Authors: Matilde Asensi
Aunque la lectura de todas aquellas leyendas aymaras resultaba muy entretenida, había que reconocer que sólo eran fábulas para niños que no nos aportaban ningún dato realmente interesante. Muchos fragmentos de texto, entre los recogidos devotamente por mi hermano, elogiaban la sabiduría, el valor y los extraordinarios poderes de los yatiris y sus Capacas, pero, dado que toda la información procedía de textiles y cerámicas de fecha muy posterior, resultaba obvio que aquello estaba necesariamente teñido por el mito y por la belleza que proporciona la nostalgia, de modo que no nos servía de nada. Los yatiris hacían muchas cosas, sí, ¿y qué? Mejor para ellos. Punto.
Pero cuando ya
Proxi
estaba empezando a farfullar palabrotas contra Taipikala y
Jabba
se había largado a la cocina en busca de algo para comer, apareció, por fin, el primer fragmento realmente provechoso: los yatiris, sacerdotes de Willka y descendientes directos de los gigantescos hijos de Oryana, eran poseedores de una sangre sagrada que no podían mezclar y, por lo tanto, estaban obligados a reproducirse sólo entre ellos.
—¡Cuánto me alegro, caramba! —exclamó
Proxi
, presa de una súbita satisfacción—. ¡La casta de los yatiris no era sólo de hombres!
—Es evidente que había mujeres —aceptó
Jabba
, devorando una bolsa de galletas—. Pero hasta ahora ningún documento lo había dicho.
—¡Ése es siempre vuestro error! —Y
Proxi
nos señaló a ambos con el dedo, acusatoriamente—. Dais por sentado que las palabras sin género se refieren sólo a los hombres.
—No es cierto —salté—. Lo que pasa es que Daniel pone el artículo plural masculino delante de «yatiris».
—¿Y Daniel qué es...? —gruñó, despectiva—. ¡Otro hombre! Si no falla nunca. ¿Tú te acuerdas,
Jabba
, de lo que leímos sobre el uso del género cuando estábamos buscando información sobre el aymara?
Jabba
asintió con la boca llena, sin dejar de masticar frenéticamente. Ella continuó:
—En esta lengua perfecta, no existe diferencia de género para las personas gramaticales. No existe ella o él, ni nosotras o nosotros, ni vosotras o vosotros.
—Es... lo mismo —farfulló
Jabba
, lanzando al aire partículas de galleta desmenuzada.
—Tampoco los adjetivos tienen género —siguió
Proxi
—. No existe, por ejemplo, diferencia alguna entre nuevo y nueva o guapo y guapa.
—Es... lo mismo.
—¡Exactamente! Así que la palabra «yatiris» puede referirse tanto a hombres como a mujeres.
—Aunque eso fuera cierto —me atreví a comentar aun a riesgo de morir en el intento—, no es lo que nos importa en este momento. Vale, había mujeres entre los yatiris, pero a mí me llama mucho más la atención el rollo ese de la sangre sagrada que no se podía mezclar. ¿No os recuerda a los Orejones?
Jabba
, que tenía la boca llena, casi se atragantó al intentar responderme. Después de carraspear varias veces, dándose golpes con la mano en el pecho, y de dejar la bolsa de galletas sobre la mesa para alejar la tentación, me dijo, ceñudo:
—Pero, ¿no te has dado cuenta de que es la misma historia que nos contaste sobre Viracocha, pero sin Viracocha? Aquello de las dos razas humanas, la de los gigantes, que él destruyó con columnas de fuego y con el diluvio, y la otra, de la que salieron los incas. Las leyendas coinciden hasta en lo del sol. ¿No nos dijiste que Viracocha lo había hecho salir del lago Titicaca para iluminar el cielo después del diluvio?
Solté una andanada de exabruptos por mi falta de reflejos.
Jabba
volvía a tener razón y yo llegaba tarde al argumento, pero lo disimulé mirando hacia la pantalla del portátil, como si fuera la sorpresa la que desataba mi lengua.
Mientras nosotros dos continuábamos leyendo,
Proxi
se puso a trabajar en otro de los ordenadores cercanos. La vi afanarse con distintos buscadores de internet mientras la historia confeccionada por mi hermano con su selección de textos escritos con tocapus seguía adelante. No le preguntamos lo que estaba haciendo porque, cuando encontrara lo que buscaba, nos lo diría.
