Authors: Matilde Asensi
—Pero, ¿qué tonterías estás diciendo, abuela?
—¡El soroche, Arnauet, el soroche, que es muy malo! Te lo digo yo, que lo he pasado varias veces. Haced el favor de caminar muy despacito y de respirar muy lentamente. Y bebed agua sin parar, ¡dos o tres litros cada uno, como mínimo!
¿Cómo no se nos había pasado por la cabeza el maldito soroche? ¡Por las prisas! Era de sentido común recordar que, cuando se viaja a un país andino, se sufre el desagradable mal de altura por falta de oxígeno en el aire, que es muy pobre. Lo raro era que
Jabba
subía montañas de tres mil metros casi todos los fines de semana, aunque, claro, estaba hecho un asco con lo de los aviones.
—Si te da vergüenza pedir el oxígeno —concluyó ella—, en cuanto lleguéis a La Paz tomaros una infusión de coca. Mate de coca le llaman ellos, como los argentinos. Ya verás como os sentís mejor inmediatamente.
Aunque sabía que a ella le daría lo mismo, me abstuve de hacerle ningún comentario sarcástico porque preferí no imaginar a mi santa abuela ingiriendo alcaloides.
Por fin, cerca de la medianoche en Bolivia, aterrizamos en el aeropuerto de El Alto, en La Paz. El nombre era muy apropiado porque se encontraba a más de cuatro mil metros de altitud y, como consecuencia, el frío era mucho más que insoportable y nuestras ropas resultaban, a todas luces, grotescamente insuficientes. Hacía casi veinticuatro horas que habíamos salido de Barcelona y, sin embargo, para nosotros seguía siendo el mismo día, el miércoles, 5 de junio. Durante el último vuelo nos habían informado puntualmente de los efectos del mal de altura y nos explicaron los remedios para combatirlo, que eran los mismos que me había dicho mi abuela. Pero, mientras viajábamos en un radio—taxi particular hacia el hotel, situado en el centro de la ciudad —curiosamente, en la calle Tiahuanacu—, nuestro estado comenzó a volverse alarmante: nos sentíamos mareados, con sudores fríos, dolor de cabeza, zumbidos en los oídos y taquicardias. Por fortuna, en cuanto cruzamos la puerta del hotel se hicieron cargo de nosotros entre sonrisas amables y gestos de comprensión.
—Ahorita mismo sube el doctor a verles —nos dijo el recepcionista— y el servicio de habitaciones les llevará unos
matesitos
de coca. Ya verán qué bien. Y, si me permiten, les voy a dar este consejo que decimos a todos los extranjeros: «Comer poquito, andar despacito y dormir sólito.» Que disfruten su visita a La Paz.
Pese a lo que pueda parecer, los bolivianos no tenían un acento excesivamente recargado. Me sorprendió porque yo esperaba algo más fuerte, pero no fue así. Por supuesto, hablaban con giros, expresiones y un seseo peculiar, pero no sólo no resultaba chirriante sino que estoy por afirmar que era, incluso, más suave que la entonación canaria, por ejemplo, a la que estamos tan acostumbrados. Al poco, ni siquiera me daba cuenta de ello y, curiosamente, nosotros mismos desarrollamos una cadencia especial, catalano—boliviana, que nos acompañó durante mucho tiempo.
Es cierto que el áspero mate de coca y el Sorochipil, las pastillas que nos recetó el médico del hotel, paliaban los desagradables síntomas, pero no consiguieron revitalizarme lo suficiente como para hacerme salir de la habitación hasta dos días después. El cuerpo me pesaba como si fuera de plomo y respirar era un esfuerzo agotador. Mi abuela me llamaba con frecuencia para saber cómo estaba, pero apenas podía responderle más que con gemidos ahogados.
Proxi
, que se recuperó pronto, venía a verme a menudo y me contaba que
Jabba
dormía tan profundamente que no conseguía despertarle ni echándole agua en la cara. Lo único que puedo decir es que, desde el lecho del dolor, yo comprendía muy bien a mi colega, al que me sentía hermanado en la distancia. Al menos, aquellos dos días sirvieron para adaptarnos al cambio de horario y para que
Jabba
olvidara el mal trago del viaje.
El viernes, por fin, pudimos salir a dar una vuelta por la tarde. La Paz es una ciudad tranquila, en la que apenas existe otra delincuencia que los pequeños hurtos a turistas despistados, de modo que, con nuestra documentación y dinero a buen recaudo en bolsillos interiores, deambulamos tranquilamente por las calles del centro, disfrutando de un entorno tan distinto al nuestro y tan lleno de olores y colores diferentes. Allí el ritmo general era lento (quizá por la falta de oxígeno, quién sabe), y la vida transmitía una sensación de calma completamente desconocida. Casi desde cualquier calle podían verse, al fondo, las lejanas y altas montañas nevadas que rodeaban la hondonada en la que había sido construida La Paz. Según nos habían dicho en el hotel, la población era mayoritariamente india, sin embargo, en las calles que recorrimos también abundaban los blancos y los cholos (mestizos), pero nuestra sorpresa fue tremenda cuando caímos en la cuenta de que aquellos a quienes allí llamaban indios, sin más, no eran otra cosa que aymaras de pura cepa, descendientes de los antiguos dueños y señores de todas aquellas tierras, poseedores de una lengua prodigiosa que, de manera increíble, era despreciada como signo de analfabetismo e incultura. Nos costó bastante asimilar estas absurdas ideas y nos quedábamos absortos mirando a cualquier vendedor callejero de piel oscura y pelo negro—azulado, o a cualquier chola vestida con su amplia pollera y su bombín inglés, como si fueran auténticos yatiris de Taipikala. Tan entusiasmado estaba que me acerqué a uno de los que se parapetaba tras una mesa de objetos para turistas y le pedí que nos dijera algunas frases en aymara. El hombre no pareció entenderme bien al principio pero, luego, en cuanto vio los billetes de bolivianos
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, se lanzó a recitar una especie de poesía que, por supuesto, no comprendimos ni falta que nos hizo porque, ¡por fin!, estábamos oyendo hablar aymara, el auténtico aymara, y era la lengua más endiabladamente escabrosa que había escuchado en mi vida: sonaba como los tambores de Calanda pero sin ritmo, a golpes irregulares, con extrañas aspiraciones y gorgoteos de aire en algunas sílabas, chasquidos de lengua y emisiones explosivas de sonidos desde la garganta o la boca. Por unos segundos nos quedamos sin reacción, incrédulos ante aquella catarata de efectos acústicos inverosímiles y, cuando reaccionamos, fue para despedirnos del vendedor, que nos dejó ir con un amable ¡
Jikisinkama
! (algo así como «¡Hasta la vista!»), y para seguir nuestro paseo por las inmediaciones de la iglesia de San Francisco con la sensación de estar de nuevo bajo los efectos del soroche. A nuestro alrededor, los cuentacuentos narraban sus fábulas en el centro de los pequeños círculos de oyentes que se detenían a escucharlos y los puestos de telas, objetos mágicos, collares, figuritas y gorros de alpaca atraían a un número cada vez mayor de compradores locales y turistas como nosotros.
—¿Ésos eran —se atrevió, por fin, a comentar
Proxi
, muy extrañada— los famosos sonidos naturales?
Los tres íbamos bien enfundados en nuestras chaquetas y abrigos, porque mientras que en España el verano estaba dando sus primeros pasos con un tiempo magnífico, allí, en el hemisferio sur, daba comienzo el crudo invierno de la estación seca.
—No cabe duda de que sí lo eran —murmuré, pisando con cuidado el suelo de adoquines. Por la angosta calle, llena de gente, sólo circulaban algunas motocicletas a paso de tortuga. La Paz era una ciudad de muros ocres y marrones sobre los que se superponían los vistosos colores de los ponchos, las polleras, los sombreros y las mantas de los aymaras. En todas las calles, las casas bajas tenían balconcillos enrejados, llenos de macetas con flores y ropa puesta a secar.
