Authors: Matilde Asensi
El Madidi era, pues, un agujero negro geográfico calificado por la revista
National Geographic
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y por un informe de Conservation International
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como la mayor reserva mundial de biodiversidad, en la que, por ejemplo, podían encontrarse más especies de aves que en todo el territorio de Norteamérica.
Los descubrimientos informativos que Marc y Efraín le iban arrancando a la red y que nos contaban por la noche, cuando nos reuníamos todos a cenar, dibujaban un panorama cada vez más amplio y tremendo de la loca expedición en la que nos habíamos embarcado. Todos guardábamos silencio, pero yo, como los demás, me preguntaba si no estaríamos equivocándonos, si no acabaríamos como ese coronel británico o ese explorador noruego. La necesidad de no romper el cordón umbilical con la civilización me llevó a comprar, el último día y en el último momento, un pequeño equipo compuesto por un GPS
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para conocer nuestra ubicación en cualquier momento y un cargador de baterías para el móvil y el ordenador portátil —que pensaba llevarme a la selva fuera como fuese—. No quería morir sin mandar al mundo un último mensaje indicando dónde podían encontrar nuestros cuerpos para repatriarlos a España.
La noche del domingo llamé a mi abuela y estuve hablando con ella durante bastante tiempo. Si había alguien capaz de comprender la barbaridad que estábamos a punto de llevar a cabo, esa persona era mi abuela, que no se sorprendió en absoluto de lo que le conté y que, encima, me alentó con gran entusiasmo. Estoy por jurar que le hubiera encantado cambiarse por mí y jugarse el pellejo en el Infierno verde, la única expresión que Efraín, Marta y Gertrude utilizaban para referirse a la selva amazónica. Me pidió que fuera muy prudente y que no corriera riesgos innecesarios pero en ningún momento me dijo que no lo hiciera. Mi abuela era pura energía y hasta su último aliento seguiría siendo la persona más viva de todo el planeta Tierra. Acordamos que ella no le diría nada a mi madre y yo le prometí ponerme en contacto en cuanto me fuera posible. Me contó que estaban pensando llevarse a Daniel a casa, puesto que continuar con la hospitalización no servía para nada y, en ese instante, estuve a punto de confesarle lo del robo de material del despacho de Marta. No lo hice por un instinto egoísta y absurdo: si nos ocurría algo malo durante la expedición, el delito de mi hermano prescribiría en ese mismo instante, de modo que no valía la pena hacer sufrir a mi abuela por cosas que, si no tenía más remedio, ya le contaría cuando volviera a Barcelona.
El domingo, con todo el material preparado y almacenado en el hotel, Marc y Efraín seguían recopilando información sobre el Madidi que Gertrude, Marta, Lola y yo leíamos brevemente pasándonos las hojas de uno a otro conforme iban saliendo de las impresoras. El parque fue creado por el gobierno boliviano el 21 de septiembre de 1995, haciendo coincidir sus lindes con los de otros parques nacionales (el Manuripi Heath, el Área Natural de Manejo Integrado Apolobamba y la Reserva de la Biosfera Pilón Lajas). Su clima era tropical, cálido y con una humedad del ciento por ciento, lo que convertía en una pesadilla cualquier esfuerzo físico. Los reconocimientos aéreos y las fotografías por satélite revelaban que su parte sur se caracterizaba por valles profundos y altas pendientes, mientras que la región subandina presentaba serranías con altitudes que podían alcanzar los dos mil metros. De modo que, por lo poco que sabíamos de nuestra ruta, tendríamos que dejar esas sierras a nuestras espaldas para internarnos en primer lugar por zona de llanos, siguiendo la cuenca del río Beni y, luego, desviarnos hacia los valles y las pendientes del sur.
