Judas
se lamió triunfalmente los belfos y se acostó junto a la pared. Me miró por las ranuras de sus ojos y siguió esperando.
Pensé que no podría resistir más tiempo. Decidí dejarme caer y planeé mi defensa contra
Judas
, aunque sabía que antes de que tuviera tiempo de cerrar el puño él ya me habría destrozado la garganta. No podía perder un segundo. Hasta que de pronto recordé las plegarias.
Empecé a desplazar el peso de una mano a la otra, sacudiendo la cabeza, encogiendo y estirando violentamente las piernas.
Judas
me miró, desalentado ante semejante exhibición de energía. Finalmente se volvió hacia la pared y demostró una total indiferencia.
El tiempo pasaba y mis oraciones se multiplicaban. Miles de días de indulgencia atravesaron el techo de paja para remontarse al cielo.
Garbos entró en la estancia a última hora de la tarde. Miró mi cuerpo húmedo y el charco de sudor que se había formado en el suelo. Me desprendió bruscamente de los ganchos y despachó al perro a puntapiés. Durante toda la noche no pude caminar ni mover los brazos. Yacía sobre el jergón y rezaba. Los días de indulgencia se acumulaban por centenares, por millares. Seguramente en ese momento había más días de indulgencia a mi nombre, en el cielo, que granos de trigo en el campo. Llegaría el día, el minuto, en que allá arriba lo tomarían en cuenta. Quizás en ese mismo instante los santos estaban estudiando la posibilidad de mejorar definitivamente mi vida.
Garbos me colgaba todos los días. A veces lo hacía por la mañana, y a veces por la tarde. Y de no haber sido necesaria la presencia de
Judas
en el patio, por temor a los zorros y los ladrones, también lo habría hecho por la noche.
El modelo se repetía siempre de la misma forma. Mientras aún me quedaban algunas fuerzas, el perro se estiraba apaciblemente sobre el suelo, simulando dormir o cazando pulgas distraídamente. Cuando el dolor de mis brazos y mis piernas se intensificaba, se ponía alerta, como si intuyera lo que estaba aconteciendo a mi organismo. El sudor chorreaba de mi cuerpo, corriendo en arroyuelos sobre los músculos tensos, y goteando sobre el suelo con un chapoteo rítmico. Apenas estiraba las piernas,
Judas
se abalanzaba hacia ellas.
Transcurrieron varios meses. Garbos me necesitaba cada vez más en la granja porque estaba frecuentemente borracho y no quería mover un dedo. Me colgaba sólo cuando juzgaba que no podía prestarle ningún servicio específico. Cuando se despejaba y oía los gruñidos de los cerdos hambrientos y el mugido de la vaca, me descolgaba y me enviaba a trabajar. La práctica había fortalecido los músculos de los brazos y podía soportar las sesiones de suspensión de varias horas sin demasiado esfuerzo. Pero si bien el dolor en el estómago se presentaba al cabo de más tiempo, sufría calambres que me asustaban. Y
Judas
nunca desperdiciaba una oportunidad para saltar hacia mí, aunque ya debía dudar de que fuera posible encontrarme desprevenido.
Mientras colgaba de las correas, me concentraba en las plegarias, excluyendo de mi mente todo lo demás. Cuando mis fuerzas flaqueaban, me repetía que debía recitar otras diez o veinte oraciones antes de caer. Cuando las terminaba me comprometía a agregar otras diez o quince. Estaba convencido de que algo sucedería de un momento a otro, que cada mil días de indulgencia adicionales podrían salvarme la vida, quizás en ese mismo instante.
De cuando en cuando, para distraer mi atención del dolor y del entumecimiento de los músculos de mis brazos, provocaba a
Judas
. Primeramente me columpiaba colgado de brazos como si estuviera a punto de caer. El perro ladraba, saltaba y se enfurecía. Cuando volvía a dormirse, le despertaba con gritos, con chasquidos de labios y con el rechinar de dientes. No entendía lo que pasaba. Sospechando que yo había llegado al límite de mi resistencia, brincaba como un loco, chocaba contra las paredes en la oscuridad y volcaba el taburete colocado junto a la puerta. Lanzaba gemidos de dolor, jadeaba pesadamente y por fin se tumbaba para descansar. Yo aprovechaba esa oportunidad para estirar las piernas. Cuando la estancia se llenaba con los ronquidos de la bestia fatigada, yo, para ahorrar energías, me ofrecía premios a la perseverancia: estirar una pierna por cada mil días de indulgencia, descansar un brazo por cada diez plegarias, y un marcado cambio de posición por cada quince oraciones.
Cuando menos lo esperaba oía el ruido metálico del cerrojo y entraba Garbos. Al verme vivo, maldecía a
Judas
, le pateaba y le aporreaba hasta que el animal aullaba y gemía como un cachorro.
Su cólera era tan inusitada que me preguntaba si Dios mismo no lo había enviado en ese momento. Pero cuando escrutaba su rostro no veía ninguna señal de la presencia divina.
