No cabía la menor duda de que lo que había hecho Paola era ilegal. Se paró al advertir que ella nunca había negado que fuera ilegal. Sencillamente, no le importaba. Él había dedicado su vida a defender el concepto de la legalidad, y ahora su mujer se permitía escupir sobre ese concepto como si fuera un convencionalismo estúpido que no la vinculaba en absoluto, simplemente, porque no estaba de acuerdo con él. Sintió que se aceleraban los latidos de su corazón mientras despertaba la cólera que estaba latente en su interior desde hacía varios días. Ella actuaba por capricho, a impulsos de una definición autofabricada de la conducta correcta, y él, simplemente, tenía que limitarse a admirar boquiabierto tan noble proceder mientras su carrera se iba al garete.
Brunetti se pilló a sí mismo dejándose arrastrar hacia esta actitud y frenó antes de empezar a lamentarse del efecto que todo esto tendría en su posición respecto de sus colegas en la
questura
y el coste para su autoestima. De modo que, al llegar a este punto, tuvo que darse a sí mismo la respuesta que había dado a Mitri: él no podía hacerse responsable de la conducta de su esposa.
Ahora bien, esta explicación en poco o nada contribuyó a calmar su cólera. Siguió paseando y, como también este medio resultara inútil, bajó al despacho de la
signorina
Elettra.
—El
vicequestore
ha salido a almorzar —le informó ella con una sonrisa al verle entrar, pero no dijo más, manteniéndose a la expectativa, para sondear el humor de Brunetti.
—¿Se ha ido con ellos?
La joven asintió.
—
Signorina
—empezó el comisario, y se interrumpió, buscando las palabras—. No creo necesario que siga usted haciendo preguntas acerca de esos hombres. —Al ver que ella iba a protestar, agregó, anticipándose a sus objeciones—. No hay indicios de que alguno de ellos haya cometido delitos, y me parece que sería poco ético empezar a investigarlos. Especialmente, dadas las circunstancias. —Dejó que ella imaginara cuáles eran las circunstancias.
—Comprendo, comisario.
—No le pido que comprenda, sólo digo que no debe usted empezar a indagar en sus finanzas.
—No, señor —dijo ella volviéndose hacia el ordenador y encendiendo el monitor.
—
Signorina
—insistió él con voz átona y, cuando ella desvió la mirada de la pantalla, prosiguió—: Hablo en serio, no quiero que se hagan más preguntas acerca de esas personas.
—Pues no se harán, comisario —dijo ella sonriendo con radiante falsedad, y puso los codos encima de la mesa apoyando el mentón en los dedos entrelazados como una
soubrette
de película francesa barata—. ¿Eso es todo, comisario, o hay algo que yo pueda hacer?
Él dio media vuelta sin contestar y se dirigió hacia la escalera, pero antes de llegar a ella cambió de idea y salió de la
questura.
Subió por el muelle hacia la iglesia griega, cruzó el puente y entró en el bar que quedaba enfrente.
—
Buon giorno, commissario
—saludó el camarero—.
Cosa desidera?
Sin saber qué pedir, Brunetti miró el reloj. Había perdido la noción del tiempo y le sorprendió ver que era casi mediodía.
—
Un'ombra
—respondió y, cuando el hombre le sirvió el vasito de vino blanco, lo vació de un trago, sin saborearlo. El vino no arregló nada, y el buen sentido le dijo que un segundo vaso arreglaría menos aún. Dejó mil liras en el mostrador y volvió a la
questura.
Sin hablar con nadie, subió a su despacho, se puso el abrigo y se fue a casa.
Durante el almuerzo, se hizo evidente que Paola había contado a los chicos lo sucedido. La confusión de Chiara era evidente, mientras que Raffi miraba a su madre con interés, quizá hasta con curiosidad. Nadie habló del tema, y la comida transcurrió en relativa calma. Normalmente, Brunetti hubiera disfrutado con los
tagliatelle
frescos con
porcini,
pero hoy apenas los probó. Como tampoco saboreó los
spezzatini
con
melanzane
frito que siguieron. Después de comer, Chiara fue a su clase de piano y Raffi a casa de un amigo a estudiar matemáticas.
Una vez a solas, mientras tomaban café, él con grappa y ella solo y muy dulce, con los platos y las fuentes todavía en la mesa, él preguntó:
—¿Vas a contratar a un abogado?
—Esta mañana he hablado con mi padre.
—¿Y qué te ha dicho?
—¿Te refieres a antes o después del bufido?
Brunetti no pudo menos que sonreír. «Bufido» era una palabra que, ni con un alarde de imaginación, se le hubiera ocurrido asociar a su suegro. La incongruencia lo divirtió.
—Después, supongo.
—Me ha dicho que era una idiota.
Brunetti recordó que ésta había sido la respuesta que, hacía veinte años, dio a su hija el conde cuando ella le comunicó su decisión de casarse con él.
—¿Y después?
—Que contratara a Senno.
Brunetti movió la cabeza de arriba abajo al oír el nombre del mejor penalista de la ciudad.