En algún momento de la historia, seguía contando la crónica elaborada por Daniel, se produjo un espectacular seísmo en el altiplano que acabó con la vida de cientos de personas y dio al traste con los principales edificios de Taipikala, ya debilitados por los años y el antiguo cataclismo y posterior diluvio. La ruina fue completa. Ante la magnitud del desastre hubo que tomar una serie de decisiones importantes, lo que motivó una fuerte bronca entre los Capacas gobernantes. El largo poema o canción en el que se narraba el suceso —casi dos hojas de versos con sus oportunos y machacones estribillos— no explicaba las razones del altercado pero recordaba lo doloroso que fue el enfrentamiento y lo dignos y honrados que fueron los bandos entre sí. La trifulca acabó con la marcha de la ciudad de un nutrido grupo de Capacas, yatiris y campesinos que iniciaron un éxodo hacia el norte a través de la cordillera. Por fin, después de mucho tiempo, llegaron a un valle rico y soleado y los Capacas decidieron que era el lugar idóneo para fundar una segunda Taipikala, a la que dieron el nombre de Cuzco, el «ombligo del mundo», por semejanza de sentido con «la piedra central». Pero las cosas no funcionaron como se había previsto y la necesidad de guerrear continuamente con los pueblos vecinos acabó por provocar la aparición de un líder militar: el yatiri Manco Capaca, conocido también como Manco Capac. Ni más ni menos que el primer Inca.
La realidad y la leyenda volvían a cruzarse ante nuestros ojos mientras íbamos conociendo la versión aymara de la historia. Pero aún había más: los Capacas de Cuzco que conservaron su papel sacerdotal y curandero pasaron a denominarse, con el tiempo, kamilis y su origen, en apariencia, se perdió en el transcurso de la formación del gran imperio que vino después. Se fundieron (o confundieron) con unos médicos llamados kallawayas, que trataban a la nobleza inca Orejona y que se ganaron fama de tener una lengua propia, un lenguaje secreto que nadie entendía y que les servía como seña de identidad. Su pista se difuminaba irremediablemente mientras que los textos que hablaban de los yatiris de Taipikala dejaban constancia de su pervivencia a pesar de las grandes dificultades a las que tuvieron que enfrentarse. La ciudad nunca volvió a ser lo que fue tras el terremoto. Sus pobladores y las gentes que habían vivido en las inmediaciones se desperdigaron poco a poco y aparecieron pequeños estados soberanos (Canchi, Cana, Lupaca, Pacaje, Caranga, Quillaca...) a modo de reinos de Taifas.
—¡Lo tengo! —exclamó
Proxi
—. Escuchad lo que he encontrado en una revista boliviana: «Los indígenas la llamaban Tiwanaku. Relataban que un día, un siglo antes, el Inca Pachakutej contemplaba las antiguas ruinas y, viendo llegar un mensajero, le dijo: Tiai Huanaku (siéntate, guanaco). Y la frase acuñó el nombre. Posiblemente, nadie quería contarles a los nuevos conquistadores que el nombre de la ciudad perdida en el tiempo era Taipikala (la piedra del medio). Menos aún que se decía que allí el dios Viracocha inició la creación y que aquélla era la piedra del medio, pero del medio del universo
10
.»
—Creo que esa tontería de «Siéntate, guanaco» también la cuenta Garcilaso de la Vega —comentó
Jabba
con desprecio.
—Bueno, pues hemos confirmado —dije— que Taipikala era el nombre original de Tiwanacu, aunque la verdad es que cabían pocas dudas.
—Sólo me falta comprobar un detalle —anunció
Proxi
, volviendo a su ordenador—. Quiero estar segura de que Taipikala-Tiwanacu tenía un puerto para las aguas del Titicaca.
—Va a ser difícil encontrar algo así —observé—. Sobre todo por el cambio de nombre del lago.
—¿Más difícil que algo de lo que hemos buscado hasta ahora? —preguntó con una sonrisilla irónica. Sus preciosos ojos oscuros brillaban con inteligencia. Podía comprender qué había visto
Jabba
en ella, al margen de los extraños peraltes y desniveles de sus formas.
—No, más difícil no —repuse.
—Pues, hala, dejadme trabajar en paz un rato.
—Pero te estás perdiendo todo lo de los yatiris —le advirtió
Jabba
, cogiendo de nuevo la abandonada bolsa de galletas.
—Luego me lo contáis.
Los yatiris que habían permanecido en Taipikala tras el terremoto tuvieron que reorganizar la vida de la ciudad, que ya no era más que un recuerdo de lo que fue. Lucharon por mantener sus antiguos conocimientos y se adaptaron a la vida en las ruinas. Habilitaron algunos templos para las ceremonias y algunas estancias para vivir, pero ya no podían mover las grandes piedras con la facilidad con que lo hicieron sus antepasados, los gigantes, de modo que Taipikala no volvió a brillar bajo la luz del sol aunque conservaba las placas de oro y plata en sus puertas y muros, y todas las piedras preciosas en sus estelas, relieves y esculturas; tampoco sus suelos y terrazas, de color rojo y verde en las épocas de esplendor, lucían como antes, porque ahora el recinto estaba prácticamente abandonado. Los yatiris se refugiaron en sus estudios sobre el firmamento y continuaron con sus investigaciones. Seguían practicando la curación con las palabras y adivinando el futuro, por lo que supieron antes que nadie que un gran ejército invasor estaba a punto de llegar y que su mundo se había terminado. Entonces se prepararon para el acontecimiento.
—¡Si todo esto fuera cierto, colega! —murmuró
Jabba
a mi lado.
