Vianelli levantó la barbilla en un gesto inquisitivo y Brunetti explicó:
—Al parecer, es un asesino a sueldo. Hace años tuvo problemas con un tal Narduzzi.
Vianello movió la
cabeza
de arriba abajo, indicando que conocía el nombre.
—¿Recuerda lo que le ocurrió? —preguntó Brunetti.
—Que murió. Pero no recuerdo cómo.
—Estrangulado, quizá con un cable eléctrico.
—¿Y esos dos? —preguntó Vianello, indicando la documentación con un movimiento de la cabeza.
—Lo mismo.
Vianello puso los papeles encima de los que ya tenía en la mesa y los leyó atentamente.
—De estos dos no sabía nada. A Narduzzi lo asesinaron hará un año, ¿no?
—Sí, en Padua. —Probablemente, la policía de aquella ciudad se alegró de la desaparición de Narduzzi. Desde luego, la investigación del caso no llegó hasta Venecia—. ¿Se le ocurre alguien que pueda saber algo?
—Ese hombre que trabajaba con usted, comisario, el de Padua.
—Della Corte —indicó Brunetti—. Ya había pensado en él. Probablemente, conocerá a varios elementos a los que preguntar. Pero se me ha ocurrido que quizá también usted conociera a alguien.
—A dos —dijo Vianello sin más explicaciones.
—Bien. Pregúnteles.
—¿Qué puedo ofrecerles a cambio, comisario?
Brunetti tuvo que pensar un rato tanto en los favores que podía pedir a otros policías como en los que podía ofrecer él y al fin dijo:
—Diga que les deberé un favor y, si tuvieran algún percance en Padua, también Della Corte se lo debería.
—No es mucho —dijo Vianello con sincero escepticismo.
—Es lo más que van a conseguir.
La hora siguiente estuvo ocupada con llamadas telefónicas a y de Padua, mediante las que Brunetti se comunicó con policías y
carabinieri,
entregado a la delicada tarea de cobrar algunos de los favores que había acumulado en su haber durante sus años de servicio. La mayoría de las llamadas partieron de su despacho con destino a otros despachos. Della Corte accedió a hacer indagaciones en Padua y se dijo dispuesto a secundar a Brunetti en sus ofertas de favores a cambio de ayuda. Terminada esta tanda de llamadas, el comisario salió de la
questura
y se trasladó a una hilera de teléfonos públicos de Riva degli Schiavoni, desde donde gastó unas cuantas tarjetas telefónicas de quince mil liras llamando a los
telefonini
de varios pequeños y no tan pequeños delincuentes con los que había estado en contacto en el pasado.
Él sabía, lo mismo que todos los italianos, que muchas de aquellas llamadas podían ser interceptadas y grabadas —y quizá estuvieran siéndolo en aquel momento— por distintas agencias del Estado, por lo que nunca daba su nombre y hablaba siempre de forma vaga, diciendo tan sólo que cierta persona de Venecia estaba interesada en saber el paradero de Ruggiero Palmieri, aunque, desde luego, no deseaba establecer contacto ni que el
signor
Palmieri se enterase de que alguien se interesaba por él. Su sexta llamada, a un traficante a cuyo hijo Brunetti no había arrestado después de ser atacado por el muchacho al día siguiente de la última condena de su padre, hacía varios años, le dijo que vería lo que podía hacer.
—¿Y Luigino? —preguntó Brunetti, para demostrar que no guardaba rencor.
—Lo he enviado a Estados Unidos. A estudiar empresariales —dijo el padre antes de colgar. Probablemente, esto significaba que la próxima vez Brunetti tendría que arrestar al hijo. O que, quizá, armado de un título en administración de empresas otorgado por una prestigiosa universidad americana, escalaría un alto puesto en la organización, pasando a un plano en el que difícilmente estaría expuesto a ser arrestado por un modesto comisario de policía de Venecia.
Con la última tarjeta, Brunetti llamó a la viuda de Mitri, cuyo número llevaba escrito en un papel y, lo mismo que en su anterior llamada, hecha al día siguiente de la muerte de Mitri, escuchó una grabación que decía que la familia, afligida por la tragedia, no aceptaba mensajes. Se pasó el teléfono al otro oído y hurgó en el bolsillo hasta encontrar un papel en el que había anotado el número del hermano de Mitri, pero tampoco allí obtuvo más respuesta que una grabación. Entonces decidió pasarse por el apartamento de Mitri, para ver si encontraba a algún otro miembro de la familia.
Tomó el 82 hasta San Marcuola y no tardó en encontrar el edificio. Tocó el timbre y casi enseguida oyó una voz masculina que preguntaba quién llamaba. Brunetti respondió que la policía y dio su graduación, pero no el apellido y, al cabo de un momento, la voz le dijo que subiera. La sal seguía entregada a su labor corrosiva, y en la escalera había montoncitos de escamas de pintura y de yeso, como antes.
