—¿…no llegó a juicio?
Con su sonrisa más sintética, Brunetti avanzaba sin empujar, pero sin dejar que sus cuerpos le impidieran alcanzar el objetivo. Cuando ya llegaba, se abrió la puerta y salieron Vianello y Pucetti, que se situaron uno a cada lado, con los brazos extendidos, para impedir la entrada a los reporteros.
Brunetti entró, seguido de Vianello y Pucetti.
—Vaya salvajes —dijo Vianello con la espalda apoyada en la vidriera. A diferencia de Orfeo, Brunetti no miró atrás y tampoco habló sino que empezó a subir la escalera. Oyó pasos a su espalda y al volverse vio a Vianello que subía los peldaños de dos en dos.
—Quiere verle.
Todavía con el abrigo puesto, Brunetti se dirigió al despacho de Patta. La
signorina
Elettra tenía
Il Gazzettino
del día abierto encima de la mesa.
Brunetti miró el diario y vio, en la página uno de la sección local, una foto suya tomada años atrás, y otra de Paola, la misma de la
carta d'identitá.
La
signorina
Elettra levantó la cabeza y dijo:
—Si tan famoso se hace, tendré que pedirle un autógrafo.
—¿Es eso lo que quiere el
vicequestore?
—sonrió el comisario.
—No; me parece que él quiere su cabeza.
—Me lo figuraba —dijo Brunetti llamando a la puerta con los nudillos.
Sonó la voz de Patta en tono apocalíptico. Cuánto más fácil no sería todo si pudieran prescindir de tanto melodrama y acabar de una vez, pensó Brunetti. Al entrar en el despacho, le vino a la memoria un pasaje de
Anna Bolena
de Donizetti: «Si quienes me juzgan son los que ya me han condenado, no tengo esperanza.» Santo Dios, mira quién habla de melodrama.
—¿Deseaba verme, señor?
Patta estaba sentado detrás de su mesa, con gesto impasible. No le faltaba más que el paño negro que los jueces ingleses se ponen encima de la peluca antes de pronunciar una sentencia de muerte.
—Sí, Brunetti. No, no hace falta que se siente. Lo que tengo que decir es muy breve. He hablado con el
questore
y hemos decidido darle la baja administrativa hasta que esto se resuelva.
—¿Qué quiere decir?
—Que no es necesario que venga a la
questura
hasta que el caso esté resuelto.
—¿Resuelto?
—Hasta que se emita un fallo y su esposa pague una multa o indemnice al
dottor
Mitri por los daños que ha causado a su propiedad y a su negocio.
—Eso, suponiendo que sea acusada y condenada —respondió el comisario, sabiendo que ambas cosas eran seguras. Patta no se dignó contestar—. Y podría tardar años —agregó Brunetti, que conocía el funcionamiento de la justicia.
—Lo dudo.
—En mis archivos tengo casos que han estado pendientes de juicio durante años. Insisto, podría tardar años.
—Eso depende únicamente de su esposa, comisario. El
dottor
Mitri fue tan amable, y yo diría tan civilizado, como para ofrecer una solución práctica. Pero, al parecer, su esposa ha optado por rechazarla. Por lo tanto, las consecuencias deben atribuirse sólo a ella.
—Con el debido respeto, señor —dijo Brunetti—, eso no es del todo cierto. El
dottor
Mitri me ofreció la solución a mí, no a mi esposa. Como ya le dije, yo no puedo decidir por ella. Si se la hiciera a ella directamente y ella la rechazara, sería cierto lo que usted dice.
—¿Usted no se lo ha dicho? —preguntó Patta, sin tratar de disimular la sorpresa.
—No.
—¿Por qué no?
—Creo que eso debe hacerlo el
dottor
Mitri.
Una vez más, fue evidente la sorpresa de Patta. Lo meditó un momento y dijo:
—Hablaré con él.
Brunetti movió la cabeza de arriba abajo con un gesto que ninguno de los dos sabía si era de gratitud o de simple aceptación.
—¿Eso es todo?
—Sí, pero usted debe considerarse en situación de baja administrativa, ¿está claro?
—Sí, señor —dijo Brunetti, aunque ignoraba lo que significaba aquello, aparte de que ya no podría trabajar de policía, que ni siquiera tendría empleo. Sin molestarse en decir ni una palabra más a Patta, dio media vuelta y salió del despacho.
La
signorina
Elettra seguía leyendo, ahora, una revista, después de terminar con
Il Gazzettino.
Levantó la cabeza al salir él.
—¿Quién ha informado a la prensa?
Ella movió la cabeza negativamente.
—No lo sé. Probablemente, el teniente. —Lanzó una mirada a la puerta de Patta.
—Baja administrativa.
—No lo había oído nunca —dijo ella—. Se lo habrán inventado para la ocasión. ¿Qué va usted a hacer, comisario?
—Irme a casa a leer —contestó él, y con la respuesta llegó la idea y con la idea el deseo. No tenía más que cruzar por entre los periodistas que estaban delante del edificio, escapar de sus cámaras y de sus preguntas machaconas, y podría quedarse en casa leyendo hasta que Paola tomara una decisión o hasta que se resolviera todo esto. Podría hacer que los libros lo sacaran de la
questura,
de Venecia, de este siglo lamentable, lleno tanto de sensiblería barata como de sed de sangre, para llevarlo a mundos en los que su espíritu se sintiera más confortado.
La
signorina
Elettra, tomando su respuesta por una broma, sonrió y volvió a su revista.
Sin molestarse en subir a su despacho, Brunetti fue directamente a la puerta de la calle, donde descubrió con sorpresa que los periodistas se habían ido. Las únicas señales de su reciente presencia eran unos fragmentos de plástico y un trozo de correa de una cámara.
Encontró restos de la muchedumbre delante de su casa, tres hombres, los mismos que habían tratado de interrogarlo en la puerta de la
questura.
Sin responder a las preguntas que le hacían a gritos, levantó la llave hacia la cerradura del enorme
portone
de la entrada. Alguien le agarró del brazo por detrás, tratando de apartar la mano de la puerta.
Brunetti giró hacia la derecha, blandiendo el gran manojo de llaves como un arma. El reportero, al ver, no ya las llaves sino la expresión de su cara, retrocedió extendiendo una mano en actitud apaciguadora.
—Perdone, comisario —dijo con una sonrisa tan falsa como sus palabras. Algún instinto animal en los otros detectó el puro miedo de su voz y les hizo reaccionar. Nadie habló. Brunetti les miró a la cara. No se dispararon flashes ni se enfocaron videocámaras.
Brunetti se volvió otra vez hacia la puerta y metió la llave en la cerradura. La hizo girar y entró en el zaguán, cerró la puerta y se apoyó en ella. Tenía el pecho, más, toda la parte superior del cuerpo, cubierta del sudor viscoso provocado por el arrebato de cólera, y el corazón le latía con fuerza. Se desabrochó el abrigo, para que el aire del portal lo refrescara. Haciendo palanca con los hombros, se apartó de la puerta y empezó a subir la escalera.
Paola debía de haberle oído porque, al llegar él al último tramo de la escalera, vio que le había abierto la puerta. Cuando entró, ella le tomó el abrigo y lo colgó. Él se inclinó, le dio un beso en la mejilla y aspiró su olor con agrado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó ella.
—Una cosa llamada «baja administrativa». Inventada para la ocasión, imagino.
—¿Y significa? —dijo Paola caminando a su lado hacia la sala.
Él se dejó caer en el sofá con las piernas extendidas.
—Significa que tengo que quedarme en casa leyendo hasta que tú y Mitri os pongáis de acuerdo.
—¿De acuerdo? —preguntó ella sentándose a su lado en el borde del sofá.
—Por lo visto, Patta cree que deberías pagar el vidrio y pedir disculpas a Mitri. —Evocó la imagen del
dottore
y rectificó—: O sólo pagar el vidrio.
—¿Uno o dos? —preguntó ella.
—¿Importa eso?
Ella bajó la mirada y alisó el borde de la alfombra con el pie.
—No; en realidad, no puedo darle ni una lira.
—¿No puedes o no quieres?
—No puedo.
—Bueno, pues eso va a darme la oportunidad de leer por fin a Gibbon.
—¿Qué quieres decir?
—Que tengo que quedarme en casa hasta que se tome una decisión, personal o penal.
—Si me ponen una multa, la pagaré —dijo ella en un tono de ciudadana virtuosa que hizo sonreír a Brunetti.
Sin borrar la sonrisa, él comentó:
—Creo que fue Voltaire quien dijo: «No apruebo lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a decirlo.»
—Voltaire dijo muchas cosas por el estilo. Suena bien. Solía decir cosas que suenan bien.
—Pareces escéptica.
Ella se encogió de hombros.
—Los sentimientos nobles siempre me hacen desconfiar.
—¿Sobre todo, si vienen de los hombres?
Ella se inclinó cubriendo con una mano la de él.
—Eso lo has dicho tú, no yo.
—No por eso deja de ser verdad.
Ella volvió a encogerse de hombros.
—¿De verdad vas a leer a Gibbon?
—Siempre lo he deseado. Pero traducido: su estilo es muy preciosista para mí.
—Pues es lo mejor de todo.
—Bastante retórica de salón hay en los periódicos. Prefiero ahorrármela en los libros de historia.
—Cómo van a disfrutar con esto los periódicos, ¿eh? —dijo ella.
—Hace siglos que nadie intenta arrestar a Andreotti, y de algo tienen que hablar.
—Supongo. —Paola se levantó—. ¿Te traigo algo?
Brunetti, que había almorzado poco y sin apetito, dijo:
—Un bocadillo y una copa de
dolcetto.
