Achmed respiró aliviado. Había oído rumorear que el gobernador había sido capturado por los hombres de armas de aquellos senadores de Meda que habían sido pagados por el amir. El infortunado político, atado de pies y manos, fue arrastrado hasta el lugar junto con varios otros senadores y ministros que habían permanecido leales a sus ingratos ciudadanos.
Achmed pudo darse cuenta ahora de que aquello iba a ser un juicio y ejecución. Él podía ver las muertes de aquellos hombres con ecuanimidad. En su juego por el poder, los dados se habían vuelto contra ellos. Pero, hasta entonces, habían disfrutado bien de sus ganancias; ése era el riesgo que corrían cuando empezaron a jugar. Por ello el joven encontraba difícil entender la desusada gravedad del amir.
«Tal vez se vea a sí mismo ahí, atado con cadenas —pensó de pronto con inquietud—. No, eso es imposible. Qannadi jamás habría huido. Él habría luchado, aunque hubiese sido uno contra mil. ¿Entonces, qué?»
Los guardias estaban llevando más prisioneros al interior del círculo. Uno era una mujer de unos cincuenta años, vestida con hábitos blancos y con el pelo gris recogido en una ajustada trenza en torno a la cabeza. Tras ella caminaban a tropezones cuatro muchachas más jóvenes que Achmed. También ellas iban vestidas de blanco; las túnicas se ceñían a sus cuerpos marcando los primeros brotes de feminidad. Tenían las manos atadas por detrás de la espalda y miraban a su alrededor con ojos deslumbrados y desconcertados. Después de las cuatro muchachas, marchaba un hombre de obesa constitución vestido con atuendos rojos. Por la expresión de su cara, sabía lo que le esperaba y, aun así, caminaba con dignidad, bien recta la espalda.
La voz de la multitud fue cambiando ante la presencia de cada prisionero. Un murmullo cargado de culpa se elevó cuando hicieron aparición el gobernador y los senadores; numerosos ojos miraban arriba y abajo, o a cualquier otra parte excepto a los rostros de aquellos hombres por quienes la mayoría de ellos sin duda había votado. El murmullo se transformó en un susurro de lástima a la vista de las cuatro muchachas, y en un respetuoso rumor por el hombre de rojo. Los murmullos se inflaron hasta la cólera con la llegada del último prisionero.
Sin barba, y con un largo cabello castaño, el prisionero iba vestido con unos pantalones negros metidos en las perneras de un par de botas negras de cuero, una camisa negra de seda con sueltas mangas y abierta por el cuello, y un fajín rojo carmesí en torno a la cintura. Un curioso dibujo —de una serpiente cuyo cuerpo había sido cortado en tres partes— aparecía bordado en la parte delantera de su camisa.
Achmed se quedó mirando la serpiente con fascinación. Sintiendo un cosquilleo en la piel y un hormigueo en sus pulgares, de pronto le vino al joven la imagen de Khardan. ¿Por qué tenía que pensar en su hermano perdido, justo en aquel momento? ¿Y por qué ante la presencia de aquel hombre de pelo castaño que entraba contoneándose en el círculo, seguido de dos guardias con las espadas en ristre? Achmed miró al hombre con atención, pero no logró encontrar ninguna respuesta a sus preguntas. El hombre de negro comenzó a desplazarse hacia el centro del círculo. Uno de los guardias le puso la mano en el brazo para hacerlo volver a donde estaba. El hombre se volvió hacia él con un feroz rugido, liberándose de su mano. Después, caminó hasta donde le pedían pero por su propia voluntad, sonriendo provocativamente a la multitud que se tragaba sus palabras ante su aterradora mirada. Aquellos que estaban situados cerca del hombre se echaban para atrás en un intento de alejarse de él, guardado como estaba; intento que se veía frustrado por la presión de la masa.
El hombre de negro miró al amir y, de improviso, su boca se abrió en una amplia sonrisa; su blanco rostro parecía una calavera a la luz de las antorchas. La visión de Khardan se desvaneció de la mente de Achmed.
