El peor remedio (6 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: El peor remedio
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—Entonces, ¿por qué?

Ella movió la cabeza de derecha a izquierda con impaciencia.

—Quizá no lo entiendes porque eres hombre.

Por primera vez desde que había entrado en el estudio, él sintió irritación.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que hombres y mujeres vemos estas cosas de distinta manera. Y así será siempre.

—¿Por qué? —Su voz era serena, pero los dos sabían que ahora había tensión entre ellos.

—Porque, por más que intentes comprender lo que eso significa, siempre estarás haciendo un ejercicio de imaginación. Es algo que a ti, Guido, no puede ocurrirte. Tú eres grande y fuerte y, desde que eras niño, has estado familiarizado con cierta violencia: el fútbol, las peleas con otros chicos, en tu caso, el entrenamiento de policía.

Ella vio que estaba perdiendo su atención. Él ya había oído esto otras veces, y no lo había creído. Ella pensaba que no quería creerlo, pero esto nunca se lo había dicho.

—Para nosotras, las mujeres, es muy distinto —prosiguió—. Durante toda la vida se nos hace temer la violencia, siempre se nos induce a evitarla. A pesar de todo, cada una de nosotras sabe que lo que les pasa a esas criaturas de Cambodia, de Tailandia o de las Filipinas también podría habernos pasado a nosotras, y aún podría pasarnos. Sencillamente, Guido, vosotros sois grandes y nosotras somos pequeñas.

Él no respondió y ella continuó:

—Guido, hace años que hablamos de esto y nunca hemos conseguido ponernos de acuerdo. Ahora tampoco. —Hizo una pausa y preguntó—: ¿Quieres escuchar dos cosas más y después yo te escucho a ti?

Brunetti deseaba hacer que su voz sonara cordial, franca y aquiescente, quería decir: «Por supuesto», pero sólo le salió un ronco:

—Sí.

—Piensa en ese inmundo artículo de la revista. Es uno de los medios de información más importantes del país, y en ella un sociólogo, que no sé dónde enseñará pero seguro que es una universidad importante, por lo que se le considera un especialista y la gente se cree lo que escribe, un sociólogo se permite afirmar que los pedófilos aman a los niños. Y puede decirlo porque a los hombres les conviene que la gente lo crea así. Y los hombres gobiernan el país.

Ella se interrumpió un momento y agregó:

—No sé muy bien si esto tiene algo que ver con lo que estamos hablando, pero yo pienso que otra de las causas del abismo que nos separa, no sólo a nosotros dos, Guido, sino a los hombres y mujeres en general, es que la idea de que el sexo pueda ser una experiencia desagradable es plausible para todas las mujeres pero inconcebible para la mayoría de los hombres. —Cuando vio que él iba a protestar, dijo—: Guido, no existe ni una sola mujer que pueda creerse ni por un momento que los pedófilos aman a los niños. Los desean o quieren dominarlos, pero esto no tiene nada que ver con el amor.

Entonces ella lo miró y vio que él tenía la cabeza baja.

—Ésta es la segunda cosa que quiero decir, querido Guido al que amo con toda mi alma. Así es como lo vemos nosotras, la mayoría de las mujeres. El amor no es deseo ni ansia de dominio. —Calló y se miró la mano derecha, que frotaba maquinalmente la cutícula del pulgar—. Y eso es todo, me parece. Fin del sermón.

Se hizo el silencio, hasta que Brunetti lo rompió, pero tímidamente.

—¿Crees que todos los hombres piensan así o sólo algunos? —preguntó.

—Sólo algunos, supongo. Los buenos, como tú, Guido, que eres un hombre bueno, no. —Pero enseguida agregó, sin darle tiempo a contestar—: Aunque los buenos tampoco piensan como nosotras, las mujeres. No creo que la noción del amor como deseo y violencia y dominación les sea tan extraña como nos lo es a nosotras.

—¿A todas? ¿Extraña a todas las mujeres?

—Ojalá. No; a todas, no.

Él levantó la cabeza y la miró.

—¿Así pues, hemos resuelto algo?

—No lo sé. Pero quiero que sepas lo serio que esto es para mí.

—¿Y si yo te pidiera que lo dejaras, que no hicieras nada más?

Ella cerró la boca y apretó los labios en un gesto que él había visto durante décadas. Meneó la cabeza sin decir nada.

—¿Eso quiere decir que no lo dejarás o que no quieres que te lo pida?

—Las dos cosas.

—Pues tengo que pedírtelo y te lo pido. —Él levantó una mano para atajar su respuesta—. No, Paola, no digas nada, sé lo que vas a decir y no quiero oírlo. Pero recuerda, por favor, que te he pedido que no lo hagas. No por mí ni por mi carrera, valga lo que valga. Sino porque creo que lo que haces y lo que piensas que debe hacerse está mal.

—Lo sé. —Ella se puso en pie. Antes de que pudiera apartarse de la mesa, él añadió:

—También yo te quiero con toda mi alma. Y siempre te querré.

