Avancé otros pocos pasos por la tierra helada y entré en el bosque. Mis patines se enganchaban en las raíces y las malezas. Tropecé una vez y después me senté sobre un tronco. Casi inmediatamente empecé a hundirme en un lecho cálido lleno de cojines y edredones mullidos, suaves y cálidos. Alguien se inclinó sobre mí. Oí una voz de mujer. Me transportaban a otro lugar. Todo se disolvió en una bochornosa noche estival, poblada de brumas embriagadoras, húmedas y fragantes.
Desperté en una cama baja y ancha adosada contra la pared y cubierta con vellones. En la habitación hacía calor y la llama vacilante de una gruesa vela mostraba un suelo de tierra, paredes encaladas y un techo de paja. De la campana de la chimenea colgaba un crucifijo. Una mujer estaba sentada mirando las altas llamas que surgían del hogar. Estaba descalza y vestía una falda ajustada de lienzo burdo. Su jubón de pieles de conejo tenía muchos agujeros y estaba desabrochado hasta la cintura. Al ver que me había despertado se acercó y se sentó sobre el lecho, que protestó bajo su peso. Me levantó el mentón y me miró atentamente. Sus ojos tenían un color azul aguachento. Cuando sonreía no se tapaba la boca con la mano, como era habitual en la comarca. En cambio, exhibía dos hileras de dientes amarillentos y desiguales.
Me habló en un dialecto local que no entendí muy bien. Insistía en llamarme su pobre gitano, su pequeño expósito judío. Al principio no quiso creer que yo era mudo. Miraba el interior de mi boca, me palpaba la garganta, trataba de sobresaltarme. Pero pronto interrumpió estas operaciones al comprobar que seguía callado.
Me alimentó con un
borscht
espeso y caliente e inspeccionó cuidadosamente mis orejas, manos y pies helados. Me dijo que se llamaba Labina. Me sentía seguro y dichoso a su lado. Me gustaba mucho.
Durante el día, Labina iba a trabajar como criada en casa de algunos de los campesinos más ricos, especialmente aquéllos cuyas esposas estaban enfermas o tenían demasiados hijos. A menudo me llevaba con ella para que pudiera comer bien, aunque en la aldea se comentaba que debería entregarme a los alemanes. Labina contestaba con un torrente de maldiciones, vociferando que todos éramos iguales ante Dios y que ella no era Judas para venderme por treinta monedas de plata.
Por las noches Labina acostumbraba a recibir visitas en su choza. Los hombres que conseguían evadirse de sus casas venían a la choza con botellas de vodka y cestas de comida.
En la cabaña sólo había una cama descomunal en la que cabían fácilmente tres personas. Entre uno de los bordes del lecho y la pared quedaba desocupado un ancho espacio donde Labina había acumulado sacos, trapos viejos y vellones, para que yo tuviera un lugar donde dormir. Siempre me dormía antes de que llegaran los huéspedes, pero a menudo me despertaban sus cantos y sus brindis tumultuosos. Sin embargo, simulaba seguir durmiendo. No quería arriesgarme a recibir la paliza que, según decía Labina frecuentemente, aunque sin mucha convicción, yo merecía. Con los ojos entrecerrados observaba lo que sucedía en la estancia.
Los hombres bebían hasta altas horas de la noche. Generalmente, uno de ellos se quedaba cuando los otros se iban, y él y Labina se sentaban apoyados contra el horno caliente y bebían de la misma copa. Cuando Labina se mecía torpemente y se inclinaba hacia el hombre, éste le apoyaba una manaza ennegrecida sobre los muslos fofos y la deslizaba lentamente debajo de la falda.
Al principio Labina parecía indiferente y después se resistía un poco. La otra mano del hombre resbalaba desde la base del cuello hasta el interior de la blusa, y le estrujaba los pechos con tanta fuerza que ella lanzaba un grito y jadeaba roncamente. A veces el hombre se arrodillaba en el suelo y apretaba su cara agresivamente contra las ingles de Labina, mordiéndola a través de la falda mientras le oprimía las nalgas con ambas manos. Muchas veces la golpeaba bruscamente en la entrepierna con el filo de la mano y ella se doblaba en dos y gemía.