Ahora me pegaba con menos frecuencia. Los colgamientos consumían mucho tiempo y la granja necesitaba cuidados. Me preguntaba por qué seguía colgándome. ¿Esperaba realmente que el perro me matara, a pesar del constante fracaso de esa táctica?
Después de cada sesión tardaba bastante tiempo en recuperarme. Los músculos que se habían estirado como hilaza en la rueca se resistían a contraerse para recuperar su dimensión normal. Me movía con dificultad. Me sentía como un tallo rígido y frágil en la empresa de sostener el peso de un girasol.
Cuando no trabajaba con la suficiente rapidez, Garbos me pegaba puntapiés, decía que no daría albergue a un holgazán, y amenazaba con enviarme al puesto alemán. Me afanaba más que nunca para convencerle de mi utilidad, pero nunca estaba conforme. Cada vez que se emborrachaba me colgaba de los ganchos, y
Judas
esperaba pacientemente bajo mis pies.
Pasó la primavera. Ya tenía diez años y había acumulado quién sabe cuántos días de indulgencia por cada uno de los de mi vida. Se aproximaba una gran festividad de la iglesia y los aldeanos estaban atareados preparando sus galas. Las mujeres confeccionaban guirnaldas con tomillo silvestre, rosoli, tilo, flores de manzano y claveles silvestres, guirnaldas que serían bendecidas en la iglesia. La nave y los altares de la iglesia fueron decorados con ramas verdes de abedul, álamo y sauce. Después de la ceremonia estas ramas adquirirían un gran valor. Serían plantadas en los huertos, y en los campos de coles, de cáñamo y de lino para asegurar un rápido crecimiento y la protección contra las plagas.
El día de la festividad Garbos fue a la iglesia a primera hora de la mañana. Yo permanecí en la granja, magullado y dolorido tras la última paliza. El eco entrecortado de las campanas echadas a vuelo recorría los campos e incluso
Judas
dejó de descansar al sol para escucharlo.
Era Corpus Christi. Se decía que en esa fecha solemne la presencia corporal del Hijo de Cristo se hacía sentir en la iglesia más que en cualquier otra festividad. Ese día todos iban a la iglesia: los pecadores y los justos, quienes rezaban constantemente y aquellos que no lo hacían nunca, los ricos y los pobres, los enfermos y los sanos. Pero a mí me habían dejado con un perro que no tenía posibilidades de alcanzar una vida mejor, a pesar de que era una criatura de Dios.
Tomé una decisión súbita. Sin duda, mi reserva de oraciones podía competir con la de muchos santos muy jóvenes. Y aunque las plegarias no habían producido resultados visibles, no había duda de que habrían sido advertidas en el cielo, donde la justicia es ley.
No tenía nada que temer. Me encaminé hacia la iglesia, marchando por las sendas no roturadas que separaban las parcelas cultivadas.
En el patio de la iglesia ya se había congregado una multitud inusitadamente abigarrada, con sus carruajes y caballos vistosamente adornados. Me agazapé en un rincón oculto, esperando el momento oportuno para entrar furtivamente en la iglesia por una de las puertas laterales.
De pronto me vio el ama de llaves del párroco, y me comunicó que uno de los monaguillos escogidos para ese día se había intoxicado. Yo debería ir inmediatamente a la sacristía, cambiarme y sustituirle en el altar. El nuevo sacerdote así lo había ordenado.
Me recorrió una oleada de acaloramiento. Miré al cielo. Por fin alguien se había fijado en mí, allí arriba. Habían visto la pila gigantesca que formaban mis plegarias, amontonadas como patatas en época de cosecha. Muy pronto estaría cerca de El, en Su altar, bajo la protección de Su vicario. Este no era más que el comienzo. A partir de ese momento empezaría para mí una vida nueva, más fácil. Había terminado el terror que nos estremece y nos exprime el estómago hasta no dejarle una gota de vómito, como cuando el vendaval revienta la cápsula perforada de una amapola. Basta de palizas de Garbos, basta de colgamientos, basta de
Judas
. Me aguardaba una nueva existencia, tan apacible como los dorados trigales que se mecen bajo el suave aliento de la brisa. Corrí a la iglesia.
No me resultó fácil entrar. La pintoresca muchedumbre se apretujaba alrededor del atrio. Alguien me vio en seguida y me señaló. Los campesinos se acercaron corriendo y empezaron a azotarme con ramas de sauce y látigos, mientras los viejos se revolcaban por el suelo, fuera de sí de risa. Me arrastraron debajo de un carro y me ataron a la cola de un caballo. Me sujetaron entre las varas. El caballo relinchó y se encabritó y me lanzó varias coces antes de que lograra liberarme.
Llegué a la sacristía temblando, con el cuerpo dolorido. El sacerdote, impaciente por mi tardanza, se disponía a iniciar la ceremonia. Los oficiantes también habían terminado de vestirse. Los nervios me sacudían mientras me calaba la túnica de monaguillo sin mangas. Cada vez que el cura desviaba la mirada, los otros niños me ponían la zancadilla o me pinchaban la espalda. El sacerdote, desconcertado por mi lentitud, se enfureció tanto que me empujó violentamente, y yo caí sobre un banco, lastimándome el brazo. Por fin todo estuvo listo. Se abrieron las puertas de la sacristía y, en medio del silencio de la iglesia atestada y expectante, ocupamos nuestros puestos al pie del altar, tres de nosotros a cada lado del sacerdote. La misa se desarrolló con todo su esplendor.