—Hay algo que no encaja —comentó Lola, levantándose del sofá y acercándose con gesto de preocupación a los mapas militares que todavía teníamos desplegados sobre la mesa—. Si, como hemos calculado, la distancia entre Taipikala y el punto final del trazado del plano de oro es de unos cuatrocientos cincuenta kilómetros y, en una marcha por la montaña, sin apurarse demasiado, se pueden recorrer a pie unos quince o veinte kilómetros al día, algo falla, porque se tardaría menos de un mes en llegar al triángulo y, sin embargo, Sarmiento de Gamboa habla de dos.
—Bueno, por nuestro bien espero que te equivoques —le dijo Marc, mosqueado—. Recuerda que sólo hemos comprado víveres para quince días.
—Tampoco podríamos acarrear más —argüí.
Nuestra reserva de alimentos había sido estimada descontando los kilómetros que haríamos en avión desde La Paz hasta Rurrenabaque. Una vez allí, el recorrido que nos separaba del triángulo del mapa era de poco más de cien kilómetros, de manera que, contando con la inexperiencia de Lola, Marc y mía, los posibles accidentes y el tener que abrirnos camino a machetazos, habíamos decidido ser generosos y repartir entre los seis la provisión de comida para un par de semanas, es decir, contando también con los cien kilómetros de vuelta. Estábamos convencidos de que no nos haría falta más y de que, incluso, regresaríamos con latas en las mochilas, pero preferíamos ser precavidos a pasar hambre ya que, una vez en la selva, lo que no tuviéramos no podríamos adquirirlo en ninguna tienda y sería una experiencia muy desagradable ver a mi amigo Marc mordisqueando los troncos de los árboles o dando un bocado a la primera serpiente que se le pusiera por delante. La noche anterior al vuelo hacia Rurrenabaque no pude pegar ojo. Recuerdo que me pilló la madrugada respondiendo los últimos correos electrónicos de Núria sobre cuestiones de trabajo y que me quedé embobado contemplando cómo se colaba la luz del amanecer por los resquicios de las persianas. Hay veces en que uno no sabe cómo ha llegado hasta donde está, que no puede explicar cómo sucedieron las cosas que le llevaron hasta una situación determinada. Recordaba lejanamente haber organizado un boicot contra el canon de la Fundación TraxSG y que mi cuñada me había llamado para decirme que Daniel estaba enfermo. Hasta ese día mi vida había sido una buena vida. Quizá solitaria (bueno, lo admito, bastante solitaria), pero creía que me sentía a gusto con lo que hacía y con lo que había conseguido. No me permitía tener muchos ratos para pensar, como estaba haciendo en aquel instante, en aquella habitación de hotel a miles de kilómetros de mi casa. Tenía la sensación de haber estado existiendo dentro de una burbuja en la que no sabía ni cuándo ni cómo había entrado. Quizá nací ya dentro de ella y, en el mismo momento en que lo pensé, supe que era verdad. Si todo volvía algún día a la normalidad, me dije, seguiría dirigiendo Ker—Central hasta que me cansara de ella y, después, la vendería para saltar a otra cosa, a otro asunto o negocio que me interesara más. Siempre había sido así: en cuanto algo se convertía en rutinario y dejaba de ocuparme todas las horas del día, lo abandonaba y buscaba de nuevo el corazón de la burbuja con una nueva actividad que me obligara a superar mis límites y que me impidiera pensar, estar a solas conmigo mismo sin otra cosa que hacer que ver salir el sol a través de unas ventanas a medio cerrar como estaba haciendo entonces.
Quizá no regresara de la selva, pensé, quizá nos esperaban peligros demasiado grandes para tres novatos, dos aficionados y una pseudoexperta, pero, en cualquier caso, me sentía mejor de lo que me había sentido en toda mi vida. Estaba fuera de la burbuja, contemplando el mundo real, arriesgándome a mucho más que a recibir un virus en mi ordenador o a perder unos cuantos millones en una mala inversión. De repente intuía que había otras cosas más allá de lo que era mi estrecho mundo virtual, donde sonaba mi música favorita, estaban mis libros y podía contemplar a placer las pinturas que más me gustaban. En el fondo, me dije, tendría que darle las gracias a Daniel cuando se curara —después de partirle la cara, metafóricamente hablando— por haberme dado la oportunidad de salir de mi vida perfecta y cuadriculada. Todo aquel rollo de los aymaras me había roto los esquemas y me había hecho enfrentarme a una parte de mí que desconocía. ¿Acaso había estado alguna vez más vivo que cuando atravesaba aquel pasillo formado por planchas de oro en las tripas de una pirámide preincaica o que cuando ataba cabos como un loco con los datos dejados por los cronistas españoles de la conquista de América en el siglo XVI? No sabía exactamente cómo definir mi sensación de esos momentos, pero me hubiera atrevido a afirmar que era algo muy parecido a la pasión, a una pasión que me aceleraba la sangre en las venas y me hacía abrir los ojos, fascinado.
Cuando Marc y Lola pasaron a recogerme para bajar a desayunar, cerca de las diez de la mañana, me encontraron dormido en el sillón con los pies descalzos sobre la mesa y la misma ropa que llevaba el día anterior.
Esa mañana tenía que hacer algo muy importante: iba a pelarme antes de tomar el vuelo de la TAM hacia Rurrenabaque. Según me había advertido Marta, el pelo largo en la selva era un reclamo para todo tipo de bichos.
El avión despegó a mediodía del aeropuerto militar de El Alto y en los cincuenta minutos que tardamos en llegar, el paisaje y el clima se modificaron radicalmente: del fresco, seco y más o menos urbanizado Altiplano situado a cuatro mil metros de altitud, pasamos a un agobiante, caluroso y selvático entorno tres mil metros más abajo. Yo tenía la firme convicción de que los militares nos detendrían en cuanto nuestros ciento y pico kilos de equipaje atravesaran los controles de seguridad (por los machetes, navajas y cuchillos), pero si pocos aeropuertos del mundo ponían en práctica tales controles ni siquiera después de los atentados del 11—S, en El Alto todavía menos, de modo que aquellas peligrosas armas embarcaron en la nave sin la menor dificultad. Efraín nos explicó que en cualquier vuelo que se dirigiera hacia zonas de selva era inevitable que los viajeros llevaran esas herramientas consigo y que no estaban consideradas como armas. Tal y como esperábamos, tampoco nos pidieron documentación alguna y mejor así porque ni Marc ni Lola ni yo llevábamos encima otra cosa que el DNI español, el documento nacional de identidad, ya que no podíamos arriesgarnos a perder o a estropear en la selva los pasaportes que nos conducirían de nuevo a casa cuando todo aquello terminara. El pobre Marc lo pasó fatal otra vez durante el vuelo y, aunque el viaje fue corto y agradable, con una voz que apenas le salía del cuerpo juró que sólo volvería a España si podía hacerlo en barco. Fue inútil que intentáramos explicarle que ya no había grandes líneas marítimas que ofrecieran viajes en trasatlántico como en la época del
Titanic
: él juró y perjuró que o encontraba una o se quedaba a vivir en Bolivia para siempre. El autobús de la TAM o, como lo llamaban allí, la buseta, nos recogió en plena pista de aterrizaje para trasladarnos hasta las oficinas de la compañía en el centro de Rurrenabaque, aunque llamar pista a la suave pradera cubierta de hierba alta y flanqueada por dos muros de bosque a modo de balizas sólo era un generoso eufemismo. El día que lloviera, observó Lola espantada, aquella franja de tierra se convertiría en un barrizal inutilizable.
