Authors: Matilde Asensi
—Y, ¿cuándo dicen los arqueólogos que se construyó Tiwanacu? —preguntó confundido
Jabba
.
—Doscientos años antes de nuestra era —repuse.
—O sea, hace dos mil doscientos años, ¿no es así?
Asentí con un gruñido gutural.
—Pues no encaja... No encaja con estos animalitos, ni con el mapa de Piri Reis, ni con la supuesta antigüedad del lenguaje aymara, ni con la historia de los yatiris...
En aquel momento,
Proxi
dio un brinco de entusiasmo en su asiento y se giró velozmente para mirarnos. Tenía los ojos brillantes.
—Os ahorraré todo lo inútil e iré directamente a lo que nos interesa —exclamó—. Según los últimos estudios sobre el tema, el Dios de los Báculos podría ser, en realidad, Thunupa, ¿os acordáis?, el dios del diluvio, el de la lluvia y el rayo.
—¡Caramba! Tiwanacu es un pañuelo, ¿eh? —dije con sorna.
—Parece que esas marcas que tiene en las mejillas son lágrimas —siguió explicando— y los bastones simbolizarían su poder sobre el rayo y el trueno. Nuestro amigo Ludovico Bertonio aporta un dato muy curioso en su famoso diccionario: Thunupa, después de la conquista, se transformó en Ekeko, un dios que, actualmente, sigue teniendo muchos adeptos entre los aymaras porque, según el arqueólogo Carlos Ponce Sanjinés
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, la lluvia, por escasa, ha pasado a ser sinónimo de abundancia y Ekeko es el dios de la abundancia y la felicidad.
—Muy imaginativo —masculló
Jabba
. Ella ni se inmutó.
—Así que los aymaras siguen adorando a Thunupa después de tantos miles de años. ¿No es fantástico? La cuestión es que, como sabéis, el mapa de la cámara se encuentra bajo los piececitos de este dios y... —arrastró largamente el sonido mientras subía el tono para destacar lo que iba a decir—, resulta que el nombre del dios tiene un significado muy especial. —Su rostro se ensanchó con una amplia sonrisa de satisfacción—. ¿Sabéis lo que quiere decir
Thunu
en aymara?
—Si me dejas consultar el diccionario de Bertonio... —dije, haciendo el gesto de ir a levantarme.
—Puedes consultar lo que quieras pero, antes, deja que yo te lo cuente.
Thunu
, en aymara, significa algo que está oculto, escondido como el bulbo de una planta bajo la tierra, y la terminación Pa pone a
Thunu
en relación con la tercera persona singular. O sea, que Thunupa quiere decir que hay algo oculto bajo la figura del dios. El dios señala el lugar.
Jabba
y yo nos quedamos callados durante unos instantes, asimilando el hecho de que las piezas seguían encajando unas con otras de manera sorprendente.
—Quizá es así de simple —observó
Jabba
, con voz insegura.
—¡No es simple! —exclamó
Proxi
, sin dejar de sonreír—. Es perfecto.
—¡Pero eso no nos dice nada nuevo! —objeté con energía—. Ya sabíamos que el dios señalaba el lugar. ¿Dónde están las entradas a la cámara?
—Utiliza la lógica, Arnauet: si, hasta ahora, todo viene reflejado en el friso de la Puerta del Sol, las entradas a los corredores secretos también deben aparecer allí. Y si aparecen, como cabría esperar, las hemos tenido delante de las narices desde el principio, ¿no crees?
Yo la miraba con ojos de loco, abiertos de par en par.
—Observa esta ampliación del Dios de los Báculos —continuó ella, impertérrita, alargándome un papel que yo recogí—. Descríbeme la pirámide de tres pisos.
—Pues... Como su nombre indica, es una pirámide y tiene, en efecto, tres pisos. Dentro aparecen una serie de bichos extraños y un cuadrado con una serpiente cornuda.
—¿Qué más? —me animó
Proxi
, en vista de que me quedaba callado.
—Nada más —repuse—, aunque si quieres que también te describa al dios, lo hago.
—¿Ves lo que tiene el dios en las manos?
—Los báculos.
—Y, ¿hacia dónde señalan los báculos?
—¿Hacia dónde van a señalar...? —mascullé exasperado, pero, entonces, me di cuenta de algo—. Deberían señalar hacia arriba, ¿no es cierto?
Ella sonrió.
—Pero, en realidad, es como si el dios los llevara al revés: los picos de los cóndores, o lo que sean, señalan hacia...
—¿Hacia...?
—Hacia abajo. Es un poco extraño, ¿no?
—¿Y hacia dónde señalan esos báculos invertidos? —insistió.
—Hacia estas cosas raras que sobresalen de..., de la pirámide. Vaya... Tú tenías razón —murmuré devolviéndole el papel, que ella abandonó sobre la mesa.
Me cabreé conmigo mismo. ¿Cómo podía ser tan imbécil? Había estado viendo aquellas prolongaciones de la pirámide desde que descubrí el dibujo de mi hermano y, aunque resultara increíble, precisamente por ser tan raras, no les había prestado la menor atención. Eran un adorno, un ornamento más. Mi cerebro las había ignorado por completo por resultarle inexplicables.
