—No puedo, señora —contestó el joven brujo con un tono bajo y respetuoso.
Tenía poco que temer. Podía ser que la maga tratase de quitarle la varita por la fuerza, pero con toda seguridad el diablillo lucharía… si no para protegerlo, al menos para proteger su propia piel arrugada.
—Eres sabio para ser tan joven —dijo la maga mirándolo escrutadoramente.
Acercándose hasta él, le puso una mano en la mejilla. Su tacto era como el de los óseos dedos de un esqueleto. Mateo se estremeció pero no se movió, atrapado y paralizado por la hipnotizante mirada de la mujer.
—Tu sabiduría no proviene de los años sino de la capacidad de ver dentro de los corazones de quienes te rodean. Un don peligroso, pues hace que entonces comiences a tomar afecto por ellos. Su dolor se vuelve tu dolor.
La maga se recreó en la pronunciación de esta palabra, mientras sus dedos acariciaban con suavidad y su helado tacto comenzaba a arder como el hielo en unas manos mojadas. Mateo se contrajo. Intentó apartarse, pero su piel se adhería a aquellos dedos y el joven brujo tuvo una súbita y vivida impresión de que le estaban arrancando la mejilla de la cara. Ella sostenía la carne cruda en sus manos, goteando sangre… Temblando, Mateo se esforzó por mantenerse muy quieto, aunque el dolor aumentaba inconmensurablemente.
—Has visto lo que no debías haber visto —susurró la voz—. Has estado donde no debías. Con el tiempo, cuando estuvieses preparado, yo te lo habría mostrado todo. Ahora, como no lo entiendes, estás perturbado y confuso. Y lo único que has hecho por tu amigo nómada es aumentar su tormento. ¿Por qué has ido? ¿Pensaste que podrías liberarlo?
¡No lo sabía! ¡Bendito sea Promenthas! Ella no lo sabía, ¡ni siquiera lo sospechaba!
—¡Sí, eso pensé! —jadeó Mateo.
—Una idea estúpida y disparatada —señaló la Maga Negra, haciendo una especie de chasquido con la lengua que hizo crisparse los sensibilizados nervios de Mateo—. ¿Cómo pensabas llevar a cabo tu huida, y por qué no seguiste adelante y lo intentaste?
—Señora —interpuso el diablillo frotándose las manos como si le dolieran—, el nómada estaba ya demasiado perdido como para que pudiésemos ayudarlo. La señora me excusará —añadió el diablillo lamiéndose los labios— si no le cuento nuestros planes para ayudar a escapar al nómada.
—¿Por qué va a excusarte la señora?
La maga sonrió con crueldad al diablillo sin retirar su mano del pómulo de Mateo. El joven no se atrevía a moverse, aunque le parecía que sus dientes ardían y su cerebro se estaba expandiendo por todo su cráneo.
—Porque, señora, tú esperas que Astafás te perdone por dañar a uno de los suyos.
El diablillo se acercó con aire servil a Mateo y, estirando su pequeña figura como si fuera de goma, cerró sus aplanados dedos sobre la mano de la maga.
—Cuando Zhakrin retorne al mundo, requerirá la ayuda de Astafás en su lucha contra Quar —dijo estrechando sus ojos rojos que parecían dos pequeñas rayas de fuego contra su ennegrecida y arrugada piel—. Zhakrin dispone de la ayuda que Astafás le prestará con toda libertad, pero Zhakrin no debe olvidar que este joven es nuestro, no suyo.
Como serpientes reptantes, las palabras del diablillo se enroscaron en torno a Mateo y estrecharon sus anillos.
Lentamente, la maga retiró la mano, aunque sus dedos permanecieron largos instantes sobre la piel de Mateo.
—Estás agotado —dijo a Mateo, pero sus ojos estaban fijos en el demonio—. Duerme ahora.
El dolor desapareció bajo una ola de soñolienta calidez.
Bajo su cabeza había una blanda almohada; se hallaba tendido en una cama. La oscuridad lo envolvió, desterrando el dolor, desterrando el miedo.
