Los campesinos se dispersaron y regresaron a sus casas. Pero algunos de los más audaces se quedaron, contemplando a la chica y bromeando. Unas ancianas medio ciegas escupieron tres veces en dirección a ella y amonestaron a sus nietos, rezongando entre dientes.
Entonces Arco Iris asió a la muchacha por el brazo y se la llevó a su choza. En la aldea le tenían mucho afecto, aunque algunos le consideraban excéntrico. Su apodo provenía del interés especial que dispensaba a los signos celestes, y sobre todo al arco iris. Por las noches, cuando recibía a sus vecinos, hablaba durante horas acerca del arco iris. Al escucharlo desde un rincón oscuro, me enteré de que el arco iris es un largo tallo curvado, hueco como una paja. Uno de sus extremos está sumergido en un río o un lago y extrae el agua de él. Luego la distribuye equitativamente por la campiña. Junto con el agua absorbe los peces y otros seres vivos, y ésta es la razón por la que hallamos la misma clase de peces en lagos, lagunas y ríos muy distantes entre sí.
La choza de Arco Iris se levantaba contigua a la de mi amo. Una de las paredes de su granero lo era al mismo tiempo del granero donde dormía yo. Su esposa había muerto hacía bastante tiempo, pero Arco Iris, aún joven, no se decidía a elegir otra compañera. Sus vecinos acostumbraban a decir que quienes miraban demasiado el arco iris eran incapaces de ver un asno cuando lo tenían delante de las narices. Una vieja cocinaba para Arco Iris y cuidaba a sus hijos mientras él trabajaba en el campo y se emborrachaba de cuando en cuando para distraerse.
La judía debería quedarse hasta el día siguiente en casa de Arco Iris. Esa noche me despertaron los ruidos y los gritos procedentes de su granero. Al principio me asusté. Pero luego encontré un agujero en la madera a través del cual podía verlo que pasaba. La muchacha yacía sobre unos sacos, en medio de la era ya limpia donde se aventaban las mieses. Un quinqué ardía junto a ella, sobre un viejo tajo.
Arco Iris estaba sentado cerca de su cabeza y ninguno de los dos se movía. Entonces Arco Iris, con un movimiento rápido, le arrancó el vestido de encima de los hombros. El tirante se rompió. Ella trató de eludirlo, pero Arco Iris se arrodilló sobre la larga cabellera de la joven y le apretó la cabeza entre las rodillas. Se agachó más y a continuación le arrancó el otro tirante. La prisionera gritó pero se quedó quieta.
Arco Iris se arrastró hasta los pies de la muchacha, que estrujó entre sus piernas, y con un hábil tirón la despojó del vestido. Ella trató de incorporarse y de retener la tela con la mano sana, pero Arco Iris la empujó hacia atrás. Ahora estaba desnuda. La luz del quinqué proyectaba sombras sobre su carne.
Arco Iris se sentó a un lado de la joven y le acarició el cuerpo con sus manazas. Su corpulenta humanidad me ocultaba el rostro de la prisionera, pero oía sus sollozos ahogados, interrumpidos esporádicamente por un grito. Se quitó lentamente las botas de caña alta y los pantalones de montar, para quedar sólo con una camisa de tela basta.
Se colocó a horcajadas sobre la muchacha postrada y deslizó las manos delicadamente sobre sus hombros, sus pechos y su vientre. Ella gemía y lloriqueaba, y cuando el contacto se hacía más brusco pronunciaba palabras extrañas en su lengua. Arco Iris se apoyó sobre sus codos, se deslizó un poco hacia abajo, y después de separarle las piernas con un brutal ademán cayó pesadamente sobre ella.
La muchacha arqueó el cuerpo, chilló y siguió abriendo y cerrando los dedos como si quisiera asir algo. Entonces sucedió algo curioso. Arco Iris estaba encima de la joven, con las piernas entre las de ella, pero se esforzaba por separarse. Cada vez que se levantaba, la chica lanzaba un alarido de dolor, y él también se quejaba y maldecía. Intentó desconectarse nuevamente de su pelvis, pero al parecer resultaba imposible. Ella lo retenía con una misteriosa fuerza interior, como si se tratara de una liebre o un zorro pillado en una trampa.
Permaneció encima de la muchacha, temblando violentamente. Al cabo de un rato renovó sus esfuerzos, pero ella seguía retorciéndose de dolor. El también parecía sufrir. Se enjugó el sudor que cubría su rostro, maldijo y escupió. Cuando repitió la tentativa, la chica trató de ayudarle. Abrió aún más las piernas, levantó las caderas, y empujó con la mano sana el vientre de él. Todo fue en vano. Un vínculo invisible los mantenía unidos.
