Authors: Matilde Asensi
—Estudiantes del último curso de Informática. La Escuela Universitaria AMA es la más prestigiosa de Filipinas, se encuentra en el distrito financiero de Makati y de sus aulas han salido auténticos genios como el deplorable Onel de Guzmán, autor del virus «I Love You», que infectó cuarenta y cinco millones de ordenadores de todo el mundo y que me tuvo trabajando como una loca durante un mes para impedir que nuestros sistemas se contagiaran. Estos chicos programan para pagarse los estudios o para conseguir trabajo en Occidente. Son listos, son pobres y tienen acceso a internet. Necesitan ganar dinero y llamar la atención.
—¿Y cómo consiguió Daniel un programa de este tipo?
—He registrado los comentarios del código en busca de pistas —precisó
Jabba
—, pero no hay nada y dudo mucho que se publicase en alguna revista de informática porque suelen ser bastante cuidadosas con lo que sacan. El nombre del programa tampoco dice mucho: «JoviKey»... ¿Quizá «La llave de Jovi»? Imposible de saber. Lo único que se me ocurre es que Daniel lo encontrase en internet, pero me extrañaría porque los programas que se ponen en la red para uso gratuito suelen llevar copyright y éste no lo tiene.
—Y eso no es normal —apostilló
Proxi
, levantando el dedo en el aire a modo de pantocrátor.
—No, no lo es —admití, perplejo.
A regañadientes, hicimos un descanso para comer en la terraza alrededor de las tres de la tarde pero antes de media hora habíamos vuelto al despacho para seguir desbrozando el contenido del portátil. Magdalena nos trajo el té y el café al estudio y la tarde pasó como una exhalación abriendo aplicaciones, estudiándolas y examinando fotografías y textos.
Y allí estaba todo. No nos habíamos equivocado. Habíamos seguido los pasos de Daniel con una precisión milimétrica, reproduciendo en una intensa y difícil semana lo que él, completamente solo, había investigado durante seis meses. Pero su esfuerzo había valido la pena porque los descubrimientos que encontramos en la documentación archivada eran realmente impresionantes. Había realizado un trabajo brillante, inmenso, de modo que no era de extrañar que hubiera terminado agotado y con los nervios rotos.
Según dedujimos de sus caóticas notas y esquemas, trabajando en el quipu quechua de los documentos Miccinelli que Marta Torrent le había entregado, mi inteligente hermano tropezó una y mil veces con grandes dificultades que le llevaron al convencimiento de que no era el quechua puro el idioma que se utilizaba normalmente para escribir con nudos. Investigando, descubrió en Garcilaso de la Vega la referencia al lenguaje secreto de los Orejones, que, aunque con influencias e infiltraciones del quechua, resultó ser básicamente el aymara. A partir de ese momento —y como después haríamos nosotros tres—, descubrió todo lo que de extraño tenía esta lengua y, así, abandonó las cuerdas para centrarse en los tocapus, los cuadraditos objeto de diseños textiles, ya que sus lecturas de Guamán Poma y los demás cronistas le llevaron a pensar que éste era el sistema de escritura de la «Lengua Sagrada», como él la denominaba. Estudió con ahínco y, cuanto más aprendía, más seguro estaba de que todo aquello encerraba un antiguo misterio relacionado con el poder de las palabras. Descubrió a los yatiris, descubrió Tiwanacu, y, para nuestra sorpresa, descubrió una extraña veneración a las cabezas por parte de los aymaras que él relacionaba con el mencionado poder de las palabras. Por eso se dedicó a coleccionar fotografías de cráneos deformados y por eso le llamó la atención el mapa de Piri Reis. Daniel suponía que, en tiempos muy antiguos, quizá algunos milenios antes de nuestra era, los aymaras (o collas, o pucaras) habían adorado a algún dios parecido al Humpty Dumpty cabezón y por eso se había empeñado en desvelar la antigüedad del mapa, para descubrir en qué momento histórico los aymaras habían desarrollado esa devoción por un dios megalocefálico que él identificaba con un ulterior y más humanizado Dios de los Báculos, aunque no estaba seguro de que esa representación simbolizara realmente a un dios, como todo el mundo decía, y, mucho menos, a Viracocha, de quien afirmaba que era un invento inca de creación muy cercana a la llegada de los españoles.
