Authors: Matilde Asensi
—¡Por fin! —clamó—. ¡Esto era lo que estaba buscando!
—Casi no lo encuentras, ¿eh? —la mortificó
Jabba
.
Parte del perímetro de Puma Punku estaba sorprendentemente delimitado por dos grandes dársenas portuarias que, en la actualidad, daban a tierra seca y a riscos montañosos, convirtiendo el paisaje en un espacio incongruente. A pesar de que el lago Titicaca distaba casi veinte kilómetros, los estudios geológicos llevados a cabo en la zona habían detectado importantes acumulaciones de sedimentos marinos y fósiles de origen claramente acuático, y las decoraciones encontradas entre los restos de Puma Punku mostraban innumerables frisos con motivos de peces.
—¡La historia de los yatiris reconstruida por Daniel es real! —exclamó, satisfecha—. La laguna Kotamama-Titicaca llegaba hasta los muelles del puerto de Taipikala-Tiwanacu. ¿No es fantástico?
—¡Repítelo, por favor! —me reí—. Te ha salido un trabalenguas perfecto.
—No montéis tanta bulla, insensatos —gruñó de mala manera el grueso y apestoso gusano—. Todavía no hemos encontrado nuestra Pirámide del Viajero y sólo nos queda por estudiar esa miseria de Lakaqullu.
—Tranquilo. Seguro que está ahí —me sentí obligado a decir, pero, en cuanto empezamos a buscar información sobre «El montón de piedras» (que tal era la traducción del nombre), deseé haberme tragado esas palabras: Lakaqullu era, por decirlo de alguna manera, un minúsculo promontorio perdido al norte del recinto de Tiwanacu, muy por encima del resto de las edificaciones, que tenía, como único aspecto destacable, una puerta tallada en piedra conocida como la Puerta de la Luna (por oposición a la Puerta del Sol, aunque estéticamente no tenían nada que ver la una con la otra).
—Primer requisito, cumplido —anunció
Proxi
.
—¿De qué hablas? —le pregunté.
—¡Bah, tonterías mías! No me hagas caso.
Aunque en la actualidad no lo pareciera en absoluto, Lakaqullu había sido, por lo visto, el lugar más sagrado y temido de Tiwanacu. A pesar de no haberse llevado todavía a cabo excavaciones en la zona, hundidos a cierta profundidad se habían encontrado, en la pequeña colina, infinidad de huesos humanos de cientos de años de antigüedad, especialmente calaveras.
—Segundo requisito, cumplido —volvió a pregonar
Proxi
.
Y ya no hizo falta que dijera más.
Jabba
y yo comprendimos automáticamente que nos estábamos acercando al objetivo: según la crónica de los yatiris, la Pirámide del Viajero se encontraba apartada del resto de los edificios y era el lugar más sagrado de Taipikala. La mención a las calaveras era un punto más a su favor.
Según todos los expertos, la Puerta de la Luna era una obra inconclusa, circunstancia que se daba también en Puma Punku y en otras edificaciones, como si los constructores hubieran tenido mucha prisa por marcharse, dejando abandonado el cincel y el martillo de la noche a la mañana. Esa peculiaridad le daba el triste aspecto de un simple vano de aire recortado por un dintel liso y dos jambas de piedra sin relieves ni adornos.
—Tercer requisito, señores —anunció triunfante.
—Éste no lo he pillado —comenté nervioso.
—Los yatiris salieron zumbando de Taipikala porque vieron en el cielo que venían los Incap rúnam y, luego, los españoles. Para ocultar la Pirámide del Viajero levantaron encima, a toda marcha, una colina de tierra y piedras, quitaron la puerta original, que mostraba en sus relieves la pirámide y la cámara que había debajo, y colocaron otra sin adornos en la cúspide. No creo que tuvieran tiempo de dejar todo aquello muy bonito. Por cierto,
Jabba
, tú que estás más cerca de los diccionarios, ¿qué palabra utilizaban los aymaras para decir «pirámide»? O sea, ¿cómo dirían «Pirámide del Viajero»?
—¡Qué pesada eres, cariño! —se quejó Marc, retorciéndose para alcanzar los libros.
—Entonces... —farfullé—, debajo de ese promontorio tendría que encontrarse la pirámide de tres pisos que aparece dibujada a los pies del Dios de los Báculos.
—Tú ayuda a
Jabba
y yo veré qué encuentro por ahí.
Cuando
Proxi
organizaba el trabajo, nadie cuestionaba las órdenes, ni siquiera el jefe (que era yo), de modo que cogí uno de los diccionarios y empecé a buscar. Al cabo de un rato, y después de consultar en voz baja con
Jabba
para no molestar a
Proxi
, hicimos un nuevo descubrimiento que le contamos a la mercenaria cuando, por fin, la vimos alisar el ceño: los aymaras no utilizaban la palabra «pirámide», para ellos, esas construcciones eran montañas, imitaciones de montañas, y por lo tanto así era como las llamaban: colinas, cerros, montañas, montones, promontorios...
—¿En resumen...?
—En resumen —expliqué—, la palabra que utilizaban en lugar de pirámide era «qullu».
—¿Como en Lakaqullu?
—Como en Lakaqullu —asentí—, que, además de «montón de piedras», significa también «pirámide de piedras».
—Exactamente lo que hicieron los yatiris para ocultar al Viajero: una pirámide de tierra y piedras.
—Y tú, ¿encontraste lo tuyo? —le preguntó
Jabba
, en plan competitivo.
—¡Claro que sí! —exclamó ella risueña—. El gobierno de Bolivia tiene un portal de utilidades muy bueno con una página estupenda de información turística. Si buscas Tiwanacu —pulsó rápidamente un par de teclas para pasar el artículo a primer plano—, puedes encontrar maravillas como ésta: «La Puerta de la Luna se sitúa sobre una pirámide cuadrada de tres terrazas.»
—¿Nada más? —inquirí tras una pausa—. ¿Sólo eso?
—¿Qué más quieres? —se sorprendió—. Date por satisfecho, muchacho. ¡Hemos localizado la única pirámide de tres terrazas de todo Tiwanacu —dijo mirando a
Jabba
— y él pregunta si la nota sobre la Puerta de la Luna dice algo más! ¡Hijo,
Root
, qué raro eres!
—Es que toda esta porquería me crispa.
—¿Te crispa? —me preguntó
Jabba
—. ¿Qué demonios es lo que te crispa?
—¿Es que no os dais cuenta? —repliqué, levantándome—. ¡Esto va en serio! ¿No lo veis? ¡Toda esta locura es cierta! Hay una maldición, hay un lenguaje perfecto, hay unos tipos que dicen descender de gigantes y que tienen el poder de las palabras... ¡Y hay una maldita pirámide de tres pisos en Tiwanacu! —rugí para terminar, lanzándome como un loco, a continuación, sobre las carpetas y revolviendo todos los papeles hasta dar con el que buscaba, mientras
Proxi
y
Jabba
, paralizados, me seguían con los ojos. Supongo que lo que me pasaba era que había descubierto, de manera irrefutable, que la historia que nos traíamos entre manos como si fuera un juego era algo muy real y peligroso—. ¡Mi hermano no tiene ni agnosia ni Cotard...! «¿No escuchas, ladrón? —empecé a leer acaloradamente sin bajar el volumen—. Estás muerto. Jugaste a quitar el palo de la puerta. Esta misma noche, los demás mueren todos por todas partes para ti. Este mundo dejará de ser visible para ti. Ley. Cerrado con llave» —agité el papel en el aire—. ¡Esto es lo que tiene mi hermano!
Me dejé caer en uno de los sofás y enmudecí.
Jabba
y
Proxi
tampoco dijeron nada. Cada uno se quedó a solas con sus pensamientos durante unos minutos muy largos. No estábamos locos, pero tampoco parecíamos cuerdos. La situación resultaba demencial y, sin embargo, entonces más que nunca la fantasía de curar a Daniel con aquellas malditas artes mágicas se volvía cierta. Mi hermano no iba a recuperarse nunca con medicamentos, pensé. No existía ningún medicamento contra una programación cerebral escrita en código aymara por los yatiris. La única manera de desprogramarlo era utilizando el mismo lenguaje, aplicando la misma magia, brujería, hechicería o lo que demonios fuera que poseían las palabras secretas empleadas por los sacerdotes de la vieja Taipikala. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, en aquel texto (probablemente extraído de alguno de los cientos de textiles con tocapus copiados en el ordenador de Daniel, transformado al alfabeto latino por el maldito «JoviLoom» y traducido a medias por mi hermano) alguien había puesto una maldición para castigar a un ladrón que había robado algo que se escondía detrás de una puerta... o debajo de una puerta.
—¡Eh! —grité, levantándome—. ¡Se me acaba de ocurrir una idea!
Aquellos dos, con más cara de muertos que de vivos, me miraron a su vez.
—Daniel estaba trabajando exclusivamente sobre material relacionado con Tiwanacu, ¿no es cierto?
Ambos asintieron.
—¡La maldición procede de Tiwanacu! Mi hermano sabía lo de la cámara. Él mismo nos dejó un dibujo del pedestal del Dios de los Báculos señalando muy claramente dónde se encontraba escondido el oro de los yatiris con todos sus conocimientos. Y sabe, porque no deja de repetirlo en sus delirios, que en esa cámara se guarda el secreto del poder de las palabras. Había descubierto la existencia real de la Pirámide del Viajero: la cámara está en una pirámide, dice, y la pirámide tiene una puerta encima. ¡Lakaqullu, colegas, Lakaqullu! Él sabía cómo llegar y, cuando lo descubrió, tropezó con la dichosa maldición, la maldición que protege la cámara.
Proxi
parpadeó, intentando asimilar mis palabras.
—Pero... —vaciló—, ¿por qué no nos afecta a nosotros?
—¡Porque no sabemos aymara! Si desconocemos el código, no puede afectarnos.
—Pero tenemos la transcripción del texto en aymara —insistió— y la hemos leído.