La voz del sacerdote sonaba más melodiosa que de costumbre; el órgano retumbaba con sus mil corazones turbulentos; los monaguillos ejecutaban con solemnidad las funciones que les habían enseñado escrupulosamente.
De pronto, el monaguillo que estaba junto a mí me dio un codazo en las costillas. Señaló nerviosamente el altar, con la cabeza, y yo miré sin entender, mientras la sangre palpitaba en mis sienes. Repitió el ademán y noté que el sacerdote también me dirigía miradas expectantes. Se suponía que debía hacer algo, ¿pero qué? Me espanté y se me cortó la respiración. El acólito se volvió hacia mí y me susurró que debía trasladar el misal.
Entonces comprendí que me correspondía llevar el misal al otro lado del altar. Había presenciado la ceremonia muchas veces. Un monaguillo se aproximaba al altar, cogía el misal junto con su atril, retrocedía hasta el centro del escalón más bajo situado frente al altar, se arrodillaba sosteniendo el misal en las manos, y a continuación se levantaba, lo llevaba hasta el otro extremo del altar y, finalmente, volvía a su puesto.
Ahora esa tarea recaía sobre mí. Sentí que los ojos de toda la multitud se clavaban en mí. Al mismo tiempo el organista interrumpió bruscamente los acordes, como si hubiera querido subrayar deliberadamente la importancia de ese trance en que un gitano servía en el altar de Dios.
La iglesia se sumió en un silencio sepulcral. Controlé el temblor de mis piernas y subí los escalones que conducían al altar. El misal, el Libro Santo lleno de oraciones sagradas que santos y sabios habían reunido durante siglos para la mayor gloria de Dios, descansaba sobre un pesado atril de madera con patas rematadas por grandes bolas de bronce. Incluso antes de colocarle las manos encima comprendí que no tendría fuerza suficiente para levantarlo y transportarlo al otro lado del altar. El libro era excesivamente pesado, por sí solo, aun sin el atril.
Pero era demasiado tarde para desistir. Me hallaba sobre la plataforma del altar, con las mortecinas llamas de las velas titilando en mis ojos. Su incierto parpadeo hacía que el cuerpo transido de dolor de Jesús crucificado pareciera casi vivo. Pero cuando examiné Su rostro, no tuve la impresión de que mirara: los ojos de Jesús estaban fijos debajo del altar, debajo de todos nosotros.
Oí un siseo impaciente detrás de mí. Apoyé las palmas sudorosas bajo el frío atril del misal, inhalé profundamente, y poniendo en juego todas mis fuerzas, lo levanté. Retrocedí cautelosamente, tanteando el borde del escalón con la punta del pie. De pronto, en una fracción de tiempo tan breve como el pinchazo de una aguja, el peso del misal me venció y me impulsó hacia atrás. Trastabillé y no pude recuperar el equilibrio. El techo de la iglesia se bamboleó. El misal y su atril rebotaron por los escalones. Un grito involuntario brotó de mi garganta y casi simultáneamente mi cabeza y mis hombros se estrellaron contra el suelo. Cuando abrí los ojos, vi unos rostros coléricos, rubicundos, inclinándose sobre mí.
Unas manos toscas me levantaron del suelo y me empujaron hacia la puerta. La muchedumbre abrió paso, estupefacta. Desde el coro, una voz masculina aulló «¡Vampiro gitano!», y otras repitieron el estribillo. Las manos atenazaron mi cuerpo con feroz violencia, desgarrándome la carne. Ya en el exterior quise gritar e implorar misericordia, pero de mi garganta no brotó ningún sonido. Repetí el intento. Me había quedado sin voz.
El aire fresco azotó mi cuerpo acalorado. Los campesinos me arrastraron directamente hacia un gran pozo negro. Había sido excavado dos o tres años atrás, y el pequeño retrete contiguo a él, con ventanucos tallados en forma de cruz, era un motivo de especial orgullo para el cura. Era el único de la comarca. Los campesinos estaban acostumbrados a hacer sus necesidades en el campo, y sólo lo utilizaban cuando iban a la iglesia. Sin embargo estaban excavando un nuevo pozo al otro lado del presbiterio, porque ése estaba totalmente lleno y a menudo el viento hacía llegar a la iglesia los olores mefíticos.
Cuando comprendí lo que iba a sucederme, repetí el intento de gritar. Pero la voz no salía. Cada vez que forcejeaba, la pesada mano de un campesino se cerraba sobre mí, tapándome la boca y la nariz. El hedor del pozo me llegó con mayor intensidad. Ahora estábamos muy cerca. Nuevamente traté de zafarme, pero los hombres me sujetaban con fuerza, sin cesar de comentar el episodio de la iglesia. Estaban convencidos de que yo era un vampiro y de que la interrupción de la Santa Misa sólo podría traer desgracias a la aldea.