Authors: Katherine Neville
—Slava… —Solarin dio un paso hacia su hermano sin soltar mi brazo.
—La fiesta ha terminado —dijo Nim con una sonrisa de compresión y cariño. Kamel me miraba con una ceja levantada, sin entender qué demonios sucedía—. Ven, Sascha. Es hora de terminar el juego.
El equipo blanco, al menos los que habíamos capturado (Sharrif y Brodski, Hermanold, Llewellyn y Blanche), estaba atado, amordazado y envuelto en sábanas blancas. Los condujimos a través de la cocina y bajamos con ellos en el ascensor de servicio hasta la limusina de Harry, que esperaba en el garaje. Los sentamos en el espacioso compartimiento trasero. Kamel y Valérie subieron atrás con el arma. Harry se puso al volante y Nim se sentó a su lado. Todavía no había oscurecido, pero los cristales ahumados de las ventanillas impedían ver el interior del vehículo.
—Vamos a llevarlos a casa de Nim —explicó Harry—. Después Kamel irá a buscar vuestro barco y lo llevará allí.
—Podemos meterlos en un bote de remos —dijo Nim, entre risas. Seguía apretándose la herida en la cadera—. Nadie vive lo bastante cerca para ver nada.
—¿Qué demonios haréis con ellos cuando estén a bordo? —quise saber.
—Valérie y yo los llevaremos a mar abierto —respondió Kamel—. Me ocuparé de que un petrolero argelino nos recoja cuando estemos en aguas internacionales. El gobierno de mi país estará encantado de capturar a quienes tramaron con el coronel Gadafi una conspiración contra la OPEP y planearon asesinar a sus miembros. En realidad, hasta podría ser verdad. Desde que el coronel preguntó por ti en la conferencia sospecho que podría haber participado en el juego.
—¡Es una idea maravillosa! —Me eché a reír—. Al menos así tendríamos tiempo de hacer lo que debemos sin que se interpongan. —Inclinándome hacia Valérie agregué—: Cuando llegues a Argel, da un gran abrazo de mi parte a tu madre y Wahad.
—Mi hermano piensa que eres muy valiente —dijo Valérie cogiendo afectuosamente mi mano—. ¡Me ha pedido que te diga que espera que un día vuelvas a Argelia!
Harry, Kamel y Nim se dirigieron a Long Island con sus rehenes. Al menos Sharrif —y tal vez incluso Blanche, la Reina Blanca— vería el interior de la prisión argelina, de la que Lily y yo nos habíamos librado por los pelos.
Solarin, Lily, Mordecai y yo subimos al Morgan verde de Nim. Con los últimos cuatro trebejos extraídos del secreter nos fuimos al apartamento de Mordecai, en el barrio de los diamantes, para reunir las piezas e iniciar la tarea que teníamos por delante: descifrar la fórmula que tantos habían buscado durante tanto tiempo. Lily conducía y yo estaba sentada en el regazo de Solarin. Mordecai iba encajado como una maleta en el pequeño espacio detrás de los asientos, con Carioca sobre las rodillas.
—Bueno, perrillo —dijo acariciándolo con una sonrisa—, después de todas estas aventuras ya eres prácticamente un ajedrecista. Ahora contamos con las ocho piezas que habéis traído del desierto, más otras seis inesperadas, que estaban en poder de las blancas. Ha sido un día productivo.
—Más las nueve que, según dijo Minnie, tiene usted —agregué—. En total, veintitrés.
—Veintiséis. —Mordecai dejó escapar una risilla de regocijo—. ¡También tengo las tres que Minnie encontró en Rusia en 1951… y que Ladislaus Nim y su padre trajeron a América!
—¡Claro! —exclamé—. Las nueve que usted tiene son las que Talleyrand enterró en Vermont. ¿De dónde salieron las nuestras, las que Lily y yo hemos traído del desierto?
—Ah, sí. Tengo algo para ti, querida —gorjeó el alegre Mordecai—. Está en mi apartamento con las piezas. Tal vez Nim te haya dicho que cuando Minnie se despidió de él aquella noche, en el acantilado, le dio unos papeles doblados. Eran muy importantes.
—Sí —intervino Solarin—. Los arrancó de un libro. Lo recuerdo, aunque entonces yo era un niño. ¿Era el diario que Minnie entregó a Catherine? Desde que me lo mostró me he preguntado…
—Pronto no tendrás nada que preguntarte —repuso crípticamente Mordecai—. Veréis, esas páginas revelan el misterio. El secreto del juego.
Aparcamos el Morgan de Nim en un garaje público de la esquina y fuimos a pie hasta el apartamento de Mordecai. Solarin llevaba la colección de piezas, que ahora resultaba demasiado pesada para cualquier otro.
