Authors: Katherine Neville
—No lo comprendo —dije confusa—. ¿Qué es esa agua especial mezclada con polvo de la piedra filosofal?
—La llaman al-iksir —murmuró Shahin—. Cuando se bebe, da salud y larga vida, además de curar todas las heridas…
—Madre —dijo Charlot con tono solemne—, es el secreto de la inmortalidad. El elixir de la vida.
Tardamos cuatro años en llegar a este momento del juego. No obstante, si bien sabíamos cuál era el objeto de la fórmula, ignorábamos cómo se elaboraba.
En agosto de 1803 llegué con Shahin y mis dos hijos al balneario de Bourbon l’Archambault, en la Francia central, ciudad que dio nombre a la dinastía borbónica y adonde cada verano Maurice de Talleyrand iba a tomar las aguas durante un mes.
El balneario estaba rodeado de antiguos robles y sus largos senderos, flanqueados de peonías en flor. La primera mañana aguardé en uno de ellos, con la larga túnica de ropas de lino que se usaba para tomar las aguas, entre las mariposas y las flores, hasta que vi acercarse a Maurice.
Había cambiado en los cuatro años transcurridos. Yo aún no tenía los treinta y él cumpliría pronto los cincuenta. Su hermoso rostro estaba surcado de arrugas finas y en su ondulada cabellera sin empolvar se veían hebras grises. Al verme se detuvo de pronto y se quedó mirándome. Sus ojos seguían siendo de aquel azul intenso y destellante que recordaba haber visto la primera mañana en el estudio de David, en compañía de Valentine.
Se acercó a mí como si hubiera esperado encontrarme allí y me acarició el cabello.
—Nunca te perdonaré que me hayas enseñado lo que es el amor —fueron sus primeras palabras— y después me hayas dejado para que lidie como pueda con él. ¿Por qué no has contestado mis cartas? ¿Por qué te desvaneces… y reapareces para volver a destrozarme el corazón, justo cuando acaba de acostumbrarse a tu ausencia? A veces me descubro pensando en ti… y deseando no haberte conocido.
A continuación, pese a sus palabras, me estrechó en un abrazo apasionado. Sus labios iban de mi boca a mi garganta y mis senos. Como en el pasado, me sentí arrastrada por la fuerza ciega de su amor y, luchando contra mi deseo, me aparté de él.
—He venido a recoger lo que me prometiste —dije con voz débil.
—He hecho todo lo que te prometí… más aún —repuso amargamente—. Por ti lo he sacrificado todo: mi vida, mi libertad, tal vez mi alma inmortal. A ojos de Dios sigo siendo un sacerdote. Por ti me he casado con una mujer a quien no amo y que nunca podrá darme los hijos que quiero. Mientras tú, que me has dado dos, jamás me has permitido verlos.
—Están aquí conmigo —dije, y él me miró incrédulo—, pero primero… ¿dónde están las piezas de la Reina Blanca?
—Las piezas —repitió malhumorado—. No temas, las tengo. Se las he quitado mediante estratagemas a una mujer que me ama más de lo que tú me has amado nunca. Y ahora, para conseguirlas, usas a mis hijos como rehenes. Dios mío, me sorprende quererte pese a todo. —Hizo una pausa. No podía ocultar su amargura, mezclada con una pasión intensa—. De pronto —susurró— parece completamente imposible que pueda vivir sin ti.
Temblaba de emoción. Me besó la cara, el cabello; sus labios se apretaron contra los míos, a pesar de que en cualquier momento podía aparecer alguien en el sendero. Como siempre, fui incapaz de resistir la fuerza de su pasión. Mis labios devolvieron sus besos y mis manos acariciaron su carne en los lugares donde la túnica se había abierto.
—Esta vez no concebiremos un hijo —murmuró—, pero te obligaré a amarme aunque sea lo último que haga.
Cuando Maurice vio por primera vez a nuestros hijos, su expresión era más beatífica que la del más santo de los santos. Habíamos ido a medianoche a la casa de baños, a cuya puerta estaba apostado Shahin.
Charlot tenía ya diez años y su aspecto era el del profeta que había anunciado Shahin: su melena de cabellos rojos caía sobre los hombros y sus brillantes ojos azules, que había heredado de su padre, parecían ver a través del tiempo y el espacio. La pequeña Charlotte, de cuatro años, se parecía a Valentine. Fue ella quien cautivó a Talleyrand. Nos sentamos en medio de las humeantes aguas de los baños de Bourbon l’Archambault.
—Quiero llevarme a los niños conmigo —dijo por fin Talleyrand, acariciando el cabello rubio de Charlotte, como si no soportara la idea de separarse de ella—. La vida que insistes en llevar no es adecuada para unas criaturas. No es necesario que nadie conozca nuestra relación. He comprado la propiedad de Valençay. Les daré títulos y tierras. Sus orígenes quedarán envueltos en el misterio. Solo te daré las piezas si aceptas mi propuesta.
Supe que tenía razón. ¿Qué clase de madre podía ser yo, cuando el curso de mi vida había sido determinado por poderes que no podía controlar? Los ojos de Maurice indicaban que el amor que sentía por sus hijos era incluso más fuerte que el vínculo que me unía a ellos por haberles dado la vida. Sin embargo, había otro problema.
—Charlot debe quedarse conmigo —dije—. Nació ante los ojos de la diosa… él es quien resolverá el enigma. Así fue profetizado.
Charlot se acercó a su padre entre el vapor de las aguas y le puso una mano en el brazo.