Arriba, en la puerta del apartamento, había un hombre con traje oscuro. Era alto y muy delgado, con cara enjuta y pelo oscuro y corto que empezaba a encanecer en las sienes. Al ver a Brunetti, dio un paso atrás para dejarle entrar y extendió la mano.
—Soy Sandro Bonaventura —dijo—, el cuñado de Paolo. —Al igual que su hermana, hablaba italiano, no veneciano, aunque era perceptible el acento de la región.
Brunetti le estrechó la mano y, sin dar su nombre todavía, entró en el apartamento. Bonaventura lo llevó hasta una habitación grande situada al extremo de un pasillo corto. El comisario observó que el suelo estaba cubierto de las que debían de ser las tablas de roble originales, no parquet, y que las cortinas de las dobles ventanas parecían de auténtica tela Fortuny.
Bonaventura señaló un sillón y, cuando Brunetti se hubo sentado, tomó asiento frente a él.
—Mi hermana no está —empezó—. Ella y su nieta han ido a pasar unos días con mi esposa.
—Deseaba hablar con ella —dijo Brunetti—. ¿Sabe cuándo volverá?
Bonaventura movió la cabeza negativamente.
—Ella y mi esposa están muy unidas, son casi como hermanas, y le pedimos que viniera a nuestra casa cuando… cuando ocurrió esto. —Se contemplaba las manos moviendo la cabeza lentamente a derecha e izquierda y luego alzó la cara y sostuvo la mirada de Brunetti—. No puedo creer que haya ocurrido esto, y menos a Paolo. No había razón, ninguna razón.
—No suele haberla, cuando una persona entra a robar y se asusta…
—¿Cree que era un ladrón? ¿Y la nota? —preguntó Bonaventura.
Brunetti hizo una pausa antes de contestar.
—Quizá el ladrón lo eligió a causa de la publicidad suscitada por la agencia de viajes. Quizá traía la nota con intención de dejarla después de cometer el robo.
—Pero, ¿por qué tomarse la molestia?
Brunetti no tenía ni la menor idea, y la posibilidad le parecía ridícula.
—Para hacernos creer que no había sido un ladrón profesional —se inventó.
—Eso es imposible —dijo Bonaventura—. Paolo fue asesinado por un fanático que pensó que era responsable de algo que él ni sospechaba que estuviera ocurriendo. Han destrozado la vida de mi hermana. Es absurdo. No me vengan hablando de ladrones que traen notas en el bolsillo ni pierdan el tiempo buscándolos. Tendrían que estar persiguiendo al loco que ha hecho esto.
—¿Su cuñado tenía enemigos? —preguntó Brunetti.
—Desde luego que no.
—Qué extraño.
—¿Qué quiere decir? —exigió Bonaventura inclinando el cuerpo hacia adelante e invadiendo el espacio de Brunetti.
—Por favor, no se ofenda,
signor
Bonaventura. —Brunetti puso entre los dos una mano apaciguadora—. Quiero decir que el
dottor
Mitri era un empresario, y próspero. Más de una vez, habrá tenido que tomar decisiones que hayan molestado o, incluso, indignado a otras personas.
—La gente no mata por haber salido perjudicada en un negocio —insistió Bonaventura.
Brunetti, que había visto muchos casos que demostraban todo lo contrario, calló durante un rato. Y luego:
—¿No recuerda a nadie con quien tuviera dificultades?
—No —respondió Bonaventura instantáneamente y, después de reflexionar, confirmó—: A nadie.
—Ya. ¿Está familiarizado con las empresas de su cuñado? ¿Trabajaba usted con él?
—No. Yo dirijo nuestra fábrica de Castelfranco Veneto, Interfar. Es mía, aunque está a nombre de mi hermana. —Al ver que Brunetti no parecía satisfecho, agregó—: Por motivos fiscales.
Brunetti asintió con un gesto que él estimó sacerdotal. Más de una vez, había pensado que en Italia a una persona se le perdonaba cualquier atrocidad si alegaba que lo había hecho por motivos fiscales. Ya podías liquidar a la familia, pegar un tiro al perro o incendiar la casa del vecino: si decías que lo habías hecho por motivos fiscales, no habría juez ni jurado que te condenara.
—¿El
dottor
Mitri tenía intereses en la fábrica?
—Ninguno, en absoluto.
—¿De qué es la fábrica, si me permite la pregunta?
A Bonaventura no pareció sorprenderle la pregunta.
—No faltaba más. Es un laboratorio de farmacia. Fabricamos aspirina, insulina y productos homeopáticos.
—¿Y usted es farmacéutico, para supervisar los procesos?
Bonaventura titubeó antes de responder.
—No; en absoluto. Yo soy un simple empresario. Me dedico a sumar columnas de cifras, escucho a los científicos que preparan las fórmulas y trato de diseñar estrategias para la buena comercialización.
—¿No se requieren conocimientos de farmacia? —preguntó Brunetti, recordando que Mitri era químico.
—No; mi gestión es puramente administrativa. Lo mismo da que el producto sea calzado, barcos o pegamento.