—Ah, da gusto oír eso, y saberlo. —Él percibió el alivio en su voz, y una larga experiencia le decía que ahora seguiría un comentario jocoso. Ella, que en todos los años de su vida, nunca lo había defraudado, tampoco ahora lo defraudó—. Entonces podemos poner sin miedo cuchillos en la mesa a la hora de cenar.

Capítulo 6

A la mañana siguiente, Brunetti no siguió el itinerario habitual para ir a la
questura
sino que, después de cruzar el puente de Rialto, torció a la derecha. Todo el mundo decía que Rosa Salva era uno de los mejores bares de la ciudad. A Brunetti le gustaban sobre todo sus pasteles de
ricotta.
Entró en el establecimiento, pidió café y una pasta e intercambió frases y saludos con clientes conocidos.

Al salir del bar, tomó por la calle della Mandola hacia
campo
San Stefano, ruta que lo llevaría a la
piazza
San Marco. El primer
campo
que cruzó era Manin, donde cuatro hombres estaban descargando de un barco una gran placa de vidrio. Una carretilla especial aguardaba para transportarla a la agencia de viajes donde debía ser instalada.

Brunetti se unió al grupo de curiosos que se había congregado para ver cómo trasladaban la luna a través del
campo.
Los hombres habían puesto unas mantas entre el vidrio y el bastidor de madera que lo sostenía en posición vertical. Se situaron dos a cada lado para empujar la carretilla y llevar la luna hasta el hueco que debía cerrar.

Mientras los hombres cruzaban el
campo,
los espectadores hacían conjeturas.

—Han sido los gitanos.

—No; un antiguo empleado, que ha vuelto con una pistola.

—Dicen que lo ha hecho el dueño, para cobrar el seguro.

—Qué estupidez; ahí ha caído un rayo.

Como suele ocurrir, cada uno estaba convencido de la autenticidad de su versión y no tenía para las ajenas más que desdén.

Cuando el carro llegó frente al escaparate, Brunetti se apartó del pequeño grupo y siguió su camino.

Al llegar a la
questura,
pasó por la oficina de los policías de uniforme y pidió los informes de las incidencias de la noche. Era poco lo que había ocurrido y nada que le interesara. En su despacho, dedicó la mayor parte de la mañana al proceso, al parecer, interminable, de pasar papeles de un lado al otro de la mesa. Hacía años, en su banco le habían dicho que estaban obligados a guardar copia de todas las transacciones, por insignificantes que fueran, durante diez años.

Sus ojos, siguiendo al pensamiento, se apartaron de la hoja que tenían delante y, sin darse cuenta, Brunetti se encontró contemplando una Italia que estaba cubierta, hasta la altura del tobillo de un hombre, de una capa de informes, fotocopias, copias carbón y vales de caja de bares, tiendas y farmacias. Y, en este mar de papel, una carta aún tardaba dos semanas en llegar a Roma.

De estos pensamientos lo sacó la entrada del sargento Vianello, que venía a decirle que había conseguido concertar una entrevista con uno de los pequeños delincuentes que a veces les pasaban información. El hombre había dicho a Vianello que tenía algo interesante que ofrecer, pero como no quería ser visto en dependencias de la policía, Brunetti tendría que encontrarse con él en un bar de Mestre, lo que significaba que, después del almuerzo, el comisario debería tomar el tren hasta Mestre y luego un autobús. El bar no era la clase de local al que se podía llegar en taxi.

Tal como se figuraba Brunetti, no sacó nada en limpio de la entrevista. El chico había leído en los periódicos que el Gobierno daba dinero a los que denunciaban a la Mafia y testificaban contra ella, y pretendía que Brunetti le adelantara cinco millones de liras. Una idea absurda y una pérdida de tiempo. Por lo menos, el viaje lo había mantenido distraído hasta después de las cuatro, hora en que llegó al despacho, donde encontró a Vianello esperándolo, muy alterado.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Brunetti al ver la cara del sargento.

—Ese hombre de Treviso.

—¿Iacovantuono ?

—Sí.

—¿Qué hay? ¿Ha decidido no venir?

—Su mujer ha muerto.

—¿Cómo ha muerto?

—Se ha desnucado al caer por la escalera de su casa.

—¿Cuántos años tenía?

—Treinta y cinco.

—¿Algún problema de salud?

—Ninguno.

—¿Hay testigos?

Vianello movió la cabeza negativamente.

—¿Quién la ha encontrado?

—Un vecino que iba a casa a almorzar.

—¿No ha visto nada?

Nuevamente, Vianello denegó con un movimiento de la cabeza.

—¿Cuándo ha sido?

—Dice el hombre que quizá ella aún vivía cuando la ha encontrado, poco antes de la una. Pero no está seguro.

—¿La mujer ha dicho algo?

—Él ha llamado al 113, pero cuando la ambulancia ha llegado ya había muerto.

—¿Han hablado con los vecinos?

