El origen perdido (49 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
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Nos internamos en la parte oeste de la selva que, por no ser muy espesa y estar formada por delgadas palmeras, resultó fácil de atravesar. Además, todos marchábamos muy ligeros y descansados y fue entonces cuando Marta y Gertrude nos explicaron que esa energía que sentíamos era justo el efecto contrario al soroche, ya que ahora había más oxígeno en el aire por el cambio de altitud, y que lo experimentaban todos cuantos descendían desde el Altiplano hasta la selva.

—Nos durará unos cuantos días —añadió Gertrude, que cerraba la marcha—, así que saquémosle todo el partido posible.

El reparto de responsabilidades humanas había sido confeccionado democráticamente la noche anterior: Marc había ido a caer en manos de Gertrude y, por lo tanto, caminaba ahora delante de ella, ocupando el penúltimo lugar; Lola le había correspondido a Marta, así que iba delante de Marc; y yo pertenecía a Efraín, que iba el primero, abriendo camino machete en mano, aunque, como yo era mucho más alto que él, tenía que agachar la cabeza con frecuencia para no herirme en la cara.

Conforme avanzábamos la vegetación iba cambiando imperceptiblemente, de forma que el sotobosque, o sea, las hierbas, matas y arbustos del suelo, se volvía más frondoso y tupido, mientras que las palmeras engrosaban sus troncos, ahogados por plantas trepadoras, y se apiñaban formando con sus copas una cubierta a quince o veinte metros sobre nuestras cabezas que apenas dejaba pasar la luz. El calor pegajoso provocado por la humedad del aire empezaba a pasarnos factura. Suerte que habíamos comprado ropa especial para la selva: todos llevábamos unas camisetas de manga larga que eliminaban el sudor al instante, secaban rápidamente después de mojadas y proporcionaban un inmejorable aislamiento térmico tanto del frío como del calor, y nuestros pantalones eran cortavientos, transpirables e impermeables, además de elásticos, y podían transformarse, en un abrir y cerrar de ojos, en largos o cortos según hiciera falta.

Por fin, una hora y media después de haber abandonado la carretera, nos topamos con un claro en el bosque en el que podía verse un enorme cartel con un largo mensaje de acogida que decía «Bienvenidos—Welcome. Parque Nacional y Área Natural de Manejo Integrado Madidi» y, debajo, el dibujo de un gracioso mono colgando de las letras sobre un fondo amarillo. Justo detrás del anuncio, medio enterrada en la exuberante espesura verde, una caseta de paredes de madera y techo de palma bloqueaba el acceso a la zona protegida, pero, para nuestra sorpresa, la casa parecía estar totalmente abandonada y no se adivinaba la presencia de ningún ser humano en las proximidades, guardaparque o no. Efraín se adelantó hacia Gertrude en silencio y le puso una mano en el hombro, echándola hacia atrás para que no pudiera ser vista desde la casa. Los seis nos agazapamos en la vegetación y, en silencio, nos liberamos de las mochilas y nos dispusimos a esperar hasta que la oscuridad fuera completa. Del suelo sobre el que nos sentábamos parecía brotar el calor de una estufa, con emanaciones de aire tórrido, empapado y mohoso. Todo crujía y crepitaba y, según fue llegando el crepúsculo, los ruidos aumentaron hasta volverse ensordecedores: el zumbido de las cigarras diurnas se sumaba al chirrido agudo de los grillos nocturnos y de los saltamontes, salpicados por extraños ululares que procedían de las copas de los árboles y por la bulla increíble que montaban las ranas del cercano Beni con su croar y tamborilear. Por si algo faltaba para que Marc, Lola y yo, cosmopolitas de última generación, sufriéramos un colapso, la sombría espesura que nos envolvía empezó a llenarse de luces que volaban a nuestro alrededor y que procedían de unos bichos repugnantes que nuestros tres acompañantes cazaban utilizando las manos al tiempo que, con unas voces llenas de ternura, murmuraban: «¡Luciérnagas, qué
bellas
!» Pues bien, las bellas luciérnagas medían algo así como cuatro centímetros, o sea, que eran luciérnagas gigantes, y lanzaban destellos más propios de un fanal marinero que de un dulce insecto comedor de néctar.

—Aquí todo es muy grande, Arnau —me dijo Gertrude en voz baja—. En la Amazonia todo tiene un tamaño desproporcionado y colosal.

—¿Recuerda al coronel británico Percy Harrison Fawcett que desapareció en esta zona en 1911? —me preguntó en susurros Efraín—. Pues resulta que era amigo de sir Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes. Sir Arthur escribió también una estupenda novela llamada
El mundo perdido
en la que aparecían animales gigantescos y parece ser que estaba inspirada en los relatos del coronel Fawcett sobre sus andanzas por estas tierras.

