—¿Quiénes?
—Guido —dijo el conde con una voz que se había enfriado varios grados—, aunque lo supiera, tampoco te lo diría. Pero la verdad es que no lo recuerdo. En realidad, no era algo que dijera una persona determinada sino más bien una insinuación implícita de que lo ocurrido no ha sido una completa sorpresa. No puedo decirte más.
—Está la nota —dijo Brunetti. Desde luego, esto era suficiente para hacer pensar a la gente que Mitri, de algún modo, estaba implicado en la violencia que había acabado con su vida.
—Sí, desde luego. —El conde hizo una pausa y agregó—: Eso podría explicarlo. ¿Tú qué opinas?
—¿Por qué me lo preguntas?
—Porque no quiero que mi hija tenga que pensar durante el resto de su vida que ella hizo algo que provocó el asesinato de un hombre.
Un deseo que Brunetti compartía con fervor.
—¿Ella qué dice de eso? —preguntó el conde.
—Anoche dijo que lo sentía, que se arrepentía de haber empezado esto.
—¿Y tú crees que lo empezó ella?
—No lo sé —reconoció Brunetti—. Hoy en día anda suelto mucho chiflado.
—Ya hay que estar loco para matar a alguien porque tiene una agencia de viajes de turismo.
—Turismo sexual —puntualizó Brunetti.
—Turismo sexual o turismo a las pirámides —fue la respuesta del conde—. La gente no va por ahí matando por eso, sea lo que fuere.
Brunetti tuvo que morderse la lengua para no replicar que, normalmente, la gente tampoco va por ahí rompiendo escaparates a pedradas y sólo dijo:
—La gente hace muchas cosas por motivos disparatados, por lo que no creo que debamos excluir la posibilidad.
—¿Pero tú lo crees? —insistió el conde y, de la tensión de su voz, Brunetti dedujo lo mucho que le costaba hacer a su yerno esta pregunta.
—Como te he dicho, no quiero creerlo —respondió Brunetti—. No estoy seguro de que sea lo mismo, pero significa que no estoy dispuesto a creerlo a no ser que encontremos una buena razón para ello.
—¿Y cuál sería esa razón?
—Un sospechoso. —Él mismo estaba casado con la única sospechosa, y sabía que, a la hora en que se cometió el asesinato, ella estaba sentada a su lado, de modo que sólo quedaba la posibilidad de que el asesino fuera un desequilibrado que arremetía contra el turismo sexual por este medio o alguien que actuaba con otro motivo, amparándose en este pretexto. Brunetti estaba ansioso de encontrar a uno u otro, pero encontrar a alguien—. Si te enteras de algo más concreto, ¿me lo dirás? —preguntó. Antes de que el conde pudiera poner condiciones, agregó—: No hace falta que especifiques quién lo ha dicho, sólo lo que ha dicho.
—De acuerdo —convino el conde—. ¿Y tú me dirás cómo está Paola?
—¿Por qué no la llamas? Llévala a almorzar. Haz algo que la anime.
—Buena idea, Guido. Así lo haré. —Pasó el tiempo, y Brunetti ya pensaba que el conde había colgado sin más, cuando volvió a oír la voz de su suegro—: Ojalá encuentres al que lo ha hecho. Haré cuanto pueda para ayudarte.
—Gracias —dijo Brunetti.
Ahora el conde sí colgó el teléfono.
Brunetti abrió el cajón y sacó la fotocopia de la nota hallada junto a Mitri. ¿Por qué, la acusación de pedofilia? ¿Y a quién se acusaba, a Mitri individualmente o al Mitri dueño de una agencia de viajes que procuraba los medios? Si el asesino estaba tan loco como para escribir aquello y luego asesinar al hombre al que estaban dirigidas las amenazas, ¿podía ser alguien a quien una persona como Mitri dejara entrar en su apartamento por la noche? A pesar de saber que semejante prejuicio era arcaico, Brunetti opinaba que, en general, las personas gravemente perturbadas daban claras señales de estarlo. Para convencerse, no había más que pensar en los individuos que veía deambular en torno al
palazzo
Boldù a primera hora de la mañana.
Pero esta persona había conseguido entrar en el apartamento de Mitri. Luego, él —o ella, concedía Brunetti, aunque no consideraba que ésta fuera una posibilidad real, otro de sus prejuicios— se las había ingeniado para tranquilizar a Mitri lo suficiente como para que éste se volviera de espaldas, permitiéndole rodearle el cuello con el cable fatal, o el cordón, o lo que fuera. Y había llegado y se había marchado sin ser visto: ningún vecino —y todos habían sido interrogados— había visto nada extraño aquella noche; la mayoría estaban en casa y no se enteraron de que había ocurrido algo hasta que la
signora
Mitri salió a la escalera gritando.
No; a Brunetti esto no le parecía el acto de un loco, ni de un individuo que pudiera dejar una nota tan incoherente. Además, le parecía una incongruencia flagrante que una persona decidida a luchar contra la injusticia —como Paola, ejemplo que le vino a la cabeza espontáneamente— cometiera un asesinato para combatirla.