—Comprendo —dijo Brunetti—. Su cuñado era químico, ¿verdad?
—Sí, en efecto. Había estudiado la carrera y ejerció varios años, al principio de su vida profesional.
—¿Ya no ejercía?
—No; hace años que lo dejó.
—Entonces, ¿qué hacía en sus fábricas? —Brunetti se preguntaba si también Mitri habría priorizado las estrategias de dirección.
Bonaventura se puso en pie.
—Perdone mi brusquedad, comisario, pero tengo muchas cosas que hacer y ésas son preguntas que no puedo contestar. Creo que debería hacérselas a los directores de las fábricas de Paolo. Yo nada sé de sus empresas ni de cómo las administraba. Lo siento.
Brunetti se levantó. Le parecía lógico el argumento. El hecho de que Mitri hubiera estudiado química no influía en su capacidad para dirigir fábricas de otros productos. En el diverso mundo empresarial, ya no era necesario que, para dirigir una sociedad, tuvieras grandes conocimientos de lo que producía. Y, para demostrarlo, ahí estaba Patta, concluyó.
—Muchas gracias por su tiempo —dijo volviendo a extender la mano a Bonaventura, que se la estrechó y lo acompañó a la puerta, donde se despidieron, y Brunetti se dirigió a la
questura
por las estrechas calles de Cannaregio, el que, para él, era el barrio más bello de la ciudad. Lo que significaba, supuso, el más bello del mundo.
Cuando llegó, la mayoría del personal se había ido a almorzar, por lo que tuvo que contentarse con dejar una nota en la mesa de la
signorina
Elettra en la que le pedía que viera qué podía encontrar sobre Alessandro Bonaventura, el cuñado de Mitri. Cuando se irguió y se tomó la libertad de abrir el cajón de arriba para guardar el lápiz que había utilizado, pensó en cómo le gustaría dejarle un e-mail. No tenía ni idea de cómo se hacía, pero sería muy agradable, aunque no fuera más que para demostrarle que no era el cavernícola de la informática por el que ella le tenía. Al fin y al cabo, si Vianello había aprendido, no había razón por la que él no pudiera llegar a manejar un ordenador. Era licenciado en derecho, y para algo tenía que contar esto.
Miró el ordenador: estaba mudo, las «tostadoras» quietas y la pantalla oscura. ¿Sería muy difícil? Pero entonces se le ocurrió la idea salvadora: quizá, al igual que Mitri, él fuera más apto para mover los hilos entre bastidores que para hacer funcionar las máquinas. Con la conciencia reconfortada por este bálsamo, bajó al bar del puente a tomar un
tramezzino
y una copa de vino y esperar a que los otros volvieran de almorzar.
Eran ya cerca de las cuatro cuando volvieron, pero Brunetti, que hacía tiempo que había dejado de hacerse ilusiones acerca de la laboriosidad de las personas con las que trabajaba, esperó leyendo el periódico sentado tranquilamente en su despacho más de una hora. Hasta tuvo tiempo de consultar su horóscopo, preguntándose con curiosidad quién sería la rubia desconocida que entraría en su vida y felicitándose del anuncio de que «en breve recibiría buenas noticias». Ya sería hora.
Poco después de las cuatro, sonó el intercomunicador, y Brunetti descolgó, seguro de que sería Patta, aunque le sorprendía que la actividad empezara tan pronto y le intrigaba qué pudiera querer el
vicequestore.
—¿Podría bajar a mi despacho, comisario? —preguntó su superior, y Brunetti, cortésmente, le contestó que ahora mismo bajaba.
La chaqueta de la
signorina
Elettra estaba colgada del respaldo de la silla y en la pantalla del ordenador había una lista de nombres y números pulcramente dispuestos en columnas, pero ella no estaba. Brunetti llamó a la puerta de Patta y, al oír la voz de su jefe, entró en el despacho.
Y allí vio a la
signorina
Elettra, sentada delante de la mesa de Patta, con las rodillas recatadamente juntas, el bloc en el regazo y la mano que sostenía el lápiz levantada, mientras flotaba en el aire la última palabra de Patta, que no había anotado, puesto que era el
Avanti
con el que el
vicequestore
había invitado a entrar a Brunetti.
Patta apenas se dio por enterado de la llegada del comisario, al que dedicó un levísimo movimiento de cabeza antes de seguir dictando.
—«Y sírvase comunicarles que no deseo…» No, mejor «que no toleraré…». Resulta más enérgico, ¿no le parece,
signorina
?
—Desde luego,
vicequestore
—dijo ella mirando sus signos.
—«No toleraré» —prosiguió Patta— «el continuo uso de las embarcaciones y vehículos de la policía en viajes no autorizados. Si un miembro del personal…» —Aquí se interrumpió para decir en tono más natural—: ¿Hará el favor de comprobar cuáles son las categorías que tienen derecho a utilizar las lanchas y los coches y especificarlas,
signorina
?
—Desde luego,
vicequestore.