Authors: Matilde Asensi
—¡Yo es que no lo entiendo! —bramó
Jabba
, enfadado—. En España pides un préstamo a un banco y te exigen hasta la fe de bautismo de tu madre. Pero cualquier país dirigido por sinvergüenzas pide préstamos multimillonarios al Fondo Monetario Internacional o al Banco Mundial y, oye, sin problemas: aquí están los millones, amigos, para que hagáis lo que os dé la gana. Ahora, eso sí, luego todo el mundo tiene que apechugar para devolverlos aunque sea muriéndose de hambre. ¡Os juro que no lo entiendo!
Indignados y cabreados seguimos dándole vueltas al tema, ideando soluciones que no estaban al alcance de tres miserables individuos perdidos en el mundo y, así, nos comimos sin enterarnos una especie de sopa con unas patatas muy raras y muchas especias. Cuando nos estaban cambiando los platos, poniéndonos delante las truchas, la puerta del comedor se abrió una vez más para dar paso a un numeroso grupo de gente vestida con camisetas, pantalones cortos y recias botas de cuero. Y, sí, la catedrática iba al frente junto a un tipo con la cabeza rapada al cero, gafas y una corta barba grisácea. Iban charlando animadamente, seguidos por una tropa de jóvenes arqueólogos que armaban más escándalo ellos solos que todo el comedor junto. Don Gastón, con una amabilidad que destilaba respeto y devoción se dirigió hacia ellos y les acompañó hasta una gran mesa, al fondo, que parecía estar esperándolos.
Me quedé sin sangre en las venas. Si nos veía, estábamos perdidos. Mis amigos también se habían dado cuenta de su llegada y los tres nos quedamos petrificados como estatuas siguiendo a la catedrática con la mirada. Ella, afortunadamente, no nos había descubierto, distraída como iba por la charla con don Gastón y el calvo. Tomaron todos asiento alrededor de la larga mesa y siguieron montando bulla con gran animación. Parecían contentos.
—No podemos quedarnos aquí —murmuró
Proxi
.
No conseguimos escucharla.
—¿Qué dices?
—¡Que no podemos quedarnos aquí! —gritó.
—Pero tampoco podemos irnos —le advertí—. Si nos levantamos, nos verá.
—¿Y qué hacemos? —titubeó
Jabba
.
Pero ya era tarde. Por el rabillo del ojo pude distinguir cómo Marta Torrent pasaba la mirada, abstraída, por todas las mesas del comedor y cómo, bruscamente, la detenía en la nuestra y, luego, en mí, examinándome con atención y cambiando el gesto de la cara de alegre a serio y reconcentrado.
—Me ha visto.
—Joder! —exclamó mi amigo, dando una palmada en la mesa.
No valía la pena seguir comportándonos como criaturas que juegan al escondite. Tenía que afrontar aquella mirada y devolver el reconocimiento, así que giré la cabeza, la observé con la misma seriedad con que ella me examinaba y aguanté el tirón con toda la frialdad del mundo. Ninguno hizo el menor gesto de saludo y ninguno desvió los ojos hacia otro lado. Yo ya conocía su juego, así que, esta vez, no me pilló desprevenido. No sería yo quien retrocediera o se amilanara. Y así estuvimos durante unos segundos que, como en ninguna otra ocasión de mi vida, se me hicieron, de verdad, eternos.
Cuando la situación era ya insostenible, el calvo se inclinó hacia ella y le dijo algo. Sin dejar de mirarme fijamente, la catedrática le respondió y, a continuación, se puso en pie, echando la silla hacia atrás y empezando a recorrer la mesa en sentido horizontal. Venía hacia mí, de modo que también yo, como un espejo, me levanté del asiento, dejé la servilleta arrugada junto a mi plato y avancé. Pero no mucho. No como para encontrarnos a mitad de camino. Era ella quien debía acercarse a mi territorio, así que me detuve a dos pasos, dándoles la espalda a
Jabba
y a
Proxi
. Estoy seguro de que ella se dio cuenta de mi intención.
Mis amigos habían acertado de lleno cuando la reconocieron en la excavación de Puma Punku y fui yo quien se equivocó, bloqueado por una idea preconcebida sobre cómo debía ser y vestir aquella mujer. Lamentablemente, con su nuevo aspecto parecía mucho más humana y joven, mucho más persona, y eso me fastidiaba. Por suerte, seguía contando con esa mirada de hielo que me devolvía la tranquilidad al sentir que reconocía al enemigo. Llevaba el pelo blanco revuelto, con la marca circular del sombrero, y sus ropas de trabajo le quitaban, de golpe, casi diez años de encima. Aquella sorprendente transformación no me pasó inadvertida, sobre todo porque ya la tenía frente a mí, a muy poca distancia. Debíamos de ofrecer una imagen curiosa porque su cabeza me llegaba, exactamente, a la altura del cuello, a pesar de lo cual no daba la impresión de ser más baja que yo. Tal era la fuerza que desprendía.
—Sabía que le vería por aquí muy pronto, señor Queralt —entonó con su grave y hermosa voz a modo de saludo.