—El lenguaje original —masculló
Jabba
, mirando hacia delante con determinación—. El posible lenguaje de Adán y Eva cuyos sonidos son los de la naturaleza y están formados por los mismos elementos que los seres y las cosas. ¡Pues vaya materia prima si el resultado es éste!
—Parece increíble que aquel tipo pudiera producir tales silbidos y detonaciones con la boca y la garganta —añadí admirado—. Y, encima, se supone que son palabras con sentido. ¡Menudo galimatías!
—Pues lo siento por vosotros —comentó la mercenaria mientras se acercaba a uno de los puestos—, pero ese galimatías es la lengua más perfecta del mundo, sea o no la de Adán y Eva, y es el auténtico código de programación que contiene los secretos de los yatiris.
El vendedor del puestecillo callejero, que había escuchado las últimas palabras de
Proxi
, se emocionó visiblemente y comenzó a gesticular con entusiasmo:
—Oigan, ¿se fijaron en estos bellos productos? Yo soy yatiri y puedo ofrecerles los mejores fetos de llama y los más eficaces amuletos. Miren, miren... ¿Quieren hierbas medicinales?, ¿bastones de Viracocha?, ¿hojas de coca? Se los puedo asegurar: no las hay mejores en todo el mercado.
—¿Usted es yatiri? —le preguntó
Proxi
, poniendo cara de boba.
—¡Claro que sí, señorita! Éste es el Mercado de los Brujos, ¿no es cierto? Todos aquí somos yatiris.
—Creo que deberíamos adquirir unas cuantas guías turísticas de Bolivia —me susurró
Jabba
en la oreja—. O estamos más perdidos que un pulpo en un garaje o aquí hay algo que huele a chamusquina.
—No hemos venido de turismo —repuse, frotándome la helada nariz—. Estamos aquí para entrar en la cámara secreta de Lakaqullu.
Mientras hablaba, estuve a punto de comprarle al «yatiri» un bastón de Viracocha, no tanto por afán investigador como por llevarle un regalo a mi sobrino cuando volviéramos a casa. Los bastones de Viracocha eran una triste reproducción en madera de los báculos del Dios de la Puerta del Sol pintados de colorines chillones y con borlas de lana de llama colgando de uno de sus extremos. No lo hice porque pensé que Ona me tiraría de cabeza por el hueco de la escalera si le daba a su hijo el arma perfecta para destrozarle la casa.
—Vale. Nada de turismo. Pero te advierto que, mientras tanto, estamos haciendo el ridículo.
En una terminal de buses, como allí llamaban a las casuales paradas de las viejas movilidades, o furgonetas para el transporte urbano, encontramos una caseta de información turística y nos hicimos con un plano de la ciudad y algunos folletos informativos, pero no tardamos mucho en darnos cuenta de que el plano resultaba bastante inútil si las calles no exhibían los rótulos con sus respectivos nombres y que los folletos apenas aportaban datos sobre lo que teníamos delante y mucho menos sobre algo tan necesario como un buen restaurante para comer o cenar. Pese a ello, en una reseña descubrimos algunos datos sobre el Mercado de los Brujos, donde al parecer habíamos estado, en el que los yatiris, «nombre aymara de los curanderos» según el folleto, vendían productos tradicionales para la salud y la suerte. De modo que, al borde de la depresión, decidimos disfrutar un rato más del paseo por aquel laberinto de callejuelas empedradas de inconfundible aire colonial, abarrotado de elegantes edificios y numerosas iglesias de estilo barroco andino llenas de curiosos motivos incas bastante paganos.