Este razonamiento le hizo descartar a locos, fanáticos y exaltados, por lo que al fin no le quedó sino la pregunta clave en toda investigación de un asesinato:
cui bono?
Ello hacía aún más remota la posibilidad de que la muerte de Mitri estuviera relacionada con las actividades de la agencia de viajes. Su muerte no cambiaría nada. El revuelo publicitario se calmaría pronto. Incluso era posible que el
signor
Dorandi se beneficiara de él, aunque sólo fuera porque el asesinato había dado a conocer el nombre de la agencia; y desde luego él había sabido aprovechar la tribuna que le brindaba la prensa para manifestar su espanto y horror ante la sola idea del turismo sexual.
Otro móvil entonces. Brunetti bajó la cabeza y contempló la copia del mensaje redactado con letras recortadas. Otro móvil.
—Sexo o dinero —dijo en voz alta, y oyó la exclamación de sorpresa de la
signorina
Elettra, que había entrado sin que él lo advirtiera y estaba delante de su escritorio, con una carpeta en la mano derecha.
Él la miró con una sonrisa.
—¿Decía, comisario?
—Por eso lo mataron,
signorina.
Por sexo o por dinero.
Ella entendió al momento.
—Las dos cosas son siempre de buen gusto —dijo ella dejando la carpeta en la mesa—. Esto trata de la segunda.
—¿Y a quién se refiere?
—A los dos. —Hizo un gesto de desagrado—. No encuentro sentido a las cifras, quiero decir a las del
dottor
Mitri.
—¿En qué aspecto? —preguntó Brunetti, pensando que, si la
signorina
Elettra no entendía los números, menos los entendería él.
—Era riquísimo.
Brunetti, que había estado, en su casa, asintió.
—Pero ni las fábricas ni las otras empresas que poseía dan tanto dinero.
Era un fenómeno bastante corriente, pensó Brunetti. A juzgar por la declaración de ingresos, en Italia nadie ganaba lo suficiente para vivir; era una nación de pobres, que podían subsistir gracias a que daban la vuelta al cuello de la camisa, apuraban el calzado hasta que se caía a pedazos y comían berzas. No obstante, los restaurantes estaban llenos de gente bien trajeada, todo el mundo conducía coche nuevo y los aeropuertos despachaban sin cesar aviones cargados de felices turistas.
Go figure,
como solía decir un americano amigo suyo: Ve a saber.
—Nunca hubiera imaginado que eso pudiera sorprenderla —dijo Brunetti.
—No estoy sorprendida. Quien más quien menos, todos defraudamos en los impuestos. Pero he repasado las cifras de las empresas y parecen correctas. Es decir, ninguna le da mucho más de unos veinte millones de liras al año.
—Lo que hace un total de…
—Unos doscientos millones al año.
—¿De beneficio?
—Es lo declarado —respondió ella—. Deducidos los impuestos, queda en la mitad.
Era bastante más de lo que ganaba Brunetti al año, lo que no significaba una vida de pobreza, ni mucho menos.
—¿Por qué está tan segura? —preguntó.
—Porque también he repasado los cargos a la tarjeta de crédito. —Señaló la carpeta con un movimiento del mentón—. Y no son los gastos de un hombre que ganara tan poco.
Brunetti, sin saber cómo tomar aquel desdeñoso «tan poco», preguntó:
—¿Cuánto gastaba? —La invitó a sentarse con un ademán.
Recogiéndose la larga falda, ella se sentó en el borde de la silla, sin rozar siquiera el respaldo con la espina dorsal y agitó la mano ante sí.
—No recuerdo la cantidad exacta. Creo que más de cincuenta millones. De modo que, si le suma los gastos de la casa y de manutención estrictamente, no se entiende cómo podía tener casi mil millones de liras en cuentas de ahorro y valores.
—Quizá le tocó la lotería —apuntó Brunetti con una sonrisa.
—La lotería no le toca a nadie —contestó la
signorina
Elettra sin sonreír.
—¿Por qué tendría tanto dinero en el banco? —preguntó Brunetti.
—Nadie cuenta con morirse, supongo. Pero no lo tenía inactivo. Una parte de ese dinero desapareció durante el último año.
—¿Y adonde habrá ido?
Ella se encogió de hombros.
—Imagino que a donde suele ir el dinero que desaparece: a Suiza, a Luxemburgo, a las islas anglonormandas.
—¿Cuánto?
—Unos quinientos millones.
Brunetti miró la carpeta pero no la abrió. Luego miró a la joven.
—¿Podría averiguarlo?
—En realidad, aún no he empezado a buscar, comisario. Es decir, he empezado, pero sólo por encima. Aún no he reventado cajones ni revuelto en documentos privados.
—¿Cree que tendrá tiempo de hacer eso?