—Como ves, del escalón inferior de la pirámide —terminó ella— parte una línea horizontal a derecha e izquierda que debería representar el suelo pero que, curiosamente, al poco, vuelve a elevarse hacia arriba dibujando una especie de chimeneas a ambos lados que están cubiertas por dos objetos estrafalarios y sin sentido.
—Son como... —murmuró
Jabba
examinando otra reproducción del dios—. ¡La verdad, no sé cómo son! ¿Podrían simbolizar cascos de guerreros?
—Sí, y también animales extraterrestres o naves espaciales —se burló
Proxi
—. Observa que cada uno tiene un único ojo redondo y profundo idéntico a los ojos del dios. Pero, bueno, ¿qué más da? En realidad, no creo que sean otra cosa que una marca. Allá donde aparezcan estas cosas en Tiwanacu, estarán los accesos a los corredores. ¿Tú qué dices,
Root
?
Ya no recordaba exactamente lo que le había contestado aquella noche pero, obviamente, supongo que me mostré conforme. Toda aquella conversación, sostenida poco antes de hacer las maletas para venirnos a Bolivia, había vuelto a mi mente en el breve plazo que tardamos en recorrer la distancia que nos separaba de la auténtica y verdadera Puerta del Sol. Quizá el soroche había borrado dos días completos de mi vida pero, sin duda, había respetado aquella última hora de trabajo en Barcelona. Y, ahora, allí estábamos, frente a la Puerta, separados de ella tan sólo por la endeble alambrada que la protegía. Mis ojos se incrustaron directamente en la figura central del dios, que, en vivo y en directo, con sus relieves y sus sombras producidas por la luz del sol, parecía un pequeño monstruito de malvadas intenciones. Aquél era Thunupa, el dios del diluvio, el que escondía un secreto... Sus ojos redondos miraban hacia ninguna parte, sus brazos en V sujetaban los báculos (un propulsor y una honda, decía la guía que llevaba
Proxi
) y, de sus codos, colgaban cabezas humanas, igual que de su cinturón. En el pecho, sobre el pectoral, se repetía la imagen de la pequeña culebra que aparecía a sus pies, en la cámara secreta que intentaríamos alcanzar aunque aún no supiéramos muy bien cómo. Y allí estaba la pirámide de tres terrazas, con su interior lleno de corredores acabados en cabezas de pumas y de cóndores, con las dos entradas laterales que parecían chimeneas cubiertas por esos extraños cascos de guerreros que también podían ser animales extraterrestres o naves espaciales dotadas de ojos.
Jabba
, que no paraba de moverse a izquierda y derecha de la Puerta, soltaba exclamaciones de admiración a la vista de sus amigos los elefantes—Cuvieronius, inconfundibles hasta el punto de clamar al cielo por la indiferencia que provocaban en la ciencia oficial, una ciencia que decía regirse por lo empíricamente verificable. Pues bien, ahí estaba la prueba indiscutible de que al menos la Puerta tenía que haber sido hecha cuando aquellos mastodontes pululaban por el Altiplano, es decir, un mínimo de once mil años atrás. Sin embargo, como al mapa de Piri Reis, nadie parecía hacerles caso. No pude evitar preguntarme una vez más por qué. Tenía que existir alguna razón. El miedo al ridículo académico no podía ser un motivo tan fuerte como para negarse a investigar la verdad. Ciertamente, en la Edad Media la Inquisición castigaba la herejía con la muerte pero, ahora, ¿qué razón podía haber?
—Bueno, pues aquí estamos —comentó
Proxi
disparando fotografías con su minúscula cámara digital. Habíamos traído con nosotros un buen equipo informático de reducidas dimensiones que nos permitiría trabajar en el hotel en caso necesario. Sólo teníamos que descargar las imágenes en uno de los portátiles y podríamos obtener las ampliaciones e impresiones que nos hicieran falta. Lo cierto era que, por culpa del soroche, aún no habíamos instalado nada y yo empezaba a sentir remordimientos por el montón de correos que me habría enviado Núria y que estarían esperando respuesta.
—Parece mentira —comenté— que hace una semana ni siquiera pensáramos en venir a Taipikala y hoy estemos aquí.
—Espero que todo el esfuerzo haya servido para algo —dijo
Jabba
, rencoroso, justo en el momento de pasar junto a nosotros en su ir y venir entre Cuvieronius.
—Venga, no perdamos más tiempo —declaré—. Tenemos mucho que ver todavía.
La verdad era que de Akapana no quedaba demasiado, sólo un par de enormes terrazas de piedra saliendo de una colina cubierta de hierba. Aquello de que era una pirámide de siete pisos lo creímos por fe, porque no había ninguna pista que lo indicara. En la parte superior de la colina, a la que subimos por detrás, podía verse una especie de hoyo que era, presuntamente, el depósito en el que se recogía el agua de la lluvia para hacerla circular por los recién descubiertos canales zigzagueantes que nadie sabía de verdad para qué servían. Pero, puestos a hacer canalizaciones, ¿por qué con aquella forma tan extraña si total no iban a verse?