Conseguimos cenar, por fin, en el bar de un viejo hotel llamado París, situado en una esquina de la plaza Murillo, y nos pusimos ciegos de todo lo que nos sirvieron, que era mucho y muy picante: empezamos con una sopa de choclo (maíz), yuca y quinoa que no podía estar mejor y, luego, seguimos con el plato llamado Paceño que tenía papas, habas y queso, y con una Jakhonta de carne que
Proxi
y yo apenas pudimos probar y de la que dio buena cuenta, sin cortarse un pelo, un
Jabba
completamente recuperado y con hambre de tres días. La mesera que nos atendió —así llamaban a las camareras; y, a los camareros, garsones—, y que se presentó a sí misma como Mayerlin, nos recomendó visitar una peña cercana, La Naira, en la calle Jaén, donde podríamos tomar unos
matesitos
antes de retirarnos y escuchar a Enriqueta Ulloa, una famosa cantante aymara, y al grupo Llapaku, el mejor en cuestiones de música folclórica andina.
En la calle, aún colmada de gente, se oía un tumulto de voces en castellano y aymara, y, sobrepasándolo, los gritos de los niños boleteros, recitando el largo recorrido de las movilidades de transporte, de cuyas puertas desvencijadas se sujetaban peligrosamente colgando por el exterior, aunque a nadie parecía preocuparle su seguridad. Los comerciantes de los mercadillos populares que antes habíamos atravesado se retiraban ya para sus hogares, cargados con bultos a la espalda que fácilmente les doblaban o triplicaban en peso. Era un mundo extraño donde no se veía a la gente hablando sin parar por el teléfono móvil, ni corriendo con prisas de un lado para otro, ni tampoco desviando las miradas si, por casualidad, se cruzaban con las nuestras. No, allí te miraban fijamente y te sonreían, dejándote cortado y fuera de juego. A veces, aquello que convierte a las cosas en sorprendentes no es tanto lo que se ve, por muy distinto que sea del paisaje habitual, como lo que se percibe inconscientemente a través de los otros cuatro sentidos, y todas las señales que nosotros recibíamos nos indicaban bien a las claras que estábamos en un universo diferente y en otra dimensión.
En la peña La Naira, llena hasta los topes, disfrutamos, en un ambiente cargado, de la hermosa música que Llapaku interpretaba con instrumentos típicos de las cumbres de los Andes (el charango, el siku de doble fila de cañas, los tambores...) y de las canciones de Enriqueta Ulloa, que tenía una voz realmente prodigiosa, vibrante y llena de armónicos. Con pena, nos marchamos pronto porque, al día siguiente, teníamos que madrugar, pero llegamos al hotel bastante animados y cargados de energía para afrontar lo que se nos avecinaba.
Siguiendo las indicaciones de uno de los gerentes del hotel, nos levantamos a las seis de la mañana (aún noche cerrada) para estar listos alrededor de las siete y coger un taxi particular hasta Tiwanacu. El problema de los taxis en La Paz es que son colectivos, es decir, que actúan como pequeños autobuses. Para evitarlo, hay que llamar a alguna compañía de radio—taxi y advertir desde el principio que estás dispuesto a pagar los bolivianos que te pidan con tal de que no te metan a nadie en el hueco de al lado. El hecho de ir en taxi hasta las ruinas también tenía su peculiar explicación: los, llamémosles, autobuses que hacían el recorrido de setenta kilómetros eran, en realidad, viejos y potentes camiones en los que se viajaba en compañía de personas, productos del mercado y animales, todos amontonados en el mismo y reducido espacio. Pero si creímos que por viajar en vehículo privado iríamos como en nuestros coches por Barcelona, nos equivocamos por completo: la carretera era estrecha y llena de baches y nuestro conductor se empeñó en adelantar peligrosamente a cualquiera que se nos pusiera por delante, sin importarle que estuviéramos en plenas pendientes altiplánicas ni que las ruedas rechinaran en las curvas contra el borde mismo del pavimento. Tardamos casi dos horas en llegar a Tiwanacu y, cuando descendimos del taxi, teníamos los músculos agarrotados por el pánico y los cerebros entumecidos.