Luego apagaba la vela. Se desvestían en la oscuridad, riendo y blasfemando, tropezando con los muebles y chocando entre sí, despojándose impacientemente de las ropas y volcando botellas que rodaban a través de la estancia. Cuando se dejaban caer sobre la cama yo temía que la hundieran. Y mientras yo pensaba en las ratas que convivían con nosotros, Labina y su huésped se revolcaban sobre el lecho, resollando y forcejeando, invocando a Dios y a Satán, aullando el hombre como un perro, la mujer gruñendo como un cerdo.
A menudo, en medio de la noche, en la mitad de mis sueños, me despertaba súbitamente en el suelo, entre la cama y la pared. El lecho se zarandeaba sobre mi cabeza, sacudido por los cuerpos que se debatían en accesos convulsivos. Finalmente empezaba a deslizarse por el suelo inclinado hacia el centro de la estancia.
Como no podía volver a trepar sobre la cama de la cual había caído, debía meterme debajo de ella para luego empujarla nuevamente hacia la pared. Entonces volvía a mi jergón.
Bajo la cama, el piso de tierra era frío y húmedo y estaba cubierto de excrementos de gatos mezclados con restos de los pájaros que aquellos habían traído hasta allí. Al arrastrarme por la oscuridad arrancaba espesas telarañas y los insectos asustados corrían por mi cara y mi pelo. Los cuerpecitos cálidos de los ratones salían disparados hacia sus escondrijos y me rozaban al pasar.
El contacto de mi piel con ese mundo de tinieblas siempre me llenaba de repugnancia y miedo. Salía a gatas de debajo de la cama, me limpiaba las telarañas del rostro, y esperaba temblando el momento oportuno para volver a empujarla hacia la pared.
Mis ojos se habituaban gradualmente a la oscuridad. Miraba cómo el enorme cuerpo sudado del hombre cabalgaba sobre la mujer temblorosa. Ella le rodeaba las nalgas con sus piernas, que parecían las alas de un pájaro aplastado bajo una piedra.
El campesino gruñía y suspiraba profundamente, tironeaba del cuerpo de la mujer, se alzaba a medias, y con el dorso de la mano le golpeaba los pechos. Estos restallaban fuertemente como una tela húmeda azotada contra una piedra. Luego se dejaba caer sobre ella y la apretaba contra la cama. Labina, gritando incoherentemente, le pegaba en la espalda con las manos. A veces, él la levantaba, la obligaba a arrodillarse sobre la cama, apoyada sobre los codos, y la penetraba desde atrás, embistiéndola rítmicamente con el vientre y los muslos.
Yo observaba con desencanto y disgusto los dos cuerpos humanos entrelazados y sacudidos por movimientos espasmódicos. De modo que eso era el amor: salvaje como el hostigamiento de un toro con una pica; brutal, oloroso, lleno de sudor. Se asemejaba ese amor a una batalla en la que el hombre y la mujer se disputaban el placer, lidiando, ofuscados, parcialmente aturdidos, resollando, menos que humanos.
Recordé los momentos que había pasado con Ewka. Cuan distinto era el trato que yo le dispensaba. Mi contacto hacia ella era delicado: mis manos, mi boca, mi lengua, revoloteaban conscientemente sobre su piel, suaves y sutiles como una gasa flotando en el apacible aire cálido. Yo buscaba continuamente nuevos puntos sensibles que ni siquiera ella conocía, y los despertaba con mi contacto, así como los rayos del sol resucitan a la mariposa helada por el cierzo de la noche otoñal. Recordaba mis refinados esfuerzos y cómo avivaban dentro del cuerpo de la muchacha algunos anhelos y estremecimientos que en otras circunstancias habrían permanecido eternamente prisioneros. Yo los liberaba con el único deseo de que encontrara el placer en sí misma.