—Y yo estaba seguro de encontrarla en cuanto viniera a Tiwanacu, doctora Torrent.
Permanecimos callados unos instantes, observándonos con desafío.
—¿Por qué está aquí? —quiso saber, aunque no parecía albergar ninguna duda al respecto—. ¿Por qué ha venido?
—Ya sé que a usted le da lo mismo —repuse, cruzando los brazos sobre el pecho—, pero, para mí, mi hermano es la persona más importante del mundo y estoy dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de ayudarle.
Me miró de una manera rara y, sorprendentemente, esbozó el inicio de una sonrisa.
—Así pues, o Daniel me robó más documentación de la que usted trajo a mi despacho, o usted y sus amigos... —dijo, mirando levemente hacia la mesa, detrás de mí—, son muy listos y han conseguido en pocos días lo que a otros nos ha costado años de duro trabajo.
—Pasaré por alto su repetida acusación de robo porque no vale la pena discutir con usted, doctora Torrent. El tiempo pondrá a todos en su sitio y usted lamentará, de un modo u otro, haber insultado de esta forma a mi hermano. Por cierto... —observé, echándome a un lado y utilizando un tono exageradamente educado—. Éstos son mis amigos, Lola Riera y Marc Martí. Ella es la doctora Torrent, de la que tanto os he hablado.
Ambos, puestos en pie, le tendieron las manos y la catedrática las estrechó sin alterar el gesto adusto de la cara. En realidad, ninguno sonreía. Luego, se volvió hacia mí.
—Como usted ha dicho, el tiempo nos pondrá a todos en nuestro sitio, señor Queralt. No lo dude. Pero, mientras lo hace, y dado que no puedo saber cuáles son sus verdaderas intenciones, déjeme recordarle que cualquier excavación realizada en Tiwanacu sin las autorizaciones legales necesarias es un delito muy grave que, en este país, se paga con penas que podrían mantenerles a usted y a sus amigos en la cárcel durante el resto de sus vidas.
—Muy bien, doctora, pero déjeme recordarle, a mi vez, que el robo, plagio o lo que sea, de material de investigación académica, también está castigado en España y que su prestigio podría hundirse para siempre junto con su cargo en la universidad y su buen nombre.
Ella sonrió con ironía.
—No olvide sus palabras —dijo y, dándose la vuelta, se alejó despacio, con esos andares elegantes que ya le había visto en Barcelona y que no pegaban nada con su aspecto actual.
Me moví rápidamente, regresando a mi asiento, mientras Marc y Lola seguían de pie como esos muñecos que llevan un peso en la parte inferior y que, por mucho que los empujes, siempre vuelven a ponerse rectos.
—¿Queréis sentaros de una maldita vez? —les dije, enfadado—. Aquí no ha pasado nada, ¿vale? Así que, venga, a comer, que las truchas se nos están quedando frías.
—Es alucinante —balbució
Proxi
, dejándose caer como un saco en su silla—. ¡Qué fuerte! ¿Habéis oído cómo nos ha amenazado?
—¿Que si lo he oído...? —vaciló
Jabba
—. Todavía tengo las tripas revueltas de imaginarme, con sesenta años, en una cárcel boliviana.
—¡Ni caso, venga! ¿No os dije cómo era? ¿Acaso no os avisé? ¡Pues ya habéis podido comprobarlo vosotros mismos! ¡Está dispuesta a cualquier cosa con tal de que no le arruinemos el descubrimiento! ¡Un descubrimiento que es de mi hermano!
Marc y Lola me miraron de tal manera que supe que la catedrática había conseguido hacerles dudar.
—¿Estás seguro, Arnau? —me preguntó
Proxi
—. No te ofendas, por favor, pero... ¿Estás completamente seguro?
Hice un chasquido con la lengua y suspiré.
—Tú conoces a Daniel, Lola. No puedo ofrecerte nada más.
Ella bajó la cabeza, apesadumbrada.
—Tienes razón, perdóname. ¡Es que esa mujer habla con tal convicción que es capaz de hacer dudar hasta al mismísimo Espíritu Santo!
—Por más que me esfuerce —añadió
Jabba
, malhumorado—, no puedo imaginar a Daniel robando. Pero debo reconocer que esa imbécil me ha hecho desconfiar de él.
—Entonces, ¿vamos a volver a Tiwanacu o no? —preguntó
Proxi
, mirándome.
—Por supuesto que vamos a volver. Aunque hoy no consigamos nada, al menos seguiremos estudiando la forma de entrar.
Terminamos de comer envueltos en un hosco silencio y, tras pagar la cuenta, nos marchamos de allí sin dirigir ni una mirada hacia la catedrática. Yonson Ricardo nos devolvió a las ruinas y prometió regresar a las horas seis para llevarnos de vuelta a La Paz. Pero ya no teníamos el mismo buen humor que por la mañana. Andábamos cabizbajos y serios, notando cómo el frío se iba haciendo más intenso según caía la tarde.
