Authors: Katherine Neville
Trabajamos toda la noche. Ahora comprendía por qué los matemáticos se sienten recorridos por una onda trascendental de energía cuando descubren una nueva fórmula o ven un nuevo patrón en algo que han contemplado mil veces. Solo las matemáticas proporcionan la sensación de atravesar otra dimensión, una dimensión que no existe en el tiempo y el espacio; la sensación de caer dentro y a través de un acertijo, de tenerlo en torno de manera física.
Yo no era una gran matemática, pero comprendía a Pitágoras cuando decía que las matemáticas formaban una unidad con la música. Mientras Lily y Solarin trabajaban con los movimientos de las piezas en el tablero y yo trataba de determinar el patrón en papel, tenía la impresión de que podía oír el canto de la fórmula del ajedrez de Montglane. Era como un elixir que recorría mis venas y me arrastraba con su hermosa armonía mientras luchábamos en el suelo tratando de encontrar el sistema en las piezas.
No era fácil. Tal como había señalado Solarin, con una fórmula constituida por sesenta y cuatro casillas, treinta y dos piezas y dieciséis posiciones en un paño, las combinaciones posibles eran muchas más que el número total de estrellas en el universo conocido. Aunque por nuestro dibujo parecía que algunos de los movimientos eran del caballo y otros de la torre o el alfil, no podíamos estar seguros. El sistema completo tenía que coincidir en los sesenta y cuatro escaques del tablero del ajedrez de Montglane.
Había una dificultad añadida: aun cuando supiéramos qué peón o caballo había realizado el movimiento hacia cierta casilla, ignorábamos en qué casilla descansaban en el momento en que se concebió el juego.
No obstante, estaba convencida de que incluso para esas cosas había una clave, de modo que seguimos adelante con la información de que disponíamos. Las blancas siempre efectúan el primer movimiento, que por lo general corresponde a un peón. Aunque Lily argumentó que eso carecía de rigor histórico, de nuestro gráfico parecía deducirse que el primer movimiento había sido de un peón, la única pieza que podía hacer un movimiento vertical al comienzo del juego.
¿En los movimientos se alternaban las piezas blancas y negras o debíamos suponer que, como en el recorrido del caballo, los realizaba un solo trebejo que saltaba al azar por el tablero? Optamos por lo primero, porque disminuía las posibilidades. Y, puesto que se trataba de una fórmula, no de un juego, decidimos también que cada pieza solo podría mover una vez y que cada casilla podría ocuparse solo una vez. Para Solarin este modelo no formaba un juego que tuviera sentido en una partida real, pero sí revelaba un esquema que se parecía al del paño y nuestro mapa. Solo que, por extraño que pareciera, quedaba al revés; es decir, era la imagen especular de la procesión que se había celebrado en Venecia.
Al amanecer teníamos un esquema semejante a la representación del labrys proporcionada por Lily. Y si se dejaban en el tablero las piezas que no se habían movido, formaban otro número ocho geométrico en el plano vertical. Sabíamos que estábamos muy cerca.
Con ojos fatigados, levantamos la mirada de nuestro trabajo con un sentimiento de camaradería que trascendía nuestras tendencias competitivas. Lily empezó a reír y rodar por el suelo, mientras Carioca saltaba por encima. Solarin se precipitó sobre mí como un loco, me aupó y me hizo girar. Salía el sol, que teñía el mar de un color rojo sangre y el cielo de rosa perla.
—Ahora solo tenemos que conