Para un hombre tan fuerte y experimentado como Palmieri, habría sido una maniobra instantánea, seguida, quizá, de un minuto de tensar el cable tirando de cada extremo hasta estrangular la vida de Mitri. Los restos de piel hallados en las uñas de la víctima indicaban que se había resistido, pero desde el momento en que Bonaventura llamó para decirle que le enviaba los papeles, no tenía escapatoria, estaba condenado desde el instante en que Bonaventura había decidido librarse del hombre que amenazaba su fábrica y su sórdido tráfico.
Brunetti ya no recordaba cuántas veces había dicho que de la maldad humana poco o nada podía sorprenderlo, y sin embargo, cada vez que se tropezaba con ella, seguía asombrándolo. Había visto matar por unos miles de liras y por millones de dólares, pero, cualquiera que fuera la suma, aquellas muertes no tenían sentido para él, porque era poner precio a la vida humana y afirmar que la adquisición de riqueza era un bien superior, principio que él no concebía. Ni comprendía que alguien pudiera regirse por él. Entendía por qué lo hacía la gente. Esto era relativamente fácil, y los móviles eran tan diáfanos como diversos: codicia, ambición, celos. Pero, ¿cómo se podía llegar a cometer el acto? Su imaginación no daba para tanto; era demasiado trascendente la acción, las consecuencias desbordaban sus facultades de comprensión.
Brunetti llegó a casa con las ideas confusas. Paola salió del estudio y fue a su encuentro por el pasillo. Al ver la expresión de su cara, dijo:
—Haré una tisana.
Él colgó el abrigo y entró en el cuarto de baño, se lavó las manos y la cara y se miró al espejo. ¿Cómo podía saber semejantes cosas y no tener en la cara alguna señal de este conocimiento? Recordó un poema que Paola le había leído, que trataba de la forma en que el mundo contemplaba el desastre sin sentirse estremecido por él. Los perros, creía recordar que había escrito el poeta, seguían atendiendo sus asuntos perrunos. Como él atendía los suyos.
En la cocina, en el centro de la mesa, sobre una esterilla de rafia, Brunetti vio la tetera de su abuela con dos tazones a un lado y una jarra de miel al otro. Se sentó y Paola sirvió la tisana.
—¿Te viene bien una tila? —preguntó abriendo el tarro de la miel y echando una cucharada en una de las tazas. Él movió la cabeza de arriba abajo y su mujer le acercó la taza con la cuchara dentro. Removió la infusión, aspirando con gusto el humo aromático.
Entonces dijo sin preámbulos:
—Envió a alguien a matarlo y el asesino lo llamó desde la misma casa. —Paola no dijo nada, y procedió con el ritual de echar la miel en su propia taza, ahora, menos colmada la cuchara. Mientras ella removía el líquido, Brunetti prosiguió—: Su esposa, la de Mitri, grababa sus conversaciones con otras mujeres. —Sopló y bebió un sorbo de tila, dejó la taza en la mesa y prosiguió—: Hay una cinta de la llamada. Del asesino a Bonaventura. Este último dice que le dará el resto del dinero al día siguiente.
Paola seguía removiendo con la cuchara como si hubiera olvidado que tenía que beber. Cuando comprendió que Brunetti no tenía más que decir, preguntó:
—¿Será suficiente? ¿Suficiente para condenarlo?
Brunetti asintió.
—Eso espero. Creo que sí. Seguramente, podrán sacar un gráfico de voz de la cinta. Es una grabadora muy sofisticada.
—¿Y la conversación?
—Lo que dicen no deja lugar a duda.
—Ojalá —dijo ella sin dejar de remover.
Brunetti se preguntaba cuál de los dos sería el primero en mencionarlo. La miró, vio las rubias bandas de pelo caer a cada lado de su cara y se sintió conmovido.
—Ya ves que tú no tuviste nada que ver —dijo.
Ella callaba.
—Nada en absoluto —insistió él.
Esta vez ella se encogió de hombros, pero tampoco dijo nada.
Él alargó el brazo por encima de la mesa y le quitó la cuchara, la dejó en el tapete de rafia y le oprimió la mano. Ella no respondía.
—Paola, tú no tuviste absolutamente nada que ver. Lo hubiera matado de todos modos.
—Pero yo se lo puse más fácil.
—¿Te refieres a la nota?
—Sí.
—Hubiera buscado otra cosa. Se hubiera servido de otro pretexto.
—Pero se sirvió de eso. —Su voz era firme—. Si yo no hubiera brindado un móvil, quizá ese hombre no hubiera muerto.
—Eso no lo sabes.
—No, ni lo sabré. Eso es lo que no puedo soportar, no saber. Y siempre me sentiré responsable.
Él hizo una pausa, hasta reunir el valor para preguntar:
—¿Volverías a hacerlo? —Ella no contestaba, y él insistió, porque necesitaba saberlo—: ¿Volverías a tirar aquella piedra?
Ella se quedó pensativa mucho rato, dejando la mano inmóvil bajo la de él. Al fin dijo:
—Si sólo supiera lo que sabía entonces, sí, volvería a hacerlo.
Como él no contestara, ella giró la mano y oprimió la de él interrogativamente. Él miró las manos y luego la miró a ella.
—¿Qué dices? —preguntó Paola.
Él, con voz átona, respondió:
—¿Necesitas que yo lo apruebe?
Ella movió la cabeza negativamente.
—No puedo, ¿comprendes? —dijo él no sin cierta tristeza—. Pero sí puedo decirte que no eres responsable de lo que le ocurrió.
Ella meditó sus palabras.
—Ah, Guido, tú siempre empeñado en remediar los males del mundo.
Él tomó la taza con la mano libre y bebió otro sorbo.
—Y no puedo.
—Pero eso es lo que quieres, ¿verdad?
Él se quedó pensativo y al fin dijo, como el que confiesa una debilidad:
—Sí.
Ella sonrió y volvió a oprimirle la mano.
—Creo que basta con querer.
[1]
En la India, cortina que oculta a las mujeres de la vista de los hombres.
(N. de la t.)