Los amoríos de Labina y sus huéspedes duraban poco. Eran igual que esas breves tormentas de verano que humedecen las hojas y la hierba pero jamás llegan a las raíces. Recordé que mis juegos con Ewka nunca cesaban realmente, simplemente se hacían menos intensos cuando Makar y Codorniz se entrometían en nuestras vidas. Se prolongaban hasta muy avanzada la noche, como un fuego de turba ligeramente atizado por el viento. Sin embargo, incluso ese amor se había extinguido con la misma rapidez con que se apagan los leños incandescentes bajo la manta de un boyero. Apenas quedé momentáneamente incapacitado para jugar con ella, Ewka me olvidó. Prefirió un macho cabrío fétido y peludo, y su abominable penetración profunda, al calor de mi cuerpo, a la tierna caricia de mis brazos, al sutil contacto de mis dedos y mi boca.
Por fin la cama dejaba de vibrar y los cuerpos relajados, despatarrados como los de las reses sacrificadas, se sumían en el sueño. Entonces volvía a empujar el lecho hasta la pared, pasaba por encima de él y me tendía en mi frío rincón, tapándome con todos los vellones.
En las tardes lluviosas, Labina se ponía melancólica y me hablaba de Laba, su marido, que ya no se contaba entre los vivos. Muchos años atrás Labina había sido una hermosa joven, a la que cortejaban los campesinos más ricos. Pero desoyendo toda suerte de sabios consejos se enamoró de Laba, el jornalero más pobre de la aldea, a quien se apodaba el Guapo, y se casó con él.
Laba era realmente guapo, alto como un álamo, esbelto como una peonza. Su pelo refulgía bajo el sol, sus ojos eran más azules que el cielo de verano y su tez era suave como la de un niño. Cuando miraba a una mujer a ésta le hervía la sangre y se le despertaban pensamientos libidinosos. Laba sabía que era bello y que despertaba admiración y lascivia en las mujeres. Le gustaba pasearse por los bosques y bañarse desnudo en el estanque. Echaba una mirada a los matorrales y se daba cuenta de que le espiaban jóvenes doncellas y mujeres casadas.
Pero era el jornalero más pobre de la aldea. Lo contrataban los campesinos ricos, y se veía obligado a soportar muchas humillaciones. Esos hombres sabían que sus esposas y sus hijas le deseaban y estaban decididos a hacerle pagar por ello. También importunaban a Labina, porque su marido indigente dependía de ellos y debía soportarlo todo con resignación.
Un día Laba no volvió del campo. Tampoco regresó al día siguiente. Ni el otro. Desapareció como una piedra arrojada al fondo de un lago.
La gente pensó que se había ahogado o que se lo había tragado una ciénaga. O que un enamorado celoso lo había apuñalado y lo había sepultado por la noche en el bosque.
La vida continuó sin Laba. Lo único que sobrevivió en la aldea fue el dicho: «Guapo como Laba».
Transcurrió un año de soledad, sin la compañía de Laba. La gente lo olvidó, y sólo Labina creía que aún estaba vivo y que regresaría. Hasta que un día de verano, cuando los aldeanos descansaban bajo las reducidas sombras de los árboles, emergió del bosque un carromato tirado por un caballo robusto. Sobre el carromato descansaba un arcón enorme cubierto con un paño, y junto al vehículo caminaba el Guapo Laba, con una hermosa chaqueta de cuero echada sobre los hombros al estilo de los húsares, con pantalones de la tela más fina y altas botas relucientes.
Los chiquillos corrieron por las chozas, llevando la noticia, y los hombres y las mujeres se precipitaron en tropel al camino. Laba los saludó a todos con displicencia, mientras se enjugaba el sudor de la frente y azuzaba al caballo.