Debió de realizar multitud de intentos para interpretar los textos escritos en tocapus, porque había cientos de reproducciones escaneadas de textiles y objetos de cerámica con esta decoración. Almacenaba desesperadamente ejemplos y más ejemplos en busca de la clave que le permitiera confirmar que aquellos diseños geométricos eran, en realidad, un sistema de escritura. Los subdirectorios con estas reproducciones en formato digital eran interminables y su catalogación no parecía tener el menor sentido, ya que sus nombres estaban formados por largas ristras de cifras no correlativas.
Pero, entonces, encontramos el programa informático que, finalmente, le desveló la clave. Se llamaba «JoviLoom» (¿quizá «El telar de Jovi»?) y, como su hermano gemelo, «JoviKey», carecía de copyright y estaba formado por millones de instrucciones obviamente robadas y, encima, mal estructuradas y peor unidas; aunque, de nuevo, e inesperadamente, el engendro funcionaba e invadía, él solo, la casi totalidad del disco duro. Hubiéramos necesitado unas cuantas cabezas más y algunas semanas de trabajo para poder revisarlo por entero. Sin embargo, con las indagaciones que hicimos tuvimos suficiente y nuestra primera y obvia conclusión fue que aquellos
hackers
filipinos eran admiradores de Bon Jovi, la famosa banda de rock duro de New Jersey.
«JoviLoom» era, básicamente, un programa de gestión de bases de datos. Hasta ahí, todo normal. Tampoco resultaba espectacular el hecho de que gestionara imágenes en lugar de secuencias de información, porque había cientos de programas que también lo hacían. De nuevo, todo correcto. Lo curioso era que, al abrirlo, se desplegaban dos ventanas verticales, una junto a la otra, y que, en la primera, aparecía un muestrario de más de doscientos pequeños tocapus ordenados en filas de tres que podían ser seleccionados uno a uno con el cursor y arrastrados hasta la ventana contigua para reproducir el diseño de cualquier paño. Entonces, tras confirmar que habías terminado de «tejer» el texto que querías, el programa convertía el boceto en una línea continua de tocapus y rastreaba esta veta en busca de cadenas idénticas. Si encontraba dos iguales, partía la línea en pedazos empezando por la primera letra (o tocapu) de la cadena (o palabra) encontrada y reiniciaba la búsqueda comenzando por el segundo tocapu del diseño. Lo que, en resumidas cuentas, venía a hacer «JoviLoom» era algo parecido a lo que se realizaba en esos pasatiempos llamados sopas de letras, buscando coincidencias de secuencias, incluso, en sentido vertical, diagonal o inverso. Así, de un manto rectangular, por ejemplo, decorado con un número determinado de tocapus, podían extraerse incontables combinaciones y permutaciones que daban, como resultado final, una serie de matrices (igual que en el pasatiempo) que encerraban las supuestas palabras localizadas y que «JoviLoom» recolocaba y separaba siguiendo un orden lógico conforme a su emplazamiento original. Una vez compuesto el texto de este modo, es decir, adaptado a la forma gramatical latina, ya sólo faltaba traducirlo, pero eso no lo hacía «JoviLoom», que se limitaba a ofrecer generosamente una anárquica versión formada por raíces y sufijos aymaras en aparente tumulto. Por lo visto, un solo tocapu podía representar tanto una letra (por cierto, consonantes a secas) como una sílaba de dos, tres y hasta cuatro letras, o, incluso, una palabra completa, de lo que dedujimos que cada uno de ellos podía tener un sentido simbólico, al representar un concepto o cosa, y un sentido fonético, al representar un sonido. Pero «JoviLoom» también unía, a veces, dos o tres tocapus a la hora de ofrecer un único sufijo o raíz.
—A mí me parece —empezó a decir
Jabba
, muy puesto en su papel— que tienen que ser palabras compuestas, como «puntapié» o «cuentakilómetros».