No dije nada pero me quité el sombrero y, agitándolo, intenté inútilmente espantar a las luciérnagas que, conocedoras de su tamaño y cantidad, decidieron que las estaba invitando a algún juego divertido y se obstinaron en acercarse a mí todavía más. La parte de mi cuerpo que sentía más vulnerable era la nuca, desnuda tras el corte de pelo, y sentía escalofríos sólo de pensar que alguno de aquellos insectos pudiera rozarme con sus alas. Todavía no me había acostumbrado a llevar el cuello al aire. Creo que ésa fue la primera ocasión en que me planteé que tenía que cambiar de actitud. A mi alrededor todo era naturaleza en su estado más puro y salvaje. No se trataba de mi bien cuidado jardín urbano atendido por un jardinero profesional que se preocupaba de que no entraran bichos en mi casa. Aquí yo no tenía el menor poder de decisión, no podía ejercer ninguna influencia sobre el entorno porque no era un entorno domesticado. En realidad, nosotros éramos los intrusos y, por mucho que me molestaran el calor, los insectos y el espeso sotobosque, o me adaptaba o acabaría convirtiéndome en un estorbo para la expedición y para mí mismo. ¿Qué sentido tenía recordar que, a miles de kilómetros, disponía de una casa llena de pantallas gigantes conectadas a un sistema de inteligencia artificial cuyo único fin era hacerme la vida cómoda, limpia y agradable...? Movido por un impulso inconsciente saqué el móvil de la mochila y lo encendí para comprobar si funcionaba. El nivel de la batería era bueno y la señal de cobertura por satélite también. Suspiré, aliviado. Todavía estaba en contacto con el mundo civilizado y esperaba seguir estándolo durante las dos semanas siguientes.

—¿Añoranza de Barcelona? —me preguntó en voz baja la catedrática. No podía verle la cara porque el sol se había ocultado rápidamente y estábamos a oscuras.

—Supongo que sí —repuse, apagando y guardando el teléfono.

—Esto es la selva, Arnau —me dijo ella—. Aquí su tecnología no sirve de mucho.

—Lo sé. Me iré mentalizando poco a poco.

—No se equivoque, señor Queralt —musitó en tono de broma—. Desde que salimos de La Paz ya no hay nada que dependa de su voluntad. La selva se encargará de demostrárselo. Procure ser respetuoso o terminará pagándolo caro.

—¿Nos vamos? —preguntó Efraín en ese momento.

Todos asentimos y nos incorporamos, recuperando nuestros enseres. Estaba claro que allí no había guardaparques de ninguna clase y que, a esas horas, ya no iban a presentarse, así que no corríamos ningún peligro cruzando la entrada.

—¿No es un poco irregular que haya un acceso sin vigilancia? —preguntó Lola, colocándose en su lugar dentro de la fila.

—Sí, claro que es irregular —respondió Gertrude sin bajar la voz y terminando de cargarse la mochila a la espalda—, pero también bastante frecuente.

—Sobre todo en estos accesos secundarios por los que casi nunca pasa nadie —señaló Efraín adentrándose decididamente en la explanada. La oscuridad era tan completa que, a pesar de tenerlo delante de mí, apenas podía verle.

Atravesamos el estrecho paso que circulaba por delante del cartel y del puesto de vigilancia vacío y nos internamos, por fin, en el Madidi. Los sonidos de la selva eran tan sobrecogedores como sus silencios, de los que también había sin que supiéramos por qué. De repente todo callaba de una forma sorprendente y sólo se escuchaban nuestros pasos sobre la hojarasca pero luego, de manera también inesperada, retornaban los ruidos, los gritos y los extraños silbidos.

En cuanto estuvimos a cien o doscientos metros de la entrada —no podía saberlo con seguridad porque medir distancias por intuición nunca había sido lo mío—, Efraín se detuvo y le escuché trajinar hasta que una luz, pequeña al principio y luego intensa y brillante, se encendió en su lumigás y nos alumbró. Marc también encendió el suyo y Marta, que iba detrás de mí, les imitó, de manera que nuestra marcha se hizo más rápida y segura, y, gracias a eso, poco después encontramos un pequeño rincón en la espesura, junto a un arroyo, y decidimos que era el lugar perfecto para acampar aquella noche. Desde que habíamos encendido las lámparas de gas, una nube de polillas merodeaba a nuestro alrededor. Gertrude nos hizo examinar bien el terreno antes de empezar a plantar las tiendas: según nos contó, en la selva existen muchas clases de hormigas bastante peligrosas y debíamos asegurarnos de no encontrarnos cerca de ningún nido ni de ningún termitero, más fácilmente reconocible por su elevada forma cónica. Dispusimos las tiendas en semicírculo frente al arroyo y encendimos un fuego para ahuyentar a los animales que pudieran sentirse atraídos por nuestro olor y el olor de nuestra comida. Según Gertrude, las fieras no eran tan fieras y acostumbraban huir en cuanto detectaban la presencia humana, salvo, claro está, que tuvieran hambre y que el bocado pareciera indefenso, en cuyo caso el drama estaba servido. Pero un buen fuego, afirmó, podía mantenernos a salvo durante toda la noche.