Labina ya lo esperaba en la puerta. El besó a su esposa, descargó el inmenso arcón, y entró en la cabaña. Los vecinos se agolparon enfrente, admirando el caballo y el carromato.
Después de esperar impacientemente que reaparecieran Laba y Labina, los aldeanos empezaron a bromear. El había corrido hacia ella como un macho cabrío hacia la hembra, decían, y habría que arrojarles un cubo de agua fría.
De pronto se abrieron las puertas de la choza, y la multitud lanzó una exclamación de asombro. En el umbral estaba el Guapo Laba, con un atuendo de inimaginable suntuosidad. Vestía con una camisa de seda a rayas con un duro cuello blanco ceñido alrededor de su garganta bronceada, y una corbata de vivos colores. Su suave traje de franela parecía hecho para que lo acariciaran. Un pañuelo de raso asomaba, como una flor, del bolsillo de la pechera. A esto se sumaba un par de botas negras de charol y, como remate de tanta opulencia, un reloj de oro que también colgaba del bolsillo delantero.
Los campesinos le miraban boquiabiertos. En la historia de la aldea nunca había ocurrido nada semejante. Generalmente los aldeanos usaban chaquetas de paño burdo, pantalones que consistían en dos cortes de tela cosidos entre sí, y botas de áspero cuero curtido claveteado sobre una gruesa suela de madera.
Laba extrajo de su arcón incontables chaquetas multicolores de extraña confección, pantalones, camisas y zapatos de charol tan bien lustrados que podían haber hecho las veces de espejos, y pañuelos, corbatas, calcetines y prendas interiores. El Guapo Laba se convirtió en el centro acaparador del interés local. Circulaban historias insólitas acerca de su persona y se tejían diversas conjeturas respecto a la forma en que había conseguido todos esos artículos de valor incalculable. Sobre Labina llovían preguntas que ella no podía contestar, porque Laba sólo daba respuestas ambiguas, que contribuían a enriquecer la leyenda.
Durante las ceremonias religiosas nadie miraba al cura ni al altar. Todas las miradas convergían en el ángulo derecho de la nave, donde el Guapo Laba estaba rígidamente sentado con su esposa, luciendo el traje de raso negro y la camisa floreada. En la muñeca llevaba un maravilloso reloj de pulsera, que consultaba ostentosamente. Las vestiduras del sacerdote, que otrora habían sido el súmmum del refinamiento, ahora parecían tan opacas como un cielo invernal. Las personas que se sentaban cerca de Laba se deleitaban aspirando la inusitada fragancia que emanaba de él. Labina confiaba que provenía de una serie de frasquitos y pomos.
Después de la misa, la multitud se trasladaba al claustro del presbiterio y hacía caso omiso del párroco, que se esforzaba por atraer la atención. Todos esperaban a Laba. El salía con paso ágil, aplomado, haciendo repicar sonoramente los tacones sobre el suelo de la iglesia. La gente le abría paso respetuosamente. Los campesinos más ricos se aproximaban y lo saludaban con familiaridad, y lo invitaban a las cenas que organizaban en homenaje a él, en sus casas. Laba estrechaba con naturalidad las manos que le tendían, sin inclinar la cabeza. Las mujeres se le cruzaban en el camino e, indiferentes a la presencia de Labina, alzaban sus faldas para mostrar los muslos y estiraban sus vestidos para hacer resaltar los pechos.
El Guapo Laba ya no trabajaba en el campo. Incluso se negaba a ayudar a su esposa en las faenas domésticas. En cambio, pasaba los días bañándose en el lago. Colgaba sus ropas multicolores de un árbol próximo a la orilla y, cerca de allí, las mujeres excitadas contemplaban su musculoso cuerpo desnudo. Laba, según se decía, dejaba que algunas de ellas lo tocaran a la sombra de los arbustos, y también se murmuraba que estaban dispuestas a perpetrar actos abominables con él, por los cuales probablemente recibirían un durísimo castigo.