Eran más de las ocho y la oscuridad era casi total en el barrio de los diamantes. Las persianas de las tiendas estaban cerradas y por las calles vacías volaban hojas de periódico. Era el puente del día del Trabajo y todo estaba cerrado.
A mitad de la manzana Mordecai se detuvo y levantó una persiana metálica, tras la cual había una escalera larga y estrecha que subía hacia la parte trasera del edificio. Lo seguimos en la penumbra y, cuando llegamos al rellano, abrió una puerta.
Entramos en un ático enorme, con techos altísimos de los que colgaban arañas de cristal, cuyas destellantes lágrimas se reflejaron en los altos ventanales cuando Mordecai encendió la luz. Por todas partes había alfombras de colores oscuros, hermosos arbustos y muebles cubiertos de pieles, mesas llenas de objetos artísticos y libros. Era el aspecto que habría tenido mi antiguo apartamento si hubiera sido más espacioso y yo, más rica. De una pared colgaba un tapiz inmenso y magnífico, que debía ser tan antiguo como el propio ajedrez de Montglane.
Solarin, Lily y yo nos sentamos en los mullidos sofás, ante una mesa sobre la que había un enorme tablero de ajedrez. Lily retiró las piezas que lo cubrían y Solarin empezó a sacar del bolso las nuestras y disponerlas en los escaques.
Los trebejos del ajedrez de Montglane, que resplandecían a la luz de las arañas, eran demasiado grandes para las enormes casillas del tablero de alabastro de Mordecai.
Mordecai levantó el tapiz y abrió una gran caja fuerte empotrada en la pared. Sacó una caja que contenía otras doce piezas. Solarin se apresuró a ayudarlo.
Cuando estuvieron todas dispuestas, las observamos. Estaban los caballos puestos de manos, los majestuosos elefantes que representaban los alfiles, los camellos con sus sillas con dosel que cumplían la función de las torres, el rey de oro a lomos del paquidermo, la reina sentada en la silla de manos… todos cubiertos de gemas y labrados con una precisión y exquisitez que ningún artesano hubiera podido imitar ni en mil años. Solo faltaban seis piezas: dos peones de plata y uno de oro, un caballo dorado, un alfil de plata y el rey blanco, también de plata.
Era increíble verlas todas juntas, brillando ante nosotros. ¿Qué cerebro fabuloso había concebido la idea de combinar algo tan hermoso con algo tan mortífero?
Sacamos el paño y lo desplegamos en la gran mesa baja que había junto al tablero. Yo estaba deslumbrada por el extraño resplandor de las figuras, por los bellos colores de las piedras: esmeralda y zafiro, rubí y diamante, el amarillo del cuarzo citrino, el azul celeste de la aguamarina y el verde pálido del peridoto, tan parecido al de los ojos de Solarin, que me apretó la mano mientras mirábamos las piezas en silencio.
Lily había sacado el papel donde habíamos dibujado el esquema de los movimientos. Lo dejó junto al paño.
—Hay algo que creo que debes ver —me dijo Mordecai, que había vuelto junto a la caja fuerte. Regresó y me entregó un pequeño paquete. Miré sus ojos, que los gruesos cristales de las gafas agrandaban. En su rostro atezado se dibujó una sonrisa. Tendió la mano a Lily para ayudarla a levantarse—.Ven, quiero que me ayudes a preparar la cena. Esperaremos a que vuelvan tu padre y Nim. Cuando lleguen, tendrán hambre. Mientras tanto nuestra amiga Cat puede leer lo que le he dado.
Lily lo siguió a la cocina a regañadientes. Solarin se acercó más a mí. Abrí el paquete y saqué un fajo de hojas dobladas. Tal como había supuesto Solarin, era la misma clase de papel antiguo del diario de Mireille. Lo saqué de mi bolso y vi el lugar de donde se habían arrancado las hojas. Sonreí a Solarin. Él me rodeó con un brazo mientras yo me reclinaba en el sofá, desdoblaba los papeles y empezaba a leer. Era el último capítulo del diario de Mireille.
LA HISTORIA DE LA REINA NEGRA
Los castaños florecían en París cuando aquella primavera de 1799 dejé a Charles-Maurice de Talleyrand para regresar a Inglaterra. Me dolía marcharme porque volvía a estar embarazada. Dentro de mí se iniciaba otra vida, y con ella, la misma semilla orientada hacia un solo objetivo: terminar de una vez por todas con el juego.