Una vez en el centro de Rurrenabaque, rodeados por turistas de todas las nacionalidades que permanecían a la espera de entrar en el parque, nos metimos en uno de los bares del pueblo y comimos algo antes de salir en busca de una movilidad que nos condujera hasta las cercanías del lugar por donde pensábamos colarnos en el Madidi. Tuvimos suerte porque en el embarcadero—centro neurálgico y social de Rurrenabaque— sólo quedaba una desvencijada Toyota aparcada junto al río Beni y conseguimos alquilarla por unos pocos bolivianos a su propietario, un viejo indio de etnia Tacana que dijo llamarse don José Quenevo, quien, con medias e incomprensibles palabras, se comprometió también a llevarnos personalmente hasta donde quisiéramos por un pequeño suplemento adicional. La imagen del Beni era impresionante a esas horas de la tarde: el cauce era tan ancho como cuatro autopistas juntas y, al otro lado, podían verse las casas de adobe con techo de palma del pueblecito de San Buenaventura, gemelo menor de Rurre (como designaban los oriundos a su localidad, para abreviar). Seis o siete canoas de madera, tan largas como vagones de tren y tan delgadas que sus ocupantes iban sentados en hilera, cruzaban de un pueblo a otro acarreando verduras y animales. Por alguna razón, y a pesar del aire sofocante, me sentía fantásticamente bien contemplando el entorno de colinas verdes, el ancho río y el cielo azul cubierto de nubes blancas: la enorme mochila que cargaba a mis espaldas apenas me pesaba y me sentía optimista y ligero como una pluma mientras saltaba a la parte trasera de la sucia camioneta de don José, que no podía tener más barro ni aunque le vaciaran encima una hormigonera. Efraín se sentó delante con el viejo conductor tacana y le pidió que nos llevara hasta la cercana localidad de Reyes, donde pensábamos acampar durante unos días. Sin embargo, antes de que se cumpliese la media hora de camino, tal y como habíamos acordado, empezamos a golpear el techo de la cabina y le dijimos a Efraín en voz alta, para que don José pudiera oírnos con toda claridad, que queríamos bajarnos allí mismo y hacer el resto del camino a pie. Nuestro conductor detuvo tranquilamente la movilidad en mitad de aquel sendero tortuoso que era la carretera a Reyes —no nos habíamos cruzado con ningún vehículo y no se veía un alma por los alrededores— y, antes de abandonarnos en mitad de la nada, nos advirtió que todavía nos quedaba una hora larga de caminata hasta nuestro destino y que nos convendría darnos prisa para que la noche no se nos echara encima. Lo cierto es que aún lucía un sol espléndido, sólo mitigado por las alas de nuestros sombreros, de los que los seis íbamos provistos. Yo llevaba el panamá que me había comprado en Tiwanacu para ocultar mi pelo largo de la vista de Marta y, aunque ahora ese pelo descansaba en algún cubo de basura de La Paz —me lo había cortado al uno—, la verdad era que cumplía perfectamente su auténtico papel resguardándome del sol y de las picaduras de los mosquitos que, como nubes grisáceas, ondeaban a nuestro alrededor a pesar del repelente con el que nos habíamos embadurnado.
Después de infinidad de maniobras para girar su destartalada movilidad y reemprender el camino hacia Rurre, don José desapareció de nuestra vista y, por fin, nos quedamos completamente solos al borde mismo de la selva amazónica. Efraín sacó uno de los mapas del bolsillo de su pantalón y lo extendió en el suelo. Con ayuda de mi receptor GPS descubrimos que, como habíamos previsto, estábamos muy cerca de una de las casetas de control de los guardaparques del Madidi y el plan consistía en esperar ocultos a que cayera la noche para deslizamos en el recinto pasando bajo las mismas narices de los guardias dormidos. Aquella maniobra resultaba muy peligrosa porque meterse en la selva de noche y a oscuras era exponerse a tropezar con un puma, una serpiente o un tapir furioso, pero sólo pensábamos internarnos lo suficiente para cruzar los lindes del parque sin ser advertidos y, entonces, encontrar un sitio donde dormir y esperar la salida del sol. A partir de ese momento, nos aguardaba una larga semana de caminar sin descanso siguiendo la ruta trazada por el plano de la lámina de oro que yo mismo me había encargado de registrar punto a punto en el GPS, de manera que nos fuera indicando permanentemente el rumbo correcto.