—Quizá sea excesivo.
—Senno es muy bueno para defender a violadores y asesinos, niños ricos que pegan a sus amiguitas y a las amiguitas que son pilladas vendiendo heroína para pagarse el hábito. No me parece que tú estés en esa categoría.
—No sé si tomarlo como un cumplido.
Brunetti se encogió de hombros. Él tampoco lo sabía.
En vista de que Paola no decía más, le preguntó:
—¿Piensas contratarlo?
—Nunca contrataría a un hombre como él.
Brunetti se acercó la botella de grappa y se sirvió un poco más en la taza vacía. La hizo girar y la bebió de un trago. Dejando en el aire la última frase de Paola, preguntó:
—¿A quién piensas contratar?
Ella se encogió de hombros.
—Esperaré a ver cuál es la acusación antes de decidir.
Él pensó en tomar otra grappa, pero enseguida descubrió que no le apetecía. Sin ofrecerse a ayudar a fregar los cacharros, ni siquiera a llevarlos al fregadero, Brunetti se levantó y arrimó su silla a la mesa. Miró el reloj y esta vez le sorprendió que fuera tan temprano: aún faltaban unos minutos para las dos.
—Me echaré un rato —dijo.
Ella asintió, se levantó y empezó a apilar los platos.
Él se fue por el pasillo hasta el dormitorio, se quitó los zapatos y se sentó en la cama, sintiéndose muy cansado. Se tumbó con las manos en la nuca y cerró los ojos. De la cocina llegaba rumor de agua, entrechocar de platos, el cencerreo de una sartén. Descruzó los dedos y se tapó los ojos con el antebrazo. Pensó en sus días de colegio, cuando se escondía en su cuarto si llevaba a casa malas notas, y se echaba en la cama, temiendo el enfado de su padre y la decepción de su madre.
El recuerdo lo envolvió en sus tentáculos y lo arrastró consigo. Luego sintió que algo se movía a su lado y notó un peso y enseguida calor en el pecho. Primero le llegó el olor y luego la caricia de su pelo en la cara, y aspiró aquella combinación de jabón y salud que los años habían grabado en su memoria. Levantó el brazo que tenía sobre los ojos y, sin molestarse en abrir los párpados, le rodeó los hombros. Sacó el otro brazo de debajo de la cabeza y enlazó las manos en la espalda de ella.
Al poco rato, los dos dormían y, cuando despertaron, nada había cambiado.
El día siguiente fue tranquilo, en la
questura
las cosas se mantuvieron dentro de una relativa normalidad. Patta ordenó que se trajera a Venecia a Iacovantuono para interrogarlo acerca de su negativa a testificar, y así se hizo. Brunetti se lo encontró acompañado de dos policías con metralleta que lo conducían al despacho de Patta. El
pizzaiolo
miró a Brunetti a los ojos, pero no dio señales de reconocerlo sino que mantuvo la cara congelada en esa máscara de ignorancia que los italianos han aprendido a adoptar frente a la autoridad.
Al ver sus ojos tristes, Brunetti se preguntó si saber la verdad de lo ocurrido supondría alguna diferencia. Tanto si a su esposa la había asesinado la Mafia como si eso era sólo lo que creía Iacovantuono, a sus ojos, el Estado y sus órganos eran impotentes para protegerlo de la amenaza de un poder mucho mayor.
Todos estos pensamientos se agolparon en la cabeza de Brunetti al ver subir la escalera al hombrecillo, pero eran muy confusos como para poder expresarlos, ni aun a sí mismo, con palabras, por lo que todo lo que pudo hacer fue saludar con un movimiento de la cabeza al hombre que, entre los corpulentos policías, parecía aún más pequeño.
Mientras seguía subiendo la escalera, Brunetti recordó el mito de Orfeo y Eurídice, el hombre que perdió a su esposa por mirar atrás para asegurarse de que ella lo seguía, quebrantando la prohibición de los dioses, con lo que la condenó a permanecer para siempre en el Hades. Los dioses que gobiernan Italia habían ordenado a Iacovantuono no mirar, él desobedeció y ellos le quitaron a su esposa para siempre.
Afortunadamente, Vianello estaba esperándolo en lo alto de la escalera y su presencia distrajo a Brunetti de sus cavilaciones.
—Comisario —dijo el sargento al verlo llegar—, se ha recibido una llamada de una mujer de Treviso. Dice que vive en la misma casa que los Iacovantuono, el mismo edificio habrá querido decir.
Brunetti pasó por delante del sargento indicándole con un movimiento de la cabeza que lo siguiera y precediéndole por el pasillo hasta su despacho. Mientras colgaba el abrigo en el
armadio,
el comisario preguntó:
—¿Qué ha dicho esa mujer?
—Que se peleaban.
Pensando en su propio matrimonio, Brunetti dijo:
—Mucha gente se pelea.
—Él le pegaba.
—¿Y ella cómo lo sabe? —preguntó Brunetti con inmediata curiosidad.