Como maltrechos supervivientes de un naufragio regresamos a la Puerta del Sol y, con la luz del día declinando, nos dedicamos a examinar los muchos detalles que aquella maravillosa obra de arte ocultaba en sus dibujos, especialmente en la recargada figura del dios Thunupa. Cualquier pequeño detalle parecía estar lleno de significación, pero el problema real era que, al menos yo, tenía la mente en otro sitio y me costaba concentrarme en lo que andábamos buscando. Mi cabeza divagaba, atrapada por la mirada maliciosa de los ojos redondos del dios, unos ojos que parecían bucear en mi interior haciendo resonar ecos familiares de un pasado tan lejano como desconocido. Yo sabía que allí había una verdad, pero carecía de las armas necesarias para poder interpretarla. Me sentía desvalido en mi ignorancia; quería saber por qué personas tan normales y corrientes como Marc, Lola o yo habían adorado a aquel ser sin piernas miles de años atrás, por qué lo que ahora sólo era una figura que atraía a los turistas había sido un dios poderoso —quizá temido, quizá amado—, portador de unos báculos invertidos que nadie sabía interpretar, y por qué la ciencia era tan temerosa de su propia imagen de infalibilidad y sentía tanto miedo de aceptar verdades que escapaban a su comprensión o de plantearse preguntas que pudieran conducirla a respuestas incómodas.
Cansado de estar de pie y también de respirar un aire tan pobre en oxígeno, me dejé caer sobre la tierra desnuda y crucé las piernas como un indio frente a la misma valla de alambres, sin importarme si las hormigas gigantes me subían por las piernas. Estaba harto de no comprender y me daba lo mismo si la catedrática, o cualquiera, pasaba por allí y me veía tirado en el suelo como un visitante grosero.
Jabba
y
Proxi
se habían alejado para escudriñar desde una cierta distancia, pero yo estaba sentado casi debajo de la Puerta y no pensaba moverme más. Hastiado por haber llegado hasta allí para acabar fracasando, levanté la mirada hacia el dios como esperando que él me aclarara el entuerto.
Y lo hizo. Fue un chispazo de comprensión, un deslumbramiento. El lugar en el que estaba sentado me colocaba casi a los pies de Thunupa y, al mirar hacia arriba, de repente, la perspectiva de la puerta cambió, ofreciéndome una nueva imagen del dios que, inesperadamente, lo aclaraba todo. ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? ¡Había que suplicar!
—¡Hay que suplicar! —grité, como un loco—. ¡Venid, venid! La clave está aquí. ¡Hay que suplicar la ayuda del dios!
Jabba
y
Proxi
, que ya se acercaban corriendo, entendieron inmediatamente lo que quería decirles y se dejaron caer, de rodillas, a mi lado, mirando hacia arriba, levantando los ojos hacia Thunupa, el dios del diluvio al que había que pedir ayuda si una catástrofe similar se volvía a producir.
—¿Lo veis? —aullé—. ¿Lo veis? ¡Mirad los báculos!
Desde nuestra posición, los picos de los cóndores que remataban los báculos se clavaban en los agujeros redondos y profundos que, a modo de ojos idénticos a los del dios, tenían los cascos, naves o animales extraterrestres que cubrían las chimeneas. Lo que veíamos con toda claridad era al dios empuñando aquellos bastones e incrustándolos con fuerza en las cavidades redondas.
—Eso era, eso era... —salmodiaba
Proxi
, fascinada—. Tan sencillo como eso.
—¡Pero había que suplicar! —exclamé, entusiasmado—. Sólo arrodillándose frente al dios podía descubrirse el mensaje.
—Y tiene todo el sentido del mundo —convino
Jabba
—. Como tú dijiste,
Proxi
, los yatiris, al marcharse, ocultaron la forma de entrar en la cámara sólo hasta que su contenido resultara necesario. Y la necesidad lleva a la súplica. Además, observa la posición de los monigotes ésos de las bandas laterales: parecen estar arrodillados, implorando. Teníamos que habernos fijado antes.
—Tienes razón —admití, examinando a los falsos querubines alados—. Ellos decían lo que había que hacer. ¿Cómo no lo vimos?
—Porque no les hemos hecho caso. Los yatiris lo dejaron todo a la vista.
—No, no... Algo no funciona. Esta puerta es mucho más antigua —objetó
Proxi
pensativa—, miles de años más antigua que la llegada de los incas y los españoles.
—Es muy posible que todo esto estuviera planeado desde el diluvio —dije yo, incorporándome y sacudiéndome los pantalones— y que los Capacas y yatiris del siglo XVI cumplieran un plan fraguado miles de años atrás. No olvidéis que ellos poseían secretos y conocimientos que se transmitían de generación en generación, y muy bien podía ser éste uno de aquellos secretos. Eran unos seres especiales que sabían lo que había ocurrido diez mil años atrás y sabían también lo que tenían que hacer en caso de una catástrofe o una invasión.
—¡Estamos especulando! —protestó
Jabba
—. En realidad, ni siquiera sabemos si vamos a poder abrir las entradas, así que, ¿a qué viene tanta pregunta sobre cosas que jamás podremos conocer?
—
Jabba
tiene razón —murmuró
Proxi
, levantándose también—. Lo primero es comprobar que podemos incrustar un báculo con pico de cóndor en el ojo de la figura de la placa.