—¡Apaga el cerebro, listillo! —le ordenó
Proxi
.
Por si la queríamos, «JoviLoom» también nos ofrecía una versión impresa del resultado, pero, para lo que nosotros sabíamos de aymara, venía a darnos lo mismo.
—¿Y si este puñado absurdo de consonantes no fuera aymara? —pregunté, alarmado de repente.
—¿Y qué demonios iba a ser? —repuso
Jabba
.
Pero, a partir de ahí, cayó sobre nosotros la duda en forma de pesado silencio. Fuimos conscientes de que estábamos atrapados porque no teníamos manera de confirmar que aquel galimatías sin vocales se correspondiera con el lenguaje de los collas. Y en ese desgraciado momento mi abuela tuvo la ocurrencia de entrar a despedirse antes de marcharse al hospital, de manera que la pobre se fue sin que nadie se dignara dirigirle otra cosa que gruñidos.
Afortunadamente, poco después, encontramos, en los ficheros almacenados en una de las carpetas del programa, un montón de sopas de letras ya fraccionadas y, junto a ellas, en ficheros de texto con el mismo nombre, su versión en caracteres latinos formando palabras reconstruidas y completadas por Daniel y, ¡oh, sorpresa!, el escrito resultante sí que estaba en aymara. Por supuesto, estas reconstrucciones seguían siendo pura jerigonza para nosotros pero, por lo menos, ya podíamos consultar algunos términos en los diccionarios de Ludovico Bertonio y de Diego Torres Rubio y comprender lo que querían decir. Además, algunos de estos ficheros estaban también traducidos por mi hermano, pero, en vista de su contenido (por ejemplo,
Amayan marcapa hiuirinacan ucanpuni cuna huchasa camachisi
, o lo que es lo mismo, «Del muerto en su pueblo los mortales en ese siempre algún pecado se realiza»), decidimos que los que habían llegado a un punto muerto por ese día éramos nosotros tres, sobre todo porque la noche se nos había echado encima y Clifford y mi madre llevaban más de una hora esperándonos para cenar.
Sin embargo, a pesar de que la jornada había sido sumamente fructífera, el hallazgo más espectacular lo hicimos al día siguiente, martes, poco después de empezar a trabajar. Casi por casualidad, tropezamos, en el interior del ordenador de Daniel, con un documento bastante grande llamado
Tiwanacu.doc
, archivado de forma incomprensible en uno de los abarrotados subdirectorios de imágenes, y cuál no sería nuestra sorpresa al descubrir que se trataba de una curiosa recopilación de traducciones de textos aymaras cuyos originales, dedujimos, debían de encontrarse en la amplia colección fotográfica de textiles y cerámicas. Los fragmentos eran de tamaños distintos, unos muy grandes y otros pequeños, de apenas una o dos líneas, pero todos hablaban de un lugar místico y sagrado llamado Taipikala, así que, al principio, no entendimos por qué narices el fichero se llamaba Tiwanacu. Taipikala, según Daniel, quería decir, «Piedra de en medio» o «Piedra central», y allí, en Taipikala, se había producido el nacimiento del primer ser humano, hijo de una diosa venida del cielo, llamada Oryana, y de alguna clase de animal terrestre. Después de parir setenta criaturas y, por tanto, cumplida con creces su curiosa misión, la diosa se marchó, regresando a las profundidades del universo de las que había venido. Pero su numerosa descendencia —al parecer, gigantes que vivían cientos de años—, levantó Taipikala en su honor y allí siguió adorándola durante milenios hasta que un terrible cataclismo (tan grande que hizo desaparecer el cielo, el sol y las estrellas) y un posterior diluvio que ahogó en agua la «Piedra central» y a casi toda su población, acabó para siempre con la raza de los gigantes, cuyos enfermizos y debilitados descendientes empezaron a crecer menos en cada nueva generación y a morir mucho antes. Pero, como conservaron las enseñanzas de Oryana y sabían utilizar los sonidos de la naturaleza y hablar el lenguaje sagrado, siguieron siendo yatiris.