Yo había visto a menudo que a los perros les sucedía lo mismo. A veces, cuando se acoplaban impetuosamente, ávidos por desahogarse, luego no podían desprenderse. Se debatían contra el doloroso ensamblaje, apartándose cada vez más el uno del otro, hasta que finalmente quedaban unidos sólo por sus cuartos traseros. Parecían un solo cuerpo con dos cabezas, y con dos colas que hubieran crecido en el mismo lugar. Los mejores amigos del hombre se transformaban en un aborto de la naturaleza. Aullaban, ladraban y temblaban por entero. Sus ojos inyectados en sangre, que suplicaban ayuda, miraban con indescriptible horror a las personas que les pegaban con rastrillos y palos. Rodando por el polvo y sangrando por efecto de los golpes, redoblaban sus esfuerzos por separarse. La gente se reía, los pateaba, les arrojaba gatos enfurecidos y piedras. Los animales trataban de escapar, pero arrancaban en direcciones opuestas. Describían círculos. Enloquecidos por la rabia, intentaban morderse. Finalmente se daban por vencidos y esperaban la ayuda humana.
Entonces los chicos de la aldea los arrojaban al río o a un estanque. Los perros se esforzaban desesperadamente por nadar, pero seguían tironeando el uno del otro. Estaban indefensos y sus cabezas sólo emergían a ratos, echando espumarajos por la boca, demasiado débiles para ladrar. A medida que los arrastraba la corriente, la multitud regocijada corría por la ribera, lanzando alaridos de placer, apedreándolos cuando sus cabezas aparecían a la vista.
En otras ocasiones, los campesinos que no querían perder a sus perros de esta forma, los desconectaban brutalmente, lo cual implicaba la mutilación o la muerte lenta del macho por efecto de la hemorragia. A veces, los animales conseguían separarse después de vagabundear durante días por todas partes, cayendo en las zanjas, enredándose en las cercas y las malezas.
Arco Iris renovó sus esfuerzos. Le pidió ayuda a gritos a la Virgen María. Jadeaba y resollaba. Pegó otro fuerte tirón, tratando de desprenderse de la muchacha. Esta chilló y empezó a pegarle puñetazos en la cara al atónito aldeano, arañándolo, mordiéndole las manos. Arco Iris se lamió la sangre del labio, se alzó sobre un brazo, y con el otro le asestó un golpe brutal. Probablemente, el pánico le embotó el cerebro, porque se desplomó sobre ella, mordiéndole los pechos, los brazos y el cuello. Le martilló los muslos con los puños y le estrujó la carne como si quisiera arrancársela. La prisionera lanzó un alarido estridente y continuado que sólo se interrumpió cuando se le secó la garganta… para luego volver a empezar. Arco Iris siguió pegándole hasta quedar exhausto.
Luego permanecieron inmóviles, callados y acoplados. Lo único que se agitaba era la llama titilante del quinqué.
Arco Iris empezó a pedir auxilio estentóreamente. Sus gritos atrajeron primero a una jauría de perros que ladraban furiosamente y luego a algunos hombres alarmados, que empuñaban hachas y cuchillos. Abrieron la puerta del granero y miraron atónitos, con los ojos desencajados, a la pareja que yacía en el suelo. Con voz ronca, Arco Iris explicó rápidamente lo sucedido. Los hombres cerraron la puerta y, sin permitir la entrada a nadie más, mandaron a buscar a una bruja comadrona que entendía de esas cosas.
La anciana llegó, se arrodilló junto a la pareja ensamblada, y maniobró ayudada por los hombres. No vi nada, pero oí el último chillido penetrante de la joven. Después reinó el silencio y el granero de Arco Iris se sumió en la oscuridad. Cuando amaneció, corrí al agujero. La luz del sol se filtraba por las rendijas de las tablas, alumbrando haces centelleantes de polvo de heno. En el suelo, cerca de la pared, yacía una figura humana cuan larga era, cubierta de pies a cabeza con una manta para caballos.
Salí para llevar las vacas a pastar cuando la aldea aún dormía. Cuando volví, al anochecer, oí que los campesinos discutían los hechos de la noche anterior. Arco Iris había depositado nuevamente el cuerpo junto a la vía de ferrocarril, por donde pasaría la patrulla a la mañana.
Durante varias semanas la aldea tuvo un animado tema de conversación. Cuando bebía demasiado, el mismo Arco Iris contaba cómo la judía le había succionado y no le soltaba.
Por la noche me acosaban extraños sueños. Oía gemidos y gritos en el granero, una mano helada se posaba sobre mí, mechones de pelo negro que olían a gasolina me rozaban la cara. Al amanecer, cuando llevaba las vacas a la dehesa, miraba asustado los jirones de bruma que flotaban sobre los campos. A veces, el viento traía una mota de hollín, que se acercaba inequívocamente hacia mí. Temblaba y un sudor frío me corría por la espalda. El hollín revoloteaba sobre mi cabeza, mirándome fijamente a los ojos, y después se remontaba al cielo.
Los destacamentos alemanes empezaron a buscar guerrilleros en los bosques aledaños y a exigir por la fuerza las entregas de víveres. Comprendí que mi estancia en la aldea llegaba a su fin.
Una noche mi granjero me ordenó que huyera inmediatamente al bosque. Le habían informado que se iba a producir un registro. Los alemanes se habían enterado de que un judío estaba oculto en una de las aldeas. Se comentaba que vivía allí desde el comienzo de la guerra. Toda la aldea lo conocía: su abuelo había sido propietario de una gran extensión de tierra y la comunidad le tenía en gran estima. Como decían todos, era un individuo bastante decente a pesar de ser judío.