—Y si lo fuera, ¿qué?
—¡Cuántos libros de historia habría que cambiar! —dijo, y soltó una carcajada tan ruidosa que temí por el sueño de mi abuela.
—Me preocuparía más el hecho de incluir a los gigantes en los programas de estudio.
—Bueno, vale. Todo es mentira. ¿Te gusta más?
No dije nada pero sonreí. En el fondo, y pese a todo, siempre me había atraído poderosamente la idea de convertirme en un partisano zapatista y no podía negarse que, en la forma, era un auténtico
hacker
, así que cambiar todos los libros de historia y que los niños estudiaran en los colegios a los gigantes, el mapa de Piri Reis y todo lo que pusiera en solfa la verdad establecida, me parecía una gran idea. Los textos que Daniel había traducido y ordenado se acababan (el fichero tenía unas treinta páginas y ya estábamos en la número veinticinco), pero, conforme se acercaba el final, las cosas se iban poniendo más interesantes. Un largo pasaje explicaba que, ante el reiterado aviso de las estrellas de que se acercaba un gran ejército enemigo, los yatiris de Taipikala decidieron esconderse entre la población de los reinos collas cercanos, haciéndose pasar por campesinos y comerciantes. Pero, antes de abandonar para siempre los muros de Taipikala, tenían que hacer algo muy importante que se explicaba en fragmentos posteriores. La tarea fundamental era esconder al Viajero. No podían marcharse sin dejarlo bien protegido, a él y a todo cuanto contenía de importante su tumba, que era mucho, porque, además, la pirámide y la cámara sepulcral aparecían claramente reflejadas en los relieves de la puerta que remataba el edificio. De manera que quitaron dicha puerta, sustituyéndola por otra sin adornos y, durante dos años, se afanaron en levantar una colina de tierra y piedras para ocultar la pirámide pero, cuando por fin terminaron la tarea, dos lluvias de estrellas cayeron una noche del cielo, siendo la segunda mucho más grande que la primera y dejando importantes estelas resplandecientes que advirtieron a los yatiris de la llegada de un segundo ejército que acabaría con el primero y que cambiaría el mundo para siempre. Entonces escribieron todo eso en planchas de oro y dejaron dicho en ellas dónde se esconderían hasta que pasara la destrucción. Accedieron de nuevo a la cámara por uno de los dos corredores que llegaban hasta la pirámide desde lugares que sólo los yatiris conocían, dejaron allí las planchas y volvieron a sellarlo todo, añadiendo más protecciones y defensas. Ellos intentarían que Willca no desapareciera de nuevo, pero, si lo hacía, los humanos supervivientes podrían encontrar su legado.
Y, entonces, llegaron los Incap rúnam...
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.
—Serán los incas, claro.
—Serán.
Los yatiris les vieron pasar mezclados entre la gente de las poblaciones y ciudades conquistadas. Al mando iba Pachacuti (o Pachakutej, como lo llamaba la revista boliviana) , el noveno Inca, muy alto y de rostro redondo, ataviado con un vestido rojizo que llevaba dos largas vetas de tocapus desde el cuello hasta los pies y cubierto con un gran manto verde. Taipikala perdió su nombre y pasó a llamarse Tiwanacu, sin que se diera razón de por qué. Así la denominaban los Incap rúnam y así quedó hasta la llegada de los viracochas
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, los hombres blancos y barbudos que hablaban una lengua extraña que sonaba como un riachuelo cayendo sobre un lecho de piedras. La gente sentía un pánico atroz de los viracochas, seres ambiciosos que robaban el oro, la plata y las piedras preciosas, que esclavizaban y mataban a los hombres y a los niños y violaban a las mujeres. Como los Incap rúnam años atrás, que trajeron a Viracocha, los españoles traían también a su propio dios, pero lo imponían por la fuerza del látigo y los palos, destruyendo los viejos templos y, con sus piedras, construyendo iglesias por todas partes.
—En esta magnífica época —comenté, al hilo de mis pensamientos— debió de ser cuando Pedro Sarmiento de Gamboa se encontró con los yatiris en El Collao, en la zona de Tiwanacu. Estamos hablando, por lo tanto, del año 1575.
—Cuarenta años después de que Pizarro matara al último Inca en Cajamarca y conquistara el imperio —dijo
Proxi
.
—Exacto.
Pero, aún peor que la esclavitud, las torturas y la nueva religión fueron las fiebres ponzoñosas que empezaron a diezmar a la población tras la llegada de los conquistadores. Por donde estos pasaban, los naturales morían a miles, atacados por unas misteriosas enfermedades que los yatiris no habían visto antes y no podían curar. También ellos empezaron a morir y, entonces, antes de que ya no quedara nadie que conservara la antigua sabiduría, decidieron seguir adelante con el propósito que los había animado a salir de Taipikala y, un día, simplemente, se marcharon. Nadie sabía adónde, pero un par de poemas de pocos versos expresaban la alegría de los aymaras porque habían logrado ponerse a salvo.