—Gracias —murmuró al diablillo.
—¡Ya pagarás! —susurró la oscuridad en respuesta—. ¡Ya pagarás!
Llegó el amanecer, con la luz del sol luchando por penetrar la envoltura de bruma gris que pendía sobre la isla de Galos, y el día comenzó a marchar inexorablemente hacia la noche. El tiempo avanzaba con demasiada lentitud para algunos, demasiado rápido para otros.
Mateo durmió el sueño de la fatiga y se despertó bien pasado el mediodía. Sin embargo, su sueño no había sido refrescante ni reparador. Las pesadillas habían atormentado su alma del mismo modo que el Maestro de Vida atormentaba la carne de Khardan.
En los días de paz y felicidad, en su propia tierra, el joven nunca había pensado demasiado en la eternidad, en el reposo del alma tras su paso por este mundo dentro del cuerpo. Como la mayoría de los jóvenes, suponía que viviría para siempre. Pero todo eso había cambiado. En aquellos terribles días de viaje forzoso con la caravana de esclavos, cuando la muerte parecía el único final posible a sus sufrimientos, Mateo pensaba con anhelo en su alma ascendiendo hasta un lugar donde encontraría consuelo y reposo y oiría a una suave voz decir: «Descansa ahora, hijo mío. Estás en casa».
Ahora ya nunca oiría aquella dulce voz. Ahora únicamente oiría una cruel carcajada retumbando como el trueno. No habría descanso ni dulce bienvenida a casa. Sólo un tremendo vacío fuera y dentro, con su alma royendo en la nada con un hambre que jamás se vería aplacada. «Pues he osado utilizar el poder de Astafás; y no sólo utilizarlo (Promenthas puede que fuera capaz de perdonarme eso, considerando las circunstancias), sino —y Mateo admitía esto mientras permanecía allí, a la luz del sol que se colaba débilmente a través de la ventana de vidrio emplomado— que he disfrutado con ello, ¡me he recreado en ello!»
Muy por debajo del miedo ante la aparición del diablo, había experimentado una corriente de placer. Había sentido la misma emoción que la noche anterior, cuando el diablillo cumpliera su mandato alejando al torturador.
«Debería deshacerme de la varita —se dijo Mateo con firmeza—, destruirla; postrarme de rodillas e implorar el perdón de Promenthas, y entregarme sumisamente a cualquiera que sea el destino que me depare. Y, si sólo se tratara de mí, si estuviese solo, eso es lo que haría. Pero no puedo. Otros dependen de mí. »
Arrojándose de nuevo sobre la cama, Mateo cerró los ojos a la luz.
—Dije que daría mi vida por Khardan —murmuró a través de unos labios temblorosos—. ¡Sin duda puedo dar también mi alma!
Y además estaba Zohra, la exasperante, temeraria y valiente Zohra, combatiendo su propia debilidad, sin reconocer jamás que allí residía su fuerza. Atrapada en aquellos muros, sin siquiera el pobre consuelo de poder intercambiar unas pocas palabras como habían tenido Mateo y Khardan, Zohra debía de imaginarse a sí misma completamente sola. ¿Habría terminado por perder su coraje? ¿Se dejaría conducir con mansedumbre a su espantoso destino? Tal vez creía, como Khardan, que su dios la había abandonado.
—Debo ir hasta ella —dijo Mateo, incorporándose y retirándose su enmarañado pelo rojo de la cara—. ¡Tengo que darle ánimos, decirle que hay esperanza!