Pasarían más de cuatro años antes de que volviera a ver a Maurice; cuatro años durante los cuales numerosos acontecimientos sacudirían y alterarían el mundo. Napoleón regresaría a Francia para derrocar el Directorio y ser nombrado primer cónsul… y después cónsul vitalicio. En Rusia Pablo I sería asesinado por un grupo de sus propios generales… y el favorito de su madre, Platón Zubov. Entonces el místico y misterioso Alejandro, que había estado junto a mí y la abadesa moribunda en el bosque, podría conseguir la reina negra del ajedrez de Montglane El mundo que yo conocía —Inglaterra y Francia, Austria, Prusia y Rusia— volvería a ir a la guerra. Y Talleyrand, el padre de mis hijos, recibiría por fin la dispensa papal que había solicitado para casarse con Catherine Noël Worlée Grand, la Reina Blanca.
Yo tenía el paño, el dibujo del tablero y la certeza de que había diecisiete piezas al alcance de mi mano: no solo las nueve enterradas en Vermont, cuyo escondite ahora conocía, sino también las siete de madame Grand y una que pertenecía a Alejandro; en total ocho más. Con esa certeza partí hacia Inglaterra, a Cambridge, donde William Blake me había dicho que se guardaban los papeles de sir Isaac Newton. El poeta, que sentía una fascinación casi enfermiza por esas cosas, me consiguió un permiso para consultar esos trabajos.
Boswell había fallecido en mayo de 1795, y Philidor, el gran maestro de ajedrez, lo había sobrevivido solo tres meses. La vieja guardia había muerto: el reacio equipo de la Reina Blanca había sido desmantelado por la muerte. Yo tenía que hacer mi movimiento antes de que ella tuviera tiempo de reunir otro.
El 4 de octubre de 1799, exactamente seis meses después de mi cumpleaños y poco antes de que Shahin y Charlot volvieran de Egipto con Napoleón, di a luz en Londres a una niña. La bauticé con el nombre de Elisa, por Elisa la Roja, aquella gran mujer que había fundado la ciudad de Cartago, en cuyo honor llevaba también ese nombre la hermana de Napoleón. Sin embargo, me acostumbré a llamarla Charlotte, no solo por su padre Charles-Maurice y su hermano Charlot, sino también en recuerdo de aquella otra Charlotte que había dado la vida por mí.
Fue entonces, una vez que Shahin y Charlot se hubieron reunido conmigo en Londres, cuando empezó el trabajo duro. Estudiábamos por la noche los antiguos manuscritos de Newton, analizando las numerosas notas y experimentos a la luz de las velas. Pero la tarea parecía infructuosa. Al cabo de muchos meses, cuando casi me inclinaba a creer que ni siquiera el gran científico había descubierto el secreto, se me ocurrió que tal vez yo no supiera cuál era el secreto en realidad.
—El ocho… —dije una noche, mientras estábamos sentados en las habitaciones de Cambridge que daban al huerto, el lugar donde el propio Newton había trabajado hacía casi un siglo—. ¿Qué significa en realidad el ocho?
—En Egipto —respondió Shahin— creían que había ocho dioses que precedían a los demás. En China creen en los ocho inmortales. En India creen que Krishna el Negro, el octavo hijo, también se hizo inmortal. Un instrumento para la salvación del hombre. Y los budistas creen en la Óctuple Senda, o camino de las ocho etapas, hacia el nirvana. Hay muchos ochos en las mitologías del mundo…
—Pero todos significan lo mismo —intervino Charlot, que aún no había cumplido los siete años—. Los alquimistas pretendían algo más que convertir un metal en oro. Buscaban lo mismo que deseaban los egipcios cuando construyeron las pirámides; lo mismo que los babilonios, que sacrificaban niños a sus dioses paganos. Los alquimistas siempre empiezan con una plegaria a Hermes, quien no solo era el mensajero que llevaba al Hades las almas de los muertos, sino también el dios de la curación…
—Shahin te ha llenado la cabeza de historias místicas —dije—. Lo que buscamos es una fórmula científica.
—Es eso, madre, ¿no te das cuenta? —repuso Charlot—. Por eso invocan al dios Hermes. En la primera fase del experimento, que consta de dieciséis pasos, elaboran un polvo negro rojizo, un residuo. Lo amasan en una pastilla que se llama «piedra filosofal». En la segunda fase la usan como catalizador para transmutar metales. En la tercera y última fase, mezclan ese polvo con un agua especial… agua de rocío recogido en cierto momento del año, cuando el sol está entre Tauro y Aries, el toro y la cabra. Es lo que muestran los dibujos de los libros, es el día de tu cumpleaños, cuando el agua que cae de la luna es muy densa. Entonces empieza la fase final.