Creo que fue en este punto cuando empezamos a tener claro de qué iba todo aquello. Si desbrozábamos el mito y nos quedábamos con ciertos datos significativos, la leyenda recogida en fragmentos dispersos de tocapus venía a ratificar lo que nosotros, por nuestra cuenta, habíamos descubierto. Aceptamos también que Taipikala tenía todas las papeletas para ser Tiwanacu, y esto lo fuimos corroborando con los datos que vinieron a continuación.
Mucho tiempo después del diluvio, Willka, el sol, reapareció por fin y lo hizo surgiendo de las tinieblas en un punto situado en el centro de la gran laguna llamada Kotamama (¿Titicaca?), pegada a Taipikala. Allí se le vio por primera vez y los agotados —y, probablemente, congelados— seres humanos, temerosos de que pudiera producirse una nueva desaparición, le adoraron de todas las formas posibles, ofreciéndole ceremonias y sacrificios de cualquier talante imaginable. La ciudad de Taipikala renació lentamente de sus cenizas bajo el gobierno de los yatiris más sabios, llamados Capacas, que convirtieron el culto al sol en el eje central de su nueva y asustadiza religión. Willka no podía volver a desaparecer; la continuidad del ser humano dependía de ello. Si Willka se marchaba de nuevo, morirían, y, con ellos, tal y como habían estado a punto de poder comprobar, la naturaleza al completo. De modo que el sol se convirtió en dios y Taipikala en su ciudad-santuario. Allí, con gran ceremonia, se ataba a Willka a la piedra de los solsticios, la llamada «piedra para amarrar al sol», con una larga y gruesa cadena de oro que lo sujetaba al espacio-tiempo. A pesar de todo, de vez en cuando el sol se soltaba de la cadena y desaparecía, y el terror invadía a los habitantes de Taipikala. Pero los Capacas volvían a sujetarlo fuertemente a la piedra y no lo dejaban marchar. No olvidaron a Oryana, pero ella ya no estaba y Willka era, a efectos prácticos e inmediatos, mucho más importante y necesario. Como importante y necesario era también Thunupa, otro nuevo dios nacido del miedo que simbolizaba el poder del agua y del rayo que anuncia la tormenta. Thunupa no era tan significativo como Willka, pero ambos se complementaban en la tarea de evitar un nuevo desastre. Además, desde el diluvio, las épocas de las lluvias habían cambiado de una manera extraña y la abundancia anterior de los cultivos no había vuelto a darse. Willka y Thunupa, el sol y el agua, eran los dioses fundamentales del panteón de Taipikala.
Los yatiris se convirtieron en los depositarios y guardianes de la sabiduría antigua y, por tanto, pronto se encontraron en la cima del poder social y religioso. El mundo había cambiado mucho; incluso la laguna Kotamama, que antes llegaba hasta los muelles del puerto de Taipikala, ahora se encontraba a una considerable distancia, pero ellos seguían teniendo la capacidad de sanar las enfermedades y de retener al sol en el cielo día tras día. Pronto constituyeron una casta aparte: hablaban un lenguaje propio, estudiaban el firmamento minuciosamente, podían predecir los acontecimientos y enseñaban la manera de llevar el agua desde la gran laguna hasta los lejanos cultivos para obtener grandes cosechas a pesar del frío que, desde el diluvio, azotaba la zona. El lugar más sagrado de Taipikala era la Pirámide del Viajero, un lugar apartado del resto de edificios en el que se custodiaban unas grandes planchas de oro sobre cuyas lisas superficies se escribió, para que nunca se olvidara, la memoria de la creación del mundo, la llegada de Oryana, la historia de los gigantes, del diluvio, el renacer de la humanidad tras el regreso del sol, y todo cuantos los yatiris sabían del universo y la vida. La Pirámide del Viajero contenía, además, importantes dibujos que mostraban el firmamento y la tierra antes y después del cataclismo, así como el cuerpo mismo del viajero y su equipaje para recorrer los mundos que le esperaban en el más allá hasta su regreso. Todo esto estaba pensado, por lo visto, para ayudar a una próxima Humanidad en caso de que volviera a suceder alguna catástrofe.