Su mano se fue hacia la varita que tenía en el bolsillo de sus negros hábitos. En cuanto sus dedos se cerraron en torno a ella, una oleada de calor, de poder, envolvió agradablemente a Mateo. Sacando la varita, la examinó con admiración. En verdad era una magnífica pieza de artesanía. ¿La habría hecho Meryem, o la habría comprado? Entonces se acordó de haber leído sobre ciertos oscuros y secretos lugares en la ciudad capital de Khandar donde podían adquirirse ingenios de magia negra como aquél si uno tenía la apropiada…
Mateo contuvo el aliento. Su mano comenzó a temblar y dejó caer la varita sobre las ropas de la cama. Cuando la había descubierto por primera vez a bordo del barco, cuando la había levantado por vez primera, había sentido un doloroso cosquilleo en las puntas de los dedos y una paralizante sensación había ascendido por su brazo. Su mano había perdido todo sentido del tacto.
Ahora su contacto le producía placer…
—Amo —susurró el diablillo, apareciendo como un estallido—. ¿Me has llamado?
—¡No! —exclamó Mateo con voz sorda, empujando la varita lejos de sí—. No, yo…
Un delgado rizo de humo se arremolinó de pronto en el centro de la habitación y comenzó a tomar forma. Con ojos atónitos, Mateo vio las numerosas papadas y la redonda panza de un djinn emerger de la nube.
—¿Usti? —preguntó boquiabierto.
Ni aun cuando el djinn terminó de aparecer como una montaña de carne ante él, estuvo seguro de si era Usti con quien estaba hablando. El djinn había perdido por lo menos dos papadas y su redonda barriga ya no era capaz de sostener sus pantalones, que colgaban desgalichadamente por sus caderas dejando a la vista un enjoyado ombligo. Las habitualmente finas ropas del djinn estaban rasgadas, sucias y desaliñadas, y el turbante había resbalado por su frente hasta taparle un ojo.
—¡Loco! —exclamó Usti cayendo de rodillas con un ruido sordo y pesado—. ¡Gracias a Akhran que te he encontrado! Yo… —y se detuvo al descubrir al diablillo—. Te pido perdón —dijo el djinn muy tieso—. Tal vez no he venido en un momento oportuno.
La fofa figura del inmortal comenzó a desvanecerse.
—¡No, no! —balbució Mateo—. ¡No te vayas!
El diablillo lanzó a Mateo una mirada recelosa con los ojos semicerrados.
—Qué astuto de tu parte, mi Oscuro Amo. ¿No te resulta confuso servir a tantos dioses?
—¿A quién sirves, señor? —preguntó Usti al diablillo con una aspiración nasal y, mirando con aire desaprobador su pellejudo cuerpo, agregó—: ¿Es que él no te alimenta?
—¡Sirvo a Astafás, Príncipe de las Tinieblas!
—Jamás he oído hablar de él —respondió Usti.
—En cuanto a alimentación —continuó el diablillo con sus ojos rojos centelleando y sus aplanados dedos retorciéndose y enroscándose—, ¡como la carne de aquellos cuyas almas mi Príncipe arrastra entre chillidos dentro del Pozo!
—Por tu aspecto —comentó Usti con una mirada de lástima—, la despensa del Príncipe debe de estar bastante escasa. Yo que tú me quedaría con el cordero…
El diablillo lanzó un penetrante chillido e hizo ademán de arrojarse sobre Usti, quien lo miró con ofendida dignidad.
—¡Mi querido señor, recuerda tu lugar!
Agarrando rápidamente la varita, Mateo apuntó con ella al diablillo.
—¡Márchate! —le ordenó con severidad, aguantándose un deseo histérico de reír y, al mismo tiempo, atragantándose en lágrimas—. Ya no te necesito.
—¡Qué dulce será el sabor de tu carne, Oscuro Amo!
Los ojos rojos del diablillo devoraron a Mateo; sus manos se alargaron hacia él.
—¡Márchate! —repitió Mateo con desesperación.
—¡Aggh! —hizo Usti con una mueca mirando la esbelta figura de Mateo—. Sobre gustos no hay nada escrito. Cordero —aconsejó al diablillo—, cortado finamente y asado a la parrilla con mostaza y pimienta…
El diablillo se desvaneció con un chillido ensordecedor y una sacudida que conmocionó la habitación. Mateo se levantó apresuradamente de la cama. Temiendo que hubiesen despertado a todo el castillo, miró con aprensión a la puerta y permaneció expectante unos segundos, pero no acudió nadie. «Deben de estar todos preparándose para la ceremonia», pensó, y se volvió hacia el djinn quien seguía con su perorata del cordero.