Brunetti no recordaba cuándo había sido la última vez que había ofrecido un caramelo a un niño, pero recordaba vagamente una sonrisa muy parecida a la que ahora le dedicó la
signorina
Elettra.
—Nada me produciría mayor satisfacción —dijo, sorprendiéndolo sólo por su retórica, no por su respuesta. Ella se puso en pie, con prisa por marcharse.
—¿Y Zambino?
—Nada de nada. Nunca había visto unas cuentas tan claras y tan… —Se interrumpió, buscando la palabra adecuada—… honradas —dijo, sin poder ocultar la extrañeza que le producía el sonido de la última palabra—. Nunca.
—¿Sabe algo de él?
—¿Personalmente? —Brunetti asintió, pero ella, en lugar de responder, preguntó—: ¿Por qué desea saberlo?
—No tengo una razón especial —respondió él y entonces preguntó, intrigado por su aparente resistencia—. ¿La tiene usted?
—Es paciente de Barbara.
Él reflexionó. Conocía a la
signorina
Elettra lo bastante como para saber que nunca revelaría algo que ella considerara que pertenecía al ámbito familiar, como era cualquier información protegida por el secreto profesional de su hermana, y optó por cambiar de terreno.
—¿Y profesionalmente?
—Tengo amigos que han utilizado sus servicios.
—¿De abogado?
—Sí.
—¿Por qué? Qué clase de casos, quiero decir.
—¿Recuerda cuando atacaron a Lily? —preguntó ella.
Brunetti recordaba el caso, un caso que le había dejado mudo de rabia. Hacía tres años, la arquitecta Lily Vitale había sido atacada cuando regresaba a su casa al salir de la ópera, en lo que pudo empezar como un simple intento de atraco y acabó en una violenta agresión, con varios golpes a la cara y fractura del tabique nasal. No hubo robo, el bolso fue hallado intacto a su lado por las personas que salieron a la calle al oír sus gritos.
Su atacante fue detenido aquella misma noche e identificado como el mismo que había intentado violar por lo menos a otras tres mujeres de la ciudad. Pero nunca había robado nada y, en realidad, era incapaz de violar, por lo que fue sentenciado a tres meses de arresto domiciliario, aunque no sin que su madre y su novia declararan en el juicio ensalzando sus virtudes, su lealtad y su integridad.
—Lily presentó demanda civil por daños. Zambino era su abogado.
Brunetti no sabía esto.
—¿Y qué pasó?
—Que perdió.
—¿Por qué?
—Porque no hubo intento de robo. Lo único que él hizo fue romperle la nariz, y el juez no creyó que esto fuera tan grave como robar un bolso. De modo que ni siquiera concedió daños. Dijo que el arresto domiciliario era castigo suficiente.
—¿Y Lily?
La
signorina
Elettra se encogió de hombros.
—Ya no sale sola de casa, apenas hace vida social.
Actualmente, el joven estaba en la cárcel por haber apuñalado a su novia, pero Brunetti no creía que esto sirviera de consuelo a Lily, ni que cambiara las cosas.
—¿Cómo reaccionó el abogado a la pérdida del caso?
—No lo sé. Lily no dijo nada. —Sin más explicaciones, se levantó—. Iré a ver lo que encuentro —dijo, recordando a Brunetti que lo que ahora importaba era Mitri y no una mujer acobardada.
—Sí, muchas gracias. Y yo creo que iré a hablar con el
avvocato
Zambino.
—Como usted crea conveniente, comisario. —Fue hacia la puerta—. Pero piense que, si hay en el mundo una persona intachable, es él. —Como se daba el caso de que la tal persona era abogado, Brunetti dio a esta opinión el mismo valor que daba a los balbuceos de los locos que deambulaban por delante del
palazzo
Boldù.
Brunetti decidió no hacerse acompañar por Vianello al bufete del abogado, para que su visita pareciera más casual, aunque no creía que un hombre tan familiarizado con la justicia y su funcionamiento como Zambino se impresionara al ver un uniforme. Pensando en una cita que solía utilizar Paola, la frase que describe a uno de los peregrinos de Chaucer, el Hombre de la Ley: «Parecía más atareado de lo que estaba», creyó prudente llamar al
avvocato
anunciando su visita, a fin de ahorrarse la espera mientras el otro despachaba sus quehaceres. El pasante o quien fuera el que contestó al teléfono, dijo que el abogado estaría a disposición del comisario dentro de media hora.
El bufete estaba en
campo
San Polo, circunstancia que permitiría a Brunetti terminar el trabajo de la mañana cerca de su casa y disponer de mucho tiempo para el almuerzo. Llamó a Paola para decírselo. Ninguno de los dos habló de algo que no fuera horario y menú.
Cuando colgó el teléfono, Brunetti bajó al despacho de los agentes, donde encontró a Vianello sentado ante su mesa leyendo el diario de la mañana. Al oír a Brunetti, el sargento levantó la mirada y cerró el periódico.
—¿Algo de particular? —preguntó Brunetti—. No he tenido tiempo de leerlos.