Authors: Matilde Asensi
—Ya no eres el de antes,
Root
—me dijo
Jabba
.
—Lo sé.
—Estaba pensando lo mismo —añadió
Proxi
.
—Lo comprendo.
—Hubiera esperado mucho más de ti. Mucho más.
—Vale,
Jabba
, ya está bien.
—No,
Root
.
Jabba
tiene razón. Has hecho el peor análisis de tu vida.
—Tiene miedo.
—Eso está claro.
—¡Bueno, se acabó! —exclamé, riéndome con nerviosismo—. ¿Qué demonios pasa aquí?
—No quieres verlo, amigo mío. Lo tienes delante de la nariz y no quieres verlo.
—¿Qué es lo que tengo delante de la nariz?
—Daniel descifró la clave de los quipus y tradujo la maldición. Estás perdiendo tu olfato de
hacker
.
Se echó hacia atrás el pelo rojo, que clareaba bajo la luz blanca de neón y me observó con aires de suficiencia.
—Ya te he dicho —protesté— que los quipus estaban escritos en quechua y que mi hermano sólo sabía aymara.
—¿Lo has comprobado?
—¿Qué tenía que comprobar?
—Si la maldición estaba en aymara —apuntó
Proxi
.
—No, no lo he hecho.
—Entonces, ¿por qué seguimos hablando? —arguyó
Jabba
, molesto.
Proxi
le censuró con la mirada y, luego, me dijo:
—Daniel tuvo que encontrar algo que le hizo cambiar del quechua al aymara. Nos has contado que él le dijo a Ona que la solución estaba en esta última lengua. La pregunta es... ¿la solución a qué? Probablemente a algún quipu que no respondía a las reglas en quechua que iba encontrando. ¿Miraste todo lo que había en el despacho de tu hermano?
—No. Pero me llevé mucho material a casa. Mañana le echaré una ojeada.
—¿Ves como ya no eres el de antes? —insistió
Jabba
, chasqueando la lengua con desprecio.
—No hay que olvidar, además, otros dos pequeños detalles —siguió diciendo
Proxi
—. Primero, el aymara es una lengua extraña que puede tener algo más que un simple parecido de forma con los lenguajes de programación. ¿Acaso no recordáis que los brujos, los magos y todo ese tipo de gente realizaba encantamientos pronunciando extrañas palabras?
Mary Poppins
, sin ir más lejos... ¡Siempre me acordaré!:
Supercalifragilisticoespialidoso
—entonó a lo Julie Andrews sin vergüenza alguna.
—Y, más recientemente,
Harry Potter
—propuso
Jabba
.
—¡Oh, es fantástico! —exclamó
Proxi
, soñadora—.
¡Alohomora! ¡Obliviate! ¡Relaxo!
¿Aquélla era mi mejor mercenaria, la fabulosa y experta ingeniera a la que le pagaba una fortuna al año por encontrar fallos de seguridad en nuestros programas y agujeros en los programas de la competencia?
—Y también
La bruja novata
.
—¡Eso! —grité—. ¡Tú dale alas a la loca esta!
—
Treguna, Mekoides, Trecorum Satis Dee
... —canturreó ella, sin apercibirse de que todo el mundo en la cafetería la estaba observando con una sonrisa en los labios—.
Treguna, Mekoides, Trecorum Satis Dee
...
—¡Basta ya! He pillado la idea, en serio. Las palabras. Está clarísimo.
—Pero hay algo más —continuó
Jabba
—. Díselo,
Proxi
.
—Buscando información sobre los aymaras y su lengua, encontramos un documento muy extraño sobre unos médicos de la antigüedad que curaban con hierbas y palabras. Por lo visto tenían un lenguaje secreto y mágico. Creíamos que era una de tantas supersticiones y no le hicimos caso, pero ahora...
—¡Aquí está el papel! —dijo
Jabba
sacando una hoja del montón—. Los yatiris, descendientes directos de la cultura Tiwanacota, reverenciados por los incas, que los consideraban de noble alcurnia. Eran aymaras, por supuesto, y, entre los suyos, se les honraba como a sabios o filósofos de grandes conocimientos. «Muchos etnolingüistas afirman —leyó, nervioso— que la lengua que utilizaban los yatiris no era sino el idioma secreto que la nobleza inca Orejona hablaba entre los suyos, empleando el quechua común para el resto.»