—Usti, ¿de dónde has venido? ¿Se encuentran los otros djinn contigo? —preguntó esperanzado Mateo—. Recuerdo que Khardan tenía un djinn…, un hombre joven con cara zorruna.
—Pukah —dijo Usti con desdén, pronunciando el nombre como si se hubiese metido un higo malo en la boca—. Un embustero, un indigno… —la gorda cara del djinn se pandeó—. Pero, con todo, podría haber sido útil.
—¿Dónde está? —casi gritó Mateo.
—Ay, loco —suspiró Usti con un temblor de papadas—. Él y el djinn del jeque Majiid fueron cogidos prisioneros por Kaug durante la batalla; Kaug, el
'efreet
de Quar (que os perros se orinen en sus zapatos).
La llama de la esperanza se extinguió, dejando atrás sólo frías cenizas.
—Así que es por eso que Pukah no respondió a las llamadas de Khardan —murmuró Mateo—. ¿Cómo conseguiste escapar tú?
Usti se puso al instante a la defensiva.
—¡Yo vi las enormes y horribles manos peludas del
'efreet
apoderarse de la lámpara de Sond y la cesta de Pukah, oí su explosiva carcajada y supe que después iba yo! ¿Es de extrañar que huyese en busca de un lugar seguro?
—El anillo de Meryem —adivinó sombríamente Mateo—. ¿Así que pensaste probar suerte en el palacio del amir?
—Es triste que me juzgues tan mal, loco. Yo jamás abandonaría a mi ama, no importa lo miserablemente que me trate, ¡no importa que ella hiciera de mi vida un infierno viviente! —replicó Usti mirando a Mateo con herida dignidad—. Yo no dudé que tú truncarías la malvada intriga de esa ramera vestida de rosa. Cuando la golpeaste en la cabeza, yo aproveché la oportunidad para escapar de ella, haciendo que el anillo se desprendiera de su dedo y ordenándole esconderse en tu escarcela.
Mateo tenía sus dudas acerca de esto; él consideraba más probable que Usti sencillamente se hubiese quedado acurrucado en el anillo y que éste hubiera sido cogido de un modo puramente accidental. No tenía objeto discutir; el tiempo apremiaba.
—Y tu señora, Zohra, ¿cómo está? ¿Se encuentra bien?
La cara de Usti se desmoronó de sincera y verdadera preocupación.
—¡Ah! —suspiró cogiéndose las rollizas manos—, ¡ésa es la razón por la que he venido en tu busca! ¡La princesa que yo conocía y temía ya no está! ¡Ha llorado, loco, ella ha llorado! ¡Oh, qué no daría yo —dijo con lágrimas corriendo por sus rechonchas mejillas y perdiéndose por entre las grietas de las papadas que le quedaban— por estar de nuevo en mi vivienda, incluso aunque ésta volara por los aires! ¡Por volver a coser los acuchillados cojines de mi ama! ¡Por… por sentir una cazuela de hierro, arrojada contra mí, sonar huecamente contra mi cabeza!
El djinn extendió con desesperación los brazos.
—¡Mi ama me ha ordenado que la mate! —sollozó.
—¿Qué? —dijo Mateo alarmado—. ¡Usti, no puedes hacer eso!
—Hice juramento de obediencia —repuso el djinn con un hipo—. Y, en verdad, antes prefiero hacer eso que verla sufrir. —La voz de Usti se hizo más baja y el djinn volvió a estirarse con dignidad—. Pero, es por esto por lo que he venido a ti en la primera oportunidad que he tenido. Mi ama dice que la has abandonado, pero yo no podía creerlo, de modo que he venido a comprobarlo por mí mismo.
Usti echó una mirada dubitativa al lugar donde hacía un momento se erguía el diablillo.