—¡Sí, pero sigo diciendo que no nos perjudica porque no sabemos aymara! El código funciona con sonidos, con esos dichosos sonidos naturales. Nosotros podemos leer el texto en aymara, pero jamás conseguiríamos pronunciarlo de la manera correcta. Daniel sí, y lo hizo. Por eso le afectó.
—O sea —balbuceó
Jabba
haciendo un gran esfuerzo—, que el código, en realidad, contiene una especie de virus.
—¡Exacto! Un virus dormido que sólo se activa en determinadas condiciones, como esos virus informáticos que empiezan a borrar el disco duro en el aniversario de un acto terrorista o los viernes que son día trece del mes. En este caso, la condición que ejecuta lo programado es el sonido, algún tipo de sonido que nosotros no somos capaces de reproducir.
—Entonces, a los aymarahablantes, o a cualquiera que sepa aymara, sí les afectaría —aventuró
Proxi
—. A Marta Torrent, sin ir más lejos, ¿no?
Me quedé en suspenso unos segundos, inseguro de mi respuesta.
—No sé... —dije—. Imagino que, si lo oyera o lo leyera en voz alta, sí.
—Es cuestión de probarlo —propuso
Jabba
—. Vamos a llamarla.
Proxi
y yo sonreímos.
—En cualquier caso —dije—. Se impone ir a Tiwanacu y entrar en la cámara.
—¡Pero...! ¡Tú estás loco! —exclamó Marc, saltando de su asiento y encarándoseme—. ¿Te has parado a pensar la majadería que acabas de decir?
Le miré con toda la sangre fría del mundo antes de responder.
—Mi hermano no va a curarse si no entramos en esa cámara y buscamos una solución; lo sabes igual que yo.
—¿Y qué haremos una vez que estemos allí? —replicó—. ¿Coger una pala y empezar a cavar? ¡Oh, lo siento, señor policía boliviano, no sabía que esto era un área arqueológica protegida!
—¿Acaso no te acuerdas de lo que decía la crónica de los yatiris? —le preguntó
Proxi
.
Jabba
estaba tan nervioso que la miró sin comprender.
—Después de terminar la montaña que hoy es Lakaqullu, esos tipos se vieron en la necesidad de regresar a la cámara, y lo hicieron, cito de memoria, por uno de los dos corredores que llegaban hasta la pirámide desde lugares que sólo ellos conocían, añadiendo, al salir, más defensas y blindajes.
—La palabra no era exactamente blindajes —la corregí.
—Bueno, pues la que fuera —gruñó—. Creía que hablaba con personas inteligentes.
—¿Y quieres que nosotros encontremos esos corredores? —le preguntó
Jabba
, incrédulo—. Te recuerdo que ha llovido mucho desde entonces, y no lo digo sólo en sentido figurado.
Proxi
, que hasta entonces había permanecido sentada, se irguió y avanzó hasta los mapas de Tiwanacu suspendidos de la pared.
—¿Sabéis...? —dijo sin mirarnos—. Mi trabajo consiste en encontrar fallos en los sistemas informáticos, agujeros de seguridad en los programas más potentes que existen en el mercado, incluidos los nuestros. No estoy diciendo que sea la mejor, pero soy muy buena y sé que en Taipikala hay una brecha que puedo encontrar. Los yatiris fueron magníficos programadores, pero no escondieron su código para que permaneciera oculto eternamente. ¿Qué sentido tendría haber escrito todas aquellas planchas de oro destinadas a una supuesta humanidad superviviente de un segundo diluvio universal? —Puso los brazos en jarras y meneó la cabeza con decisión—. No, la entrada hasta la cámara existe, estoy segura, sólo está disimulada, enmascarada para que no sea descubierta antes de que su contenido resulte necesario. Ellos la dejaron protegida contra los ladrones pero no contra la necesidad humana. Es más, no tengo la menor duda de que el acceso a la cámara está abierto y disponible, incluso diría que lo tenemos delante de nuestras narices. El problema es que no lo vemos.
—Quizá porque no hemos analizado todavía la Puerta del Sol —insinuó
Jabba
.
—Quizá porque sólo podremos encontrarlo buscándolo allí mismo, en Tiwanacu —contrarresté.
Un destello de brillante lucidez atravesó los ojos negros de
Proxi
cuando se volvió hacia nosotros.
—¡Venga, manos a la obra! —exclamó—. Tú, Marc, busca todas las fotografías de la Puerta del Sol que puedas encontrar e imprímelas en alta calidad; tú,
Root
, busca toda la información sobre la Puerta y apréndetela de memoria. Yo me encargaré del Dios de los Báculos.
Sin disimular su satisfacción,
Jabba
me miró triunfante.
Su opción había resultado la ganadora... por el momento, pensé.
Segundos después, mi abuela se asomó discretamente para decirnos adiós pero, esta vez, fuimos un poco más educados y respondimos con sonrisas amables aunque distraídas. Si en aquel momento hubiera sabido que iba a tardar tanto tiempo en volver a verla, con toda seguridad me hubiera levantado para darle un beso y decirle adiós, pero no lo sabía, de modo que se fue y yo no le dije nada. Eran poco más de las siete de la tarde y mi cuerpo empezaba a crujir como una silla vieja.