—¡Yatiris! —dejé escapar, alarmado.
—¿Qué pasa? —preguntó
Proxi
.
—¡Es lo que dijo Daniel ayer! ¡Dijo que estaba muerto porque los yatiris le habían castigado! Repetía también otra palabra: lawt'ata.
—¿Qué significa? —quiso saber
Jabba
.
—No tengo la menor idea. Tendré que comprobarlo.
—Antes lo habrías hecho inmediatamente.
—Sé comprensivo,
Jabba
—intercedió
Proxi
—. Su hermano está enfermo e ingresado en este hospital desde hace dos días.
Marc resopló.
—Por ahí se salva. Pero se está convirtiendo en un ordenador sin sistema operativo, en un teclado sin Enter, en un triste monitor de fósforo verde, en...
—¡Marc! —le reprendió
Proxi
—. Ya es suficiente.
Pero
Jabba
tenía razón. Mi cerebro no estaba funcionando con la claridad habitual. Quizá era cierto que tenía miedo de meter la pata y de quedar como un tonto. Me estaba moviendo por un terreno muy resbaladizo, a medio camino aún entre mi mundo, racional y ordenado, y el mundo de mi hermano, confuso y enigmático. Yo me había proyectado hacia el futuro mientras que él lo había hecho hacia el pasado y, ahora, no sólo debía cambiar mi forma de pensar y mi escala de valores, sino también romper con unos cuantos prejuicios básicos y seguir una corazonada que no estaba fundamentada en la realidad sino en extrañas imprecisiones históricas.
—Dejadme todo este material. Voy a estudiarlo esta noche y, mañana, examinaré con mucha atención lo que cogí de casa de mi hermano. También iré allí para revisar lo que dejé. Si dentro de un par de días Daniel todavía no ha mejorado —declaré, mirándolos con determinación—, iré a hablar con la catedrática que le encargó el trabajo y le pediré ayuda. Ella tiene que saber más que nadie de todo esto.
Para nuestra desesperación y la de los médicos, Daniel no mejoró en absoluto durante los dos días siguientes. Diego y Miquel estaban tan perplejos por la ineficacia de los fármacos que, el viernes a última hora, decidieron cambiarle el tratamiento, pese a lo cual Miquel reconoció ante mi madre que, a esas alturas y viendo la total falta de evolución en cualquier sentido, albergaba ciertas dudas sobre una rápida y completa recuperación de mi hermano; a lo sumo, dijo, cabía esperar una ligera mejoría para finales de la siguiente semana o principios de la otra. Quizá estaba curándose en salud, exagerando por si las moscas, preparando el terreno por lo que pudiera pasar, pero, en cualquier caso, nos dejó destrozados, sobre todo a Clifford, que envejeció diez años en apenas unos minutos.
La presencia de mi abuela alivió mucho la presión que sufría la familia ya que, a las pocas horas de llegar, había organizado los turnos de tal manera que podíamos reconstruir nuestras vidas casi con normalidad, salvo por unos pequeños ajustes que a nadie molestaban porque se trataba de estar con Daniel. Mi abuela era una mujer fuerte y recia como un roble, con una gran capacidad de gestión y una cabeza infinitamente mejor amueblada que la de mi madre, a la que siempre ponía firme en cuanto se desmandaba en su presencia. Rápidamente se apoderó del relevo de la noche, enviándonos a Ona y a mí de vuelta a casa para dormir a las horas correctas. No pude evitar sospechar que, en breve, haría un montón de amigas y conocidas en la cafetería del hospital y que, pronto, aquel lugar se parecería a la plaza de Vic un domingo por la mañana después de misa.