—¿Eso es todo? —preguntó Feisal con la voz temblando ligeramente de ira—. ¿Dónde están los subordinados de estos dos?
Y señaló al hombre obeso y al hombre de negro.
El capitán de la guardia especial dio un paso adelante con la mano levantada en saludo y la mirada fija en el amir.
—¿Tengo que informar, mi rey?
—Informa —contestó Qannadi.
Achmed notó cansancio y resignación en aquella respuesta.
—Todos los demás sacerdotes de Uevin han escapado, Alteza, debido al va… —estuvo a punto de decir «valor», pero una fugaz mirada a los ardientes ojos de Feisal lo hizo cambiar de palabra— a los esfuerzos del Alto Sacerdote —señaló con el pulgar al robusto hombre de rojo, que sonrió serenamente—. Él sostuvo las puertas con su propio cuerpo, mi señor. Hizo falta un ariete para echarlas abajo y, a causa del retraso, el resto de los sacerdotes de Uevin pudo escapar. No tenemos idea de adónde han ido.
—Pasadizos subterráneos secretos —gruñó Qannadi.
—Hemos registrado el lugar, mi señor, pero no hemos encontrado ninguno. Lo que no quiere decir que no existan. El templo de Uevin está lleno de extrañas máquinas profanas.
—Seguid buscando —dijo Qannadi—. ¿Y qué hay de este otro?
Sus ojos se fueron hacia el hombre de negro, quien le devolvió desafiante la mirada.
—Un seguidor del dios Zhakrin, mi señor —respondió el capitán bajando la voz.
Qannadi frunció el entrecejo; su rostro se puso más grave, si cabía. Feisal aspiró profundamente.
—Ese dios del Mal ya no tiene poder en el mundo —replicó el imán dirigiéndose al hombre de negro y apretando su delgado puño—. ¡Has sido engañado!
—¡No soy yo quien ha sido engañado, sino tú! —respondió el hombre de negro, y, dando un paso adelante, antes de que el guardia pudiera impedírselo, escupió a la cara del sacerdote.
La muchedumbre lanzó un grito sofocado. El guardia golpeó al hombre encadenado en un lado de la cabeza con el extremo romo de su lanza, y éste cayó al suelo. Feisal permaneció inmóvil; el fuego de sus ojos ardió con más intensidad.
Lentamente, el hombre de pelo castaño volvió a ponerse en pie. La sangre corría por el lado de su cara, pero su sonrisa era más amplia que nunca.
—Encontramos el resto de la escoria en el templo. Muertos, mi señor —informó el capitán—. Se dieron muerte ellos mismos. Éste —agregó con un gesto hacia el hombre de negro—, al parecer, no tuvo valor para matarse. El cobarde no ofreció la menor resistencia.
El seguidor de Zhakrin ni siquiera pareció oír este comentario. Sus ojos estaban clavados con fijeza en Feisal.
—Muy bien —dijo molesto Qannadi—. ¿Estás satisfecho, imán?
—Supongo que debo estarlo —contestó Feisal con acritud.
Qannadi se puso en pie para dirigirse a la multitud, que se calló para oír sus palabras.
—Ciudadanos de Meda. Ahí tenéis ante vosotros a aquellos que se han negado a aceptar las bendiciones de Quar, aquellos que desprecian la misericordia del dios. Para que su incredulidad no se extienda como un veneno por todo el ahora saludable cuerpo de vuestra ciudad, nosotros nos encargaremos de extirpar dicho veneno antes de que pueda causaros más daño.
Una de las jóvenes muchachas lanzó un grito al oír esto, un alarido desgarrador que fue acallado por uno de los guardias poniéndole una mano firme en la boca. Achmed sintió que la garganta se le secaba, y la sangre se le agolpó en los oídos de tal manera que oyó las palabras del amir como si llevara puesta una caperuza de lana de oveja.
—Se hará esta misma noche, delante de todos vosotros, para que podáis ver la gracia de Quar y su juicio. Él no es un dios vengativo. Sus muertes serán rápidas —la severa mirada del amir se fue hacia el hombre de negro—, aun cuando algunos de ellos no merezcan semejante destino. Los cuerpos podrán ser reclamados por sus parientes y enterrados de acuerdo con las enseñanzas de Quar. Imán, ¿tienes algo que añadir?
El sacerdote descendió las escaleras hasta situarse sobre el último escalón, en frente de los prisioneros.
—¿Hay, entre vosotros, alguno que desee convertirse a Quar?
—¡Yo lo haré! —exclamó un senador y, arrojándose hacia adelante, el político cayó de rodillas a los pies del imán y comenzó a besar fervorosamente el dobladillo de su hábito—. ¡Yo me pongo a mí mismo y toda mi fortuna en las manos del dios!
Qannadi frunció los labios y miró al miserable con repugnancia; luego hizo un gesto con la mano al capitán de la guardia. El capitán se acercó desenfundando su espada.
Feisal se inclinó y puso las manos sobre la calva cabeza del senador.
—Quar escucha tu plegaria, hijo mío, y te concede paz.
El senador levantó la mirada; su rostro brillaba.
—¡Alabado sea Quar! —gritó.
Un grito que terminó en un sobresaltado quejido. La espada del capitán le atravesó el corazón. Con una mirada de asombro en los ojos, el senador cayó hacia adelante, muerto.
—Que Quar te reciba con toda su bendición —dijo el imán en voz baja, encima del cuerpo.
—Proseguid —ordenó duramente Qannadi.
Rodeando a los prisioneros, los guardias desenvainaron sus espadas. El corpulento sacerdote se hincó de rodillas y rezó a Uevin con una voz firme que únicamente cesó cuando cesó su vida. El gobernador abandonó el mundo en amargo silencio, lanzando una mirada de desprecio a quienes lo habían traicionado. La sacerdotisa encontró también su fin con dignidad. Pero una de las jóvenes doncellas, al ver a la sacerdotisa caer al suelo sin vida y la ensangrentada espada que le era arrancada del cuerpo, forcejeó hasta librarse de su guardia y corrió hasta las escaleras presa del más vivo pánico.
—¡Piedad! —gritó—. ¡Piedad! —y, resbalando y cayendo, levantó directamente los ojos hacia Achmed, extendiendo sus brazos en súplica—. ¡Tú eres joven, como yo! ¡No dejes que me maten, señor! —le imploró—. ¡Por favor! ¡No los dejes!
Rubios rizos de pelo se agitaban en torno a una cara bonita y aterrorizada. El miedo hacía a sus ojos mirar enloquecidos. Achmed no podía moverse ni apartar la mirada, y miraba a la muchacha con lástima y consternación.
Al oír los pasos del guardia acercándose tras ella, la muchacha, demasiado debilitada por el miedo para levantarse, trató patéticamente de arrastrarse escaleras arriba con las manos extendidas hacia Achmed.
—¡Ayúdame, señor! —gritó con frenesí.
Achmed dio un paso hacia adelante y sintió la mano de Qannadi cerrarse sobre su brazo con una fuerza aplastante.
Achmed se detuvo. Vio la esperanza que había iluminado los ojos de la muchacha sumirse en una oscura desesperación. El guardia actuó rápidamente, acortando de un solo golpe el último momento de terror de la muchacha. El cuerpo se desplomó, la sangre corrió por las escaleras y la mano que se extendía hacia Achmed cayó fláccidamente sobre la piedra.
Las luces de las antorchas se difuminaron a los ojos de Achmed. Aturdido y mareado, comenzó a apartarse de la abominable escena.
—¡Valor! —dijo el amir en voz baja.
Achmed levantó unos ojos acuosos.
—¿Es valor masacrar al inocente? —preguntó con una voz enronquecida.