Partí ya bien entrada la noche. El cielo estaba cubierto, pero las nubes empezaron a abrirse, asomaron las estrellas, y la luna se reveló en toda su magnificencia. Me oculté en la espesura.
Cuando amaneció, me encaminé hacia los trigales de espigas ondulantes, manteniéndome alejado de la aldea. Los tallos gruesos y cortantes de las mieses me producían escozor en los dedos de los pies, pero a pesar de eso me esforcé en llegar al centro del campo. Avanzaba cautelosamente, porque no quería dejar atrás demasiados tallos rotos que delataran mi presencia. Por fin me encontré profundamente internado entre las espigas. El frío de la mañana me hacía temblar, pero me acurruqué y traté de dormir.
Me despertaron voces roncas que provenían de todas direcciones. Los alemanes habían rodeado el campo. Me pegué a la tierra. A medida que los soldados marchaban por la plantación, el crujido de los tallos rotos aumentaba de volumen.
Faltó poco para que me pisaran. Sobresaltados, me apuntaron con sus fusiles. Y cuando me puse en pie, los aprestaron para disparar. Eran dos, jóvenes, vestidos con flamantes uniformes verdes. El más alto me cogió por la oreja y ambos se rieron, intercambiando comentarios acerca de mi persona. Comprendí que preguntaban si era gitano o judío. Lo negué. Esto les causó aún más hilaridad y continuaron bromeando. Los tres nos encaminamos hacia la aldea: yo iba adelante y ellos me seguían, riendo.
Entramos en la calle mayor. Los campesinos aterrorizados nos espiaban desde atrás de las ventanas. Al reconocerme se ocultaban.
En el centro de la aldea había dos grandes camiones de color pardo. Los soldados se agrupaban en cuclillas alrededor de los vehículos, con los uniformes desabrochados, bebiendo de sus cantimploras. Otros soldados volvían de los campos, hacían descansar los fusiles y se sentaban.
Unos pocos soldados me rodearon. Me señalaban y se reían o se ponían serios. Uno de ellos se acercó mucho a mí, se inclinó y me sonrió directamente a la cara, con expresión cálida y tierna. Me disponía a devolverle la sonrisa cuando súbitamente me asestó un fuerte puñetazo en el estómago. Se me cortó la respiración y caí, resoplando y gimiendo. Los soldados prorrumpieron en carcajadas.
Un oficial salió de una cabaña próxima, me vio y se aproximó. Los soldados se cuadraron. Yo también me levanté, solo en medio del círculo. El oficial me escrutó fríamente y espetó una orden. Dos soldados me asieron por los brazos, me arrastraron hasta la cabaña, abrieron la puerta y me empujaron adentro.
Un hombre yacía en el centro de la estancia, en la semioscuridad. Era enjuto, flaco, moreno. El pelo enmarañado le caía sobre la frente y su rostro estaba totalmente cortado por un golpe de una bayoneta. Tenía las manos atadas detrás de la espalda, y a través de la manga desgarrada de su chaqueta se veía una herida profunda.
Me acurruqué en un rincón. El hombre me clavó sus ojos negros brillantes. Parecían taladrarme desde debajo de sus cejas tupidas, sobresalientes, fijándose directamente en mí. Me espantaban. Eludí su mirada.
Afuera estaban poniendo en marcha los motores, y llegaron ruidos de botas, armas y cantimploras. Vibraron las voces de mando y los camiones partieron rugiendo.
Se abrió la puerta y entraron en la cabaña campesinos y soldados. Arrastraron por las manos al hombre herido y lo dejaron caer sobre el asiento de un carromato. Sus dedos fracturados colgaban fláccidamente cual si de un muñeco se tratara. Nos sentaron a ambos espalda contra espalda: yo estaba orientado hacia los hombros de los conductores, y él hacia la parte posterior del carromato y hacia el camino que dejábamos atrás. Un soldado se instaló junto a los dos campesinos que conducían el carromato. De la conversación de éstos deduje que nos llevaban a la comisaría de una población cercana.
Viajamos varias horas por un camino muy transitado, donde se distinguían huellas recientes de camiones. Más tarde nos desviamos de esa ruta y atravesamos el bosque, espantando pájaros y liebres. El hombre herido colgaba desmadejado y yo no estaba seguro de que siguiera vivo. Sólo sentía el peso de su cuerpo inerte amarrado al carro y a mí.
Nos detuvimos dos veces. Los dos campesinos compartieron sus provisiones con el alemán, quien los recompensó regalándoles un cigarrillo y un caramelo amarillo a cada uno. Los campesinos le dieron las gracias servilmente. Bebieron con largos tragos de las botellas que ocultaban debajo del pescante y después orinaron en los matorrales.
Se desentendieron de nosotros. Yo estaba hambriento y débil. Desde el bosque llegaba una tibia brisa impregnada de aromas resinosos. El herido se quejó. Los caballos sacudían nerviosamente la cabeza y ahuyentaban las moscas con sus largas colas.