Estaba citado a la una con Marta Torrent en su despacho de la universidad. Era sábado por la mañana —el mismo sábado, 1 de junio, en que los Barcelona Dragons jugaban el partido contra los Rhein Fire de Dusseldorf— y hacía un tiempo espléndido, una de esas mañanas luminosas que invitan a echarse a la calle para pasear con la excusa de comprar un buen libro o un CD de buena música. Mientras atravesaba con mi coche los túneles de Vallvidrera en dirección a la Autónoma, con las gafas de sol bien caladas sobre la nariz, seguía intentando descubrir la clave que diera sentido a las piezas del jeroglífico que había encontrado entre los papeles y en el despacho de mi hermano. Esperaba con toda mi alma que la catedrática pudiera ayudarme a resolverlo porque mi confusión todavía era mayor que la que sentía la noche que hablé con
Jabba
y
Proxi
en la cafetería.
Al día siguiente de aquella conversación, regresé al piso de Xiprer con los libros y los documentos que me había llevado dispuesto a trabajar las horas que hicieran falta hasta comprender en qué demonios se había metido Daniel. Después de registrar cajones, estanterías, carpetas y todo aquello que cayó en mis manos, hice una nueva clasificación, por montones, en los que separé todo lo inca de lo aymara y, dentro de ellos, todo lo que tuviera que ver con la historia, por un lado, y con el lenguaje y la escritura, por otro. Luego, hice un montón más con todo aquello que carecía de filiación y, aquí, el material era tan abundante que también hube de distinguir entre documentos escritos y documentos gráficos, pues había diagramas, mapas, fotografías, fotocopias de fotografías y esquemas garabateados por mi hermano. Quizá mi distribución no fuese la más ortodoxa académicamente hablando, pero era el único criterio que yo podía utilizar en aquel momento.
Lo primero que me llamó la atención fue la imagen de un cráneo alargado en cuyas cuencas todavía quedaban partes secas de los ojos. Sobrepuesto de la desagradable impresión de aquella mirada siniestra, la forma que tenían los huesos me desconcertó: en lugar de la redondez habitual que parte de la frente y llega hasta la nuca, aquella calavera se prolongaba hacia arriba como el capirote de un nazareno, con una forma cónica de proporciones desmesuradas. Junto a esta imagen, otras parecidas indicaban que el tema había preocupado bastante a Daniel. Dentro de la misma carpeta encontré, además, la fotografía de un muro de piedra con multitud de cabezas esculpidas en relieve y muy erosionadas por el tiempo, así como una ampliación digitalizada y borrosa de un extraño hombrecillo sin cuerpo, todo cabeza (de la que salían los brazos, delgaduchos, y unas piernas como ancas de rana), adornado con una espesa barba negra y un enorme gorro rojo. Cabezas y más cabezas... Otro enigma sin lugar en el mundo. Para remate, descubrí, plegada, la ampliación de una gran cara tallada en piedra, de forma cuadrangular y con grandes y redondos ojos negros, que yo hubiera jurado que había visto mil veces en mi vida pero que era completamente incapaz de situar. Debía de ser inca, sin duda alguna, pero, como mi hermano no había hecho ninguna anotación al respecto, podía tratarse tanto del logotipo de una marca comercial como de un sol —pues a eso recordaba, ya que de la cara salían rayos— esculpido en alguna pared de Cuzco, Machu Picchu, Tiwanacu, Vilcabamba o cualquiera de las innumerables ruinas repartidas por el territorio del viejo Imperio que ya empezaban a resultarme familiares.
También encontré, entre otras cosas igualmente inútiles, un dibujo hecho a mano (con rotulador rojo) por el propio Daniel en el que podía verse, esquemáticamente representada, una pirámide escalonada de tres pisos en cuyo interior aparecía una especie de vasija cuadrada de la que salían cuatro largos cuellos con cabezas de felino por la parte superior y seis que terminaban en cabezas de pájaro por los laterales y la base. Dentro de la vasija se removía una pequeña serpiente con cuernos. Mi hermano había anotado en la parte inferior: «Cámara», y le había hecho muchos y gruesos subrayados.