Cenamos en abundancia y, como todavía era pronto —los relojes marcaban poco más de las ocho—, nos quedamos charlando y disfrutando de la buena temperatura. Yo nunca había sido
boy-scout
, ni había ido jamás de campamento, ni pertenecido a ningún club de excursionistas, de modo que era mi primera experiencia de una conversación alrededor de un fuego y no hubiera podido decir que me gustara porque sólo charlamos sobre las cosas que debíamos tener en cuenta los tres novatos para no sufrir un accidente. En cualquier caso, el cielo estaba cargado de unas estrellas grandes y brillantes como no las había visto en mi vida y me encontraba en una situación completamente anómala y extraordinaria por culpa de los tipos esos que conocían el poder de las palabras. Permanecía callado mientras los demás hablaban y miraba las caras de Marc y Lola, iluminadas por las llamas, sabiendo que estaban disfrutando, que encontrarse allí les encantaba y que, de una manera u otra, descubrirían la forma de enfrentarse a las dificultades que pudieran plantearse. En mí, por el contrario, sólo había una determinación racional ante el hecho de vivir aquella aventura en la naturaleza. Aquel lugar, pese a ser un claro junto a un arroyo limpio y de agradable sonido, no era mi sitio y, desde luego, no suponía un gran cambio respecto al pedazo de Infierno verde que habíamos atravesado aquella tarde, donde todo picaba, mordía o arañaba.

Finalmente, alrededor de las diez, nos fuimos a dormir, no sin antes haber dejado a buen recaudo los víveres y haber fregado y limpiado todos los restos de la cena para no atraer a ningún visitante nocturno. Efraín y Gertrude compartían tienda, claro, pero yo dormía con Marc, y Lola lo hacía con Marta, por aquello de que no íbamos a dormir Marta y yo bajo el mismo techo de lona plastificada.

A pesar del buen tiempo y de encontrarnos en la estación seca del año, a medianoche, cuando todos estábamos dormidos o intentando dormir —como era mi caso—, la hermosa noche estrellada se torció y sin que supiéramos de dónde habían salido las nubes portadoras de lluvia, se descargó desde el cielo un aguacero de esos que hacen historia y que venía acompañado, además, por un fuerte viento del sur que a punto estuvo de arrancar las piquetas de las tiendas. El fuego se apagó y no pudimos encender otro porque toda la madera estaba húmeda, de modo que tuvimos que permanecer de guardia para no terminar siendo la cena de cualquier fiera. Cuando, por fin, amaneció y la tormenta siguió su camino alejándose de nosotros, estábamos completamente agotados, mojados y helados, pues la temperatura, según marcaba mi GPS, había descendido hasta los quince grados centígrados, algo insólito para un bosque tropical pero fantástico para la caminata que nos esperaba aquel día, dijo Gertrude muy contenta.

Tomamos un desayuno cargado de alimentos energéticos y emprendimos el camino en dirección noreste, abriendo sendero a machetazos. Aquello era realmente agotador, de manera que hacíamos turnos ocupando el primer lugar para repartirnos el esfuerzo. En la segunda manga, mi mano derecha empezó a inflamarse y, para cuando me tocó la tercera, ya tenía unas dolorosas ampollas que amenazaban con reventar de un momento a otro. Gertrude me las pinchó, aplicó crema y me vendó con mucho cuidado y, luego, tuvo que hacer lo mismo con Marta, Lola, Marc y ella misma. El único que se salvó fue Efraín, que tenía las manos encallecidas por el reciente trabajo en las excavaciones de Tiwanacu. En esas condiciones, con el bosque todavía goteando la lluvia nocturna y el suelo convertido en gachas resbaladizas en las que los pies se nos hundían hasta los tobillos, apenas conseguíamos avanzar, con el agravante de que, quizá por la tormenta, los insectos estaban especialmente agresivos aquella mañana y la virulencia de sus ataques arreció conforme el sol fue subiendo en el cielo para alcanzar el mediodía. Con todo, el auténtico problema no eran los insectos, ni el barro, ni tampoco la maleza, ni tan siquiera los árboles, que ahora presentaban más variedad de especies y ya no eran sólo palmeras; el verdadero problema con el que nos enfrentábamos eran las delgadas lianas que colgaban de las ramas como guirnaldas de Navidad, formando sólidas murallas leñosas que había que talar a golpe de machete. Aquello era una pesadilla, un infierno y, para cuando nos detuvimos a comer, cerca de un riachuelo que, aunque venía señalado en los mapas con una tenue línea azul celeste, no parecía tener ningún nombre adjudicado, estábamos destrozados. Sólo Marc daba la impresión de encontrarse un poco más entero que el resto y, aun así, apenas era capaz de abrir la boca para articular una palabra. Nos quedamos sentados junto al pequeño curso de agua, con las manos extendidas como si estuviéramos pidiendo limosna. De repente, Lola soltó una carcajada. No sabíamos a cuento de qué venía aquello, pero, por la misma regla de tres, todos la imitamos y empezamos a reírnos como locos, sin poder parar de pura desesperación.

—¡Creo que ha sido la peor experiencia de mi vida! —exclamó Efraín, dejando caer la cabeza sobre el hombro de Gertrude para ahogar las carcajadas que le impedían hablar.

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