—Empezó a desabrocharse los cordones de los zapatos y gritó a Paola que ya iba hacia la puerta—: Y el primer tomo de Gibbon.
Al cabo de diez minutos, ella volvió con las tres cosas, y él regodeándose desvergonzadamente, se echó en el sofá, con la copa en la mesita y el plato en equilibrio sobre el pecho, abrió el libro y se puso a leer. El
panino
contenía tocino y tomate, con finas lonchas de
pecorino
curado. Poco después, entró Paola y le puso una servilleta debajo de la barbilla, justo a tiempo de recoger un pedacito de tomate que se había salido del pan. Él dejó el bocadillo en el plato, alargó la mano hacia la copa y bebió un buen trago de vino. Volviendo al libro, leyó el magistral primer capítulo con su himno de alabanzas, tan políticamente incorrecto, por cierto, a la gloria del Imperio Romano.
Al cabo de un rato, cuando Gibbon explicaba la tolerancia con que el politeísta contempla todas las religiones, entró Paola y volvió a llenarle la copa. Le quitó el plato vacío del pecho, recogió la servilleta y volvió a la cocina. Sin duda algo tendría que decir Gibbon sobre el carácter sumiso de la buena esposa romana: Brunetti estaba deseando leerlo.
Al día siguiente, Brunetti alternó la lectura de Gibbon con la de la prensa nacional y local que le subieron sus hijos.
Il Gazzettino,
cuyo reportero le había tirado del brazo cuando él iba a abrir la puerta, despotricaba sobre el abuso de poder practicado por las autoridades, la negativa de Brunetti a satisfacer el legítimo derecho de la prensa a la información, su arrogancia y su propensión a la violencia. Los motivos de Paola, que alguien se habría molestado en averiguar, se banalizaban, aunque, eso sí, el periódico denunciaba este tipo de delito del «vigilante» y la pintaba como una mujer ansiosa de publicidad, claramente no apta para la función de profesora universitaria. En el artículo no se decía que en ningún momento se le había solicitado una entrevista.
Los diarios importantes eran menos feroces, si bien todos presentaban la noticia como ejemplo de una peligrosa tendencia del ciudadano a arrogarse el poder que legítimamente debe corresponder al Estado, en una descaminada búsqueda de una mal entendida «justicia», palabra que todos sin excepción entrecomillaban desdeñosamente.
Leída la prensa, Brunetti seguía con su libro y no salía de casa. Tampoco Paola salía, sino que se quedaba en el estudio, repasando la tesis de un estudiante que preparaba el doctorado bajo su tutoría. Los chicos, aunque prevenidos por sus padres de lo que ocurría, entraban y salían sin ser molestados, hacían la compra, subían los periódicos y, en general, se comportaban muy bien, ante aquella perturbación de su vida familiar.
Al segundo día, Brunetti se obsequió con una larga siesta después del almuerzo, para la que no se contentó con echarse en el sofá, al albur de un sueño accidental sino que se tomó la molestia de meterse en la cama. A media tarde el teléfono sonó varias veces, pero él dejó que contestara Paola. Si eran Mitri o el abogado que deseaban hablar con ella, ya le contaría, o quizá no.
Al tercer día de lo que Brunetti empezaba a considerar su
purdah
[1]
particular, poco después del desayuno, volvió a sonar el teléfono. Al cabo de unos minutos, Paola entró en la sala y dijo que la llamada era para él.
Incorporándose en el sofá, pero sin molestarse en poner los pies en el suelo, Brunetti descolgó el aparato.
—¿Sí?
—Vianello, comisario. ¿No le han llamado?
—¿Quiénes?
—Los hombres que anoche estaban de servicio.
—No. ¿Por qué?
Lo que empezara a decir Vianello se perdió bajo unas fuertes voces de ambiente.
—¿Dónde está, Vianello?
—En el bar, cerca del puente.
—¿Qué ha pasado?
—Anoche mataron a Mitri.
Ahora Brunetti giró el cuerpo y puso los pies en el suelo.
—¿Cómo? ¿Dónde?
—En su casa. Estrangulado, o eso parece. Alguien que le atacó por la espalda. Lo que utilizara el asesino, se lo llevó. Pero… —nuevamente, una algarabía que parecía salir de una radio ahogó su voz.
—¿Qué? —preguntó Brunetti cuando disminuyó el sonido.
—Había una nota al lado del cadáver. Yo no la vi, pero dice Pucetti que hablaba de los pedófilos y de los que los ayudan. Y también de justicia.
—
Gesú Bambino
—susurró Brunetti—. ¿Quiénes fueron a la casa?
—Corvi y Alvise.
—¿Quién llamó?
—La esposa. Lo encontró en el suelo de la cocina al volver de cenar con unos amigos.
—¿Con quién cenaba?
—No lo sé, comisario. Lo único que sé es lo poco que ha podido decirme Pucetti, y todo lo que él sabía es lo que Corvi le ha dicho esta mañana, antes de terminar la guardia.