—Es valor cumplir con tu deber como soldado —contestó Qannadi en un vehemente aunque apenas audible susurro, sin mirar a Achmed y con los ojos impasiblemente fijos en el frente—. No sólo para ti, sino para ellos —añadió señalando con un ligero movimiento de cabeza a la multitud—. ¡Mejor estos pocos que la ciudad entera!
Achmed se quedó mirándolo pasmado.
—¿La ciudad entera?
—Meda ha sido afortunada —repuso el amir con una voz sin inflexiones—. Feisal la ha escogido para que sirva de ejemplo. Otras habrá, en el futuro, que no tengan la misma suerte. Esto es
jihad
, la guerra santa. Quienes se nos resisten deben morir. Así lo ha ordenado Quar.
—Pero, sin duda, él no se refería a indefensas mujeres y niños…
Qannadi se volvió para mirarlo.
—¡Despierta, muchacho! —dijo con irritación—. ¿Por qué crees que
él
te ha hecho venir aquí?
Aunque no miró a Feisal, que se erguía todavía al pie de la escalinata, ni hizo gesto ninguno hacia él, Achmed sabía a quién se refería el amir.
—¡Mi gente! —murmuró Achmed.
Con un breve asentimiento, Qannadi retiró su mano del brazo del joven y, lenta y cansadamente, reasumió su posición en el trono.
Con la mente absorbida por el horror de lo que había presenciado y lo que había implícito en lo que acababa de oír, Achmed se quedó mirando ciegamente la matanza hasta que una ronca y triunfante carcajada lo arrancó de golpe de su oscuro sueño.
—¡La maldición de Zhakrin descienda sobre la mano que dé muerte a Catalus! —imprecó el hombre de negro.
Éste se erguía en el centro de lo que se había convertido en un corro de cuerpos yacentes sobre la plaza. En su mano blandía una daga cuya hoja, destellando a la luz de las antorchas, se retorcía como el cuerpo de la serpiente bordado en su camisa. Tan imponente y enérgica era su presencia que los guardias del amir retrocedieron ante él y miraron inseguros a su capitán, sin que nadie se atreviera a ejecutarlo.
—¡No es cierto que me faltase valor para morir con mis compañeros! —gritó el hombre con la daga sostenida a la altura de su fajín rojo y una mano extendida para mantener alejados a los guardias—. ¡Yo, Catalus, he elegido morir aquí y ahora por una razón!
Y, agarrando con ambas manos el pomo de la daga, se hundió el arma en las entrañas. Con una mueca de dolor, aunque resistiéndose a lanzar quejido alguno, empujó lateralmente el cuchillo contra su vientre en un corte transversal. Sangre y visceras se derramaron sobre el pavimento a sus pies. Hincándose de rodillas, el hombre se quedó mirando a Feisal con una espantosa sonrisa en su rostro. La daga se le deslizó de las manos. Sumergiendo éstas en su propia sangre, dio tambaleante unos pasos hacia adelante. Sus dedos, teñidos de carmesí, se cerraron sobre los hábitos de Feisal.
—¡La maldición de Zhakrin… descienda sobre ti! —jadeó Catalus.
Y, con un horrible sonido gutural que podría haber sido una risa, murió.
El diablillo se materializó dentro de la oscuridad. No podía ver nada, y la única parte de él que podía verse eran sus luminosos ojos rojos y, de vez en cuando, el disparo de una lengua rojo-anaranjada entre los labios.
—Tu informe me asombra —dijo la oscuridad.
El diablillo se sintió complacido por esto y se frotó sus largas y pellejudas manos con satisfacción. No podía ver a su interlocutor; y no porque la oscuridad ocultase la fuente de la voz, sino porque la oscuridad
era
la fuente de la voz. Las palabras resonaban alrededor del diablillo como si fuesen pronunciadas por alguna boca situada en alguna parte por debajo de sus pies, y el diablillo tenía la sensación, cada vez que era convocado a comparecer ante su dios, de que se hallaba dentro del cerebro de Astafás. Podía sentir las operaciones de dicho cerebro, y a veces se preguntaba si podría captar algún destello de inteligencia mientras pasaba silbando por delante de él.