—Seréis un gran hombre —afirmó—, un príncipe poderoso. Viviréis muchos años, pero no tendréis más hijos. Debéis llevaros a mi hermana Charlotte y casarla con un caballero de vuestra familia, de modo que sus hijos vuelvan a vincularse con nuestra sangre. Pero yo debo regresar al desierto. Mi destino está allí…
Talleyrand lo miraba estupefacto. Charlot no había terminado.
—Debéis romper los lazos que os unen a Napoleón, porque está condenado a caer. Si así lo hacéis, vuestro poder se mantendrá incólume a pesar de los cambios que experimente el mundo. Y debéis hacer algo más… por el juego. Conseguir la reina negra de manos de Alejandro de Rusia. Decidle que vais de mi parte. Con las siete que tenéis ya, serán ocho.
—¿Alejandro? —preguntó Talleyrand, mirándome a través del vapor—. ¿Él también tiene una pieza? ¿Y por qué iba a dármela?
—Porque a cambio vos le entregaréis a Napoleón —contestó Charlot.
Talleyrand se entrevistó con Alejandro en la conferencia de Erfurt. Fuera cual fuese la naturaleza del pacto que hicieron, todo sucedió según lo predicho por Charlot. Napoleón cayó, regresó al poder y cayó definitivamente. Al final comprendió que había sido Talleyrand quien lo había traicionado. «Monsieur —le dijo una mañana mientras desayunaban, en presencia de toda la corte—, no sois más que una mierda en una media de seda.» Entretanto Talleyrand había conseguido la pieza rusa, la reina negra, y con ella me dio también algo de valor, un recorrido del caballo concebido por Benjamin Franklin, el norteamericano, que pretendía representar la fórmula.
Shahin, Charlot y yo partimos hacia Grenoble con las ocho piezas, el paño y el dibujo del tablero realizado por la abadesa. Allí, en el sur de Francia, no muy lejos de donde se había iniciado el juego, encontramos al famoso físico Jean-Baptiste Joseph Fourier, a quien Charlot y Shahin habían visto en Egipto. Aunque habíamos reunido muchas piezas, no las teníamos todas. Habrían de transcurrir treinta años antes de que pudiéramos descifrar la fórmula, pero por fin lo conseguimos.
Aquella noche, estábamos los cuatro en la penumbra del laboratorio de Fourier, mirando cómo la piedra filosofal se formaba en el crisol. Después de treinta años y muchos intentos fallidos, por fin habíamos ejecutado las dieciséis fases en el orden correcto. El matrimonio del Rey Rojo y la Reina Blanca… así se llamaba el secreto perdido desde hacía miles de años: calcinación, oxidación, congelación, fijación, solución, digestión, destilación, evaporación, sublimación, separación, extracción, ceración, fermentación, putrefacción, propagación… y ahora, proyección. Contemplamos los gases volátiles que se elevaban de los cristales del recipiente y brillaban como las constelaciones del universo. A medida que ascendían, formaban colores: azul marino, púrpura, rosado, magenta, rojo, naranja, amarillo, oro… lo llamaban «la cola del pavo real», el espectro de las longitudes de onda visible. Y más abajo, las ondas que solo podían oírse, no verse.
Cuando se hubo disuelto y desvanecido, vimos el espeso residuo negro rojizo que cubría la base del recipiente. Lo rascamos, lo envolvimos en cera de abeja y lo dejamos caer en el aqua philosophia… el agua densa.
Ahora quedaba solo una pregunta por contestar: ¿quién la bebería?
Cuando conseguimos la fórmula corría el año 1830. Por nuestros libros sabíamos que esa bebida, si se administraba mal, podía ser letal, en lugar de dadora de vida. Había otro problema. Si lo que teníamos era en verdad el elixir, debíamos esconder las piezas de inmediato. Con ese objeto, decidí regresar al desierto.
Volví a cruzar el mar por lo que temía que fuera última vez. En Argel fui a la casbah en compañía de Shahin y Charlot. Allí había alguien que, en mi opinión, me resultaría útil. Por fin lo encontré en un harén. Tenía delante un gran lienzo y estaba rodeado por muchas mujeres veladas y reclinadas en sillones. Se volvió hacia mí con sus relampagueantes ojos azules y el cabello oscuro desordenado, con el mismo aspecto que tenía David tantos años atrás, cuando Valentine y yo posábamos para él en su estudio. Sin embargo, más que de David, el joven pintor era la viva imagen de Charles-Maurice de Talleyrand.
—Me envía vuestro padre —anuncié al joven, que era pocos años menor que Charlot.
El pintor me miró extrañado.
—Debéis de ser una médium —dijo sonriendo—. Monsieur Delacroix, mi padre, murió hace muchos años —E hizo girar el pincel, impaciente por reanudar su trabajo.
—Me refiero a vuestro padre natural —repuse. Vi que su rostro se ensombrecía—. El príncipe Talleyrand.
—Esos son rumores infundados —replicó con sequedad.
—Yo sé que no —aseguré con calma—. Me llamo Mireille y vengo de Francia con una misión para la cual os necesito. Este es mi hijo Charlot, vuestro hermanastro. Y Shahin, nuestro guía. Quiero que me acompañéis al desierto, donde planeo devolver algo de gran valor y poder a su suelo nativo. Deseo encargaros una pintura que señale el sitio y advierta a todos cuantos se acerquen que el lugar está protegido por los dioses.
Entonces le conté mi historia.
Pasaron semanas antes de llegáramos al Tassili. En una cueva secreta encontramos por fin el lugar apropiado para esconder las piezas. Eugène Delacroix escaló por la pared, mientras Charlot le indicaba dónde debía dibujar el caduceo… y fuera, la forma de labrys de la Reina Blanca, que agregó a la escena de caza existente.