Proxi
soltó una risita borde.
—Pues si creéis que esto es un desastre —nos advirtió—, esperaos a Lakaqullu, que no puede ser mucho mejor.
—Será peor, seguro —confirmé con desaliento, recordando que Lakaqullu estaba enterrada por completo bajo tierra.
Según ascendía el sol en el cielo y avanzaba la mañana, la temperatura se volvía más agradable. Terminamos por desabrocharnos las chaquetas y quitarnos los jerseys, anudándolos a la cintura para que no nos dieran calor. Llegó un momento en que hasta me sentí afortunado por llevar en la cabeza el sombrero panamá y lo que, desde luego, agradecimos hasta el infinito fue el cómodo calzado que nos permitía ascender colinas, caminar sobre tierra y roquedos y superar con facilidad los afilados fragmentos de viejas piedras talladas que abundaban por todas partes. El número de visitantes aumentaba también con el calor y ya se veían grupos dispersos por aquí y por allá. Los ruidosos colegiales que nos precedían desaparecieron de nuestra vista y nuestros oídos, seguramente para desarrollar alguna actividad escolar sedentaria y, en su lugar, empezaron a ensordecernos las cigarras, con sus monótonas carracas.
La ruta por las ruinas nos llevó a continuación hasta Puma Punku, a un kilómetro de distancia de su supuesta gemela, Akapana, donde, además de comprobar que, efectivamente, los motivos ornamentales eran marinos y que, sin duda, por la perfección, la piedra había tenido que ser trabajada con lo que fuera que los aymaras utilizaran como taladro mecánico, nos encontramos con un poco más de lo mismo: caos total en un mar de piedras gigantescas. Sólo tropezamos con algo inesperado al doblar un recodo de la colina: una valla metálica que circunvalaba una zona en la que, sin lugar a dudas, se estaba llevando a cabo una excavación. Había gente dentro del perímetro, todos uniformados con gorras o sombreros vaqueros o panamás, camisetas, pantalones cortos y recias botas de las que les sobresalían los calcetines. En total habría una docena de personas subiendo y bajando escaleras de mano y transportando cajas de un lado para otro. En uno de los extremos del vallado se levantaba una gran tienda militar de lona (el cuartel general, probablemente) con el emblema de la UNAR, la Unidad Nacional de Arqueología Regional.
—¿Conque los sábados no se trabaja, eh? —pregunté con ironía.
—Calla y retrocede —farfulló
Jabba
a mi lado, cogiéndome por el brazo.
—Pero, ¿qué pasa?
—Que ella está ahí, ¿no la ves? —murmuró
Proxi
, dando la espalda al campamento y caminando lentamente en dirección contraria—. Es la que lleva la camiseta roja.
Antes de girarme para seguir a mis amigos, tuve tiempo de vislumbrar a la mujer que decía
Proxi
, pero me pareció imposible que fuera Marta Torrent.
—No es ella —murmuré, mientras nos alejábamos con aires de turistas despistados—. Ésa no es la catedrática.
—Le he visto la cara, así que no te detengas y sigue caminando.
—Pero, ¿queréis no ser burros, por favor? —exclamé cuando hubimos rodeado la colina y quedado fuera del campo visual de la excavación—. Esa mujer de la camiseta roja no tenía el cuerpo ni la pinta de una cincuentona estirada y pija, ¿vale? Estaba cubierta de tierra y lucía unas piernas estupendas.
—¿No te está diciendo
Jabba
que le hemos visto la cara? ¡Pero si hasta le sobresalía el pelo blanco por debajo del sombrero!
—Me juego el cuello a que los dos os habéis equivocado.
Yo recordaba a una mujer mayor, elegantemente vestida con un traje de chaqueta de ante, calzada con unos zapatos de tacón muy fino, pendientes y collar de perlas, una ancha pulsera de plata, y unas gafas estrechas de montura azul con cordoncillo metálico que le cubrían los ojos. Sus movimientos eran distinguidos y su voz y su forma de hablar un tanto góticas. ¿Qué demonios tenía todo eso que ver con aquella mujer mucho más joven, de sombrero vaquero, botas mugrientas, camiseta sucia de manga corta y pantalones militares cortos y viejos que cargaba cajas con aires de estibador? ¡Por favor! Ni que fuera el doctor Jekyll y mister Hyde.
—Vale, nos hemos equivocado, pero vámonos de aquí por si se le ocurre venir.
Caminamos de regreso hacia Akapana como si nos persiguiera el diablo.
—Quizá deberíamos marcharnos —murmuró pensativo
Jabba
.
—Yonson Ricardo vendrá por nosotros a partir de las horas catorce —recordó
Proxi
, repitiendo la expresión que nos había dicho el taxista y que nos había dejado sin aliento—, y todavía faltan dos horas y pico.
—Pero tenemos su número de celular —dije yo, imitando también la forma de hablar del boliviano.