—Ha dicho que la mujer bajaba a su casa a llorar.
—¿Y nunca llamó a la policía?
—¿Quién?
—La
signora
Iacovantuono.
—No lo sé, yo sólo he hablado con esta mujer —empezó Vianello mirando una notita que tenía en la mano—.
Signora
Grassi, hace diez minutos. Acababa de colgar cuando ha entrado usted. Ha dicho que él es muy conocido en el vecindario.
—¿Por qué?
—Por problemas con los vecinos: grita a sus hijos.
—¿Y eso de los malos tratos a la mujer? —preguntó Brunetti sentándose detrás de su escritorio. Mientras hablaba, atrajo hacia sí un montoncito de papeles y sobres, pero no empezó a mirarlos.
—No lo sé. Aún no. No ha habido tiempo de preguntar.
—No es nuestra jurisdicción —dijo Brunetti.
—Ya lo sé. Pero ha dicho Pucetti que esta mañana iban a traerlo porque el
vicequestore
quería hablarle del atraco al banco.
—Sí; lo he visto en la escalera. —Brunetti miraba el sobre de encima de todo, tan abstraído en lo que Vianello acababa de decirle que lo único que percibía era un rectángulo verde pálido. Poco a poco, fue perfilándose el dibujo: un soldado galo con su esposa agonizante a los pies y la espada clavada en el propio cuerpo. «Roma, Museo Nazionale Romano», se leía en un borde lateral y en el otro: «Galatea suicida.» En la base, un número: «750».
—¿Seguro de vida? —preguntó Brunetti finalmente.
—No lo sé, comisario. Acabo de hablar con ella.
Brunetti se levantó.
—Se lo preguntaré a él —dijo y salió del despacho solo, camino de la escalera que lo llevaría al despacho de Patta, en la planta inferior.
El antedespacho estaba vacío, y pequeñas tostadoras evolucionaban lentamente por la pantalla del ordenador de la
signorina
Elettra. Brunetti llamó a la puerta de Patta y oyó la voz de su jefe autorizándolo a entrar.
Dentro, la escena familiar: Patta, detrás de un escritorio vacío, lo que lo hacía aún más intimidatorio. Iacovantuono estaba sentado en el borde de la silla, asiendo nerviosamente los lados del asiento, con los codos pegados al cuerpo, sustentándolo.
Patta miró a Brunetti con gesto imperturbable.
—¿Sí? —preguntó—. ¿Qué ocurre?
—Me gustaría hacer una pregunta al
signor
Iacovantuono —respondió Brunetti.
—Me parece que perderá el tiempo, comisario —dijo Patta y, alzando el tono de voz—: como yo he perdido el mío. El
signor
Iacovantuono parece haber olvidado lo que ocurrió en el banco. —Se inclinó hacia su visitante, aunque sería más exacto decir «se cernió» y dejó caer el puño en la mesa no con violencia pero sí con la fuerza suficiente como para que se le abriera la mano, apuntando con cuatro dedos a Iacovantuono. —En vista de que el cocinero no reaccionaba, Patta miró a Brunetti—: ¿Qué quiere preguntarle, comisario? ¿Si recuerda haber visto a Stefano Gentile en el banco? ¿Si recuerda la primera descripción que nos hizo? ¿Si recuerda haber identificado a Gentile por la foto? —Patta se recostó en el respaldo manteniendo la mano en el aire, todavía con los dedos extendidos hacia Iacovantuono—. No; no creo que recuerde nada de eso. Le sugiero que no pierda el tiempo.
—No es eso lo que deseo preguntarle —dijo Brunetti con voz suave, en contraste con la histriónica cólera de su jefe.
Iacovantuono miró al comisario.
—Bien, ¿de qué se trata? —apremió Patta.
—Me gustaría saber —empezó Brunetti dirigiéndose a Iacovantuono y desentendiéndose por completo de Patta— si su esposa estaba asegurada.
Iacovantuono abrió mucho los ojos con auténtica extrañeza.
—¿Asegurada? —preguntó.
Brunetti asintió.
—Si tenía un seguro de vida.
Iacovantuono miró a Patta y, al no encontrar allí ninguna explicación, se volvió otra vez hacia Brunetti.
—No lo sé.
—Gracias. —Brunetti dio media vuelta para marcharse.
—¿Eso era todo? —preguntó Patta a su espalda con irritación.
—Sí, señor —dijo Brunetti volviéndose hacia Patta pero mirando a Iacovantuono. El hombre seguía sentado en el borde de la silla, pero ahora tenía las manos juntas en el regazo y la cabeza baja, como si estuviera examinándolas.
Brunetti salió del despacho. Las tostadoras proseguían su interminable migración hacia la derecha, lemmings de la técnica, empeñados en la autodestrucción.
Al entrar en su despacho, Brunetti encontró esperándolo a Vianello, que se había acercado a la ventana y contemplaba el jardín del otro lado del canal y la fachada de la iglesia de San Lorenzo. El sargento, al oír abrirse la puerta, se volvió.