—¿Quién?

—La policía de Treviso.

—No han hablado con nadie.

—¿Y se puede saber por qué no?

—Lo consideran un accidente.

—Naturalmente que tenía que parecer un accidente —estalló Brunetti. Como Vianello no decía nada, preguntó—: ¿Ya han hablado con el marido?

—Él estaba trabajando cuando ocurrió.

—Sí, pero, ¿han hablado con él?

—Yo diría que no, comisario, aparte de comunicarle lo ocurrido.

—¿Podemos disponer de un coche? —preguntó Brunetti.

Vianello levantó el teléfono, marcó un número y habló unos momentos. Después de colgar dijo:

—Habrá un coche esperándonos en
piazzale
Roma a las cinco y treinta.

—Llamaré a mi esposa.

Paola no estaba en casa, y Brunetti pidió a Chiara que dijera a su madre que él tenía que ir a Treviso y que seguramente llegaría tarde.

Durante sus más de dos décadas de policía, Brunetti había desarrollado una intuición casi infalible para detectar el fracaso mucho antes de que fuera aparente. Ya antes de que él y Vianello salieran de la
questura,
sabía que el viaje a Treviso sería inútil y que cualquier posibilidad que hubiera podido existir de que Iacovantuono testificara, había muerto con su mujer.

Eran más de las siete cuando llegaron a Treviso, las ocho cuando consiguieron convencer a Iacovantuono para que hablara con ellos y las diez cuando, finalmente, aceptaron su negativa a tener más tratos con la policía. Lo único de toda la actividad de la noche que procuró a Brunetti una brizna, si no de satisfacción, por lo menos, de ecuanimidad, fue su propia renuncia a hacer a Iacovantuono la pregunta retórica de qué les ocurriría a los hijos de todos ellos si él no testificaba. Lo que les ocurriría era evidente, cuando menos evidente según la lectura que Brunetti hacía de los hechos: que los hijos y el padre seguirían vivos. Sintiéndose un perfecto imbécil ante el
pizzaiolo
que lo miraba con ojos enrojecidos, le dio su tarjeta antes de volver con Vianello al coche.

El conductor, después de tan larga espera, estaba de mal humor, por lo que Brunetti propuso parar a cenar durante el viaje de vuelta, a pesar de que comprendía que ello retrasaría su llegada a casa hasta mucho después de medianoche. Finalmente, el coche los dejaba a él y a Vianello en
piazzale
Roma poco antes de la una, y Brunetti, fatigado, decidió tomar un
vaporetto
en lugar de ir a casa andando. Él y Vianello charlaban de cosas triviales en el embarcadero y después, en la cabina, mientras la embarcación remontaba majestuosamente la vía navegable más bella del mundo.

Brunetti desembarcó en San Silvestro, indiferente al magnífico escenario de Venecia a la luz de la luna. No deseaba más que encontrarse en su cama, al lado de su mujer, y olvidarse de los ojos tristes y desengañados de Iacovantuono. Colgó el abrigo en el recibidor y recorrió el pasillo hacia el dormitorio. No había luz en las habitaciones de los chicos, pero aun así se asomó para asegurarse de que dormían.

Abrió la puerta de su dormitorio sigilosamente, con intención de desnudarse con la claridad que llegaba del pasillo, para no despertar a Paola. Precaución inútil: la cama estaba vacía. Aunque no veía luz por la rendija de debajo de la puerta del estudio, la abrió para confirmar su certeza de que ella no estaba. Tampoco estaba encendida ninguna otra lámpara de la casa, pero fue a la sala, con la leve esperanza —aunque seguro de que era una esperanza vana— de encontrar a su mujer dormida en el sofá.

En la habitación no había más luz que la lamparita roja que parpadeaba en el contestador. Tres mensajes tenía. El primero era su propia llamada, hecha desde Treviso sobre las diez, para avisar a Paola de que se retrasaría aún más de lo previsto. La segunda era de alguien que había colgado y la tercera, tal como él se temía, era de la
questura,
el agente Pucetti que rogaba al comisario que le llamara lo antes posible.

Así lo hizo Brunetti, al número del despacho de los agentes. Le contestaron a la segunda señal.

—Pucetti, soy el comisario Brunetti. ¿Qué sucede?

—Creo que debería venir, comisario.

—¿Qué sucede, Pucetti? —insistió Brunetti, pero su voz no era brusca ni imperiosa sino sólo cansada.

—Es su esposa, comisario.

—¿Qué ha pasado?

—La hemos arrestado.

—Ya. ¿Puede decirme algo más?

—Creo que es preferible que venga, señor.

—¿Puedo hablar con ella?

—Desde luego —contestó Pucetti con un alivio audible.

Al cabo de un momento, le llegaba la voz de Paola.

—¿Sí?

Él sintió ahora una cólera repentina. Se hace arrestar y ahora se da aires de
prima donna.

—Voy para allá, Paola. ¿Has vuelto a hacerlo?

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