Le miró los pies y vio unos zapatos de tacón robusto que le comprimían los dedos en afilada y dolorosa punta. En el izquierdo, un grueso juanete tensaba la piel con su protuberancia en forma de medio huevo. ¿Sería el matrimonio el misterio supremo?

—¿Cuándo se peleaban?

—Continuamente. Sobre todo, durante el último mes. Algo debió de ocurrir que puso furioso a Paolo. Nunca se habían llevado bien, pero tenían que transigir, por la familia y por el negocio.

—¿Pasó algo de particular durante el último mes? —preguntó él.

—Tuvieron una disputa, me parece —dijo ella en una voz tan baja que Brunetti, pensando en los futuros oyentes de la cinta, se creyó en la necesidad de recalcar:

—¿Una discusión entre su esposo y su hermano?

—Sí. —Ella asintió repetidamente.

—¿Por qué lo cree?

—Paolo y él se reunieron en casa. Fue dos noches antes de que ocurriera.

—¿De que ocurriera qué,
signora
?

—Antes de que mi marido fuera… antes de que lo mataran.

—Comprendo. ¿Por qué fue la disputa? ¿Los oyó usted?

—Oh, no —dijo ella rápidamente mirándole como si la sorprendiera la sugerencia de que alguien hubiera podido levantar la voz en casa de los Mitri—. Deduje que habían discutido de lo que dijo Paolo cuando subió después de la reunión.

—¿Qué dijo?

—Sólo que era un incompetente.

—¿Se refería a su hermano?

—Sí.

—¿Algo más?

—Que Sandro estaba hundiendo la fábrica, arruinando el negocio.

—¿Sabe de qué fábrica hablaba?

—Pensé que se refería a la de aquí, de Castelfranco.

—¿Y por qué había de interesar eso a su marido?

—Había invertido dinero en ella.

—¿Dinero de él?

Ella movió la cabeza negativamente.

—No.

—¿De quién era el dinero,
signora
?

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