Otro tema que parecía obsesionar a Daniel era el de los tejidos incas. Tenía, en otra carpeta, decenas de reproducciones de paños decorados con diminutos cuadrados y rectángulos de un colorido excepcional. Cada una de esas pequeñas formas geométricas presentaba en su interior un diseño diferente y, en conjunto, la vista se perdía en aquel sinnúmero de casillas enfiladas y encolumnadas. Los paños eran muy distintos entre sí, a pesar de pertenecer al mismo estilo, un estilo que también podía observarse en seis o siete fotografías de cerámicas —vasos y jarrones— que guardaba en otra carpeta distinta. Tampoco en esta ocasión había la menor referencia escrita a lo que podía ser cada cosa, así que me quedé como estaba.
En todo aquel maremágnum de información baldía, destacaban un par de grandes fotocopias que aparecieron dobladas dentro de otro portafolio sin marcar. Eran las reproducciones de unos mapas antiguos, bastante estropeados, que me resultaron incomprensibles. En el primero de ellos, después de esforzarme mucho, reconocí, a la derecha, la forma de la península Ibérica y la costa occidental de África, rellenas ambas de numerosas figurillas humanas y animales casi indistinguibles, sobre las que pasaban (y se cruzaban) líneas procedentes de varias rosas de los vientos de distintos tamaños. Mejor situado ya en la geografía de la imagen, deduje, por lo tanto, que lo que se veía a la izquierda era la costa americana, con sus ríos y afluentes, muchos de los cuales partían de una espina dorsal montañosa, los Andes, que ponía fin al diseño por aquel lado, pues faltaba el perfil de la costa del Pacífico, sustituida por un largo párrafo escrito con diminuta letra árabe. En el segundo de los mapas, bosquejado sobre una especie de sábana de bordes deshilachados, se veía un gran lago rodeado de marcas y señales que parecían pisadas de hormigas y, en lugar relevante, el burdo trazado de una ciudad, al sur del lago, bajo la cual podía leerse, con alguna dificultad por lo historiado de la vieja grafía: «Camino de yndios Yatiris» y, debajo, «Dos mezes por tierra», y más abajo todavía, con letra más pequeña, «Digo yo, Pedro Sarmiento de Gamboa, ques verdad. En la ciubdad de los Reyes a veinte y dos de febrero de mili e quinientos y setenta y cinco».
Aquello empezaba, por fin, a encarrilarse un poco: yatiris era una palabra que conocía y que mi hermano empleaba con frecuencia en su delirio. Habría que investigar más a los yatiris, me dije, porque parecían disfrutar de un papel protagonista en la historia y, además, y esto era lo curioso, según aquel viejo hidalgo español, Pedro Sarmiento de Gamboa, tenían un camino propio que, después de dos meses de recorrerlo, vaya usted a saber adónde iría a desembocar.
El grueso de la biblioteca de Daniel estaba compuesto por libros de antropología, historia y gramáticas varias. En los estantes más cercanos a su mesa, tanto a la derecha como a la izquierda, había dispuesto cómodamente los volúmenes sobre los incas y un montón de diccionarios, entre los que se encontraban el publicado en 1612 por el jesuita Ludovico Bertonio,
Vocabulario de la lengua aymara
, y el de Diego Torres Rubio,
Arte de la lengua aymara
, de 1616. Era el momento de averiguar qué demonios quería decir
lawt'ata
. Después de volverme loco durante un rato (porque no tenía ni idea de cómo se escribía en realidad), conseguí localizar el término a fuerza de mirar, una a una, todas las voces que empezaban por la letra ele, y así averigüé que era un adjetivo y que significaba «cerrado con llave», lo que me condujo de nuevo hasta el mensaje de la supuesta maldición, en cuya última línea, recordé, aparecían estas palabras. Esto, por supuesto, no vino a resolver nada, pero, al menos, sentí que había despejado una incógnita. Seguía teniendo pendiente echar un vistazo a las viejas crónicas españolas porque, entre otras razones además de una inmensa desgana, había dedicado todo mi tiempo a estudiar lingüística y, más en concreto, lingüística aymara, haciendo alguna que otra incursión en la red a la caza y captura de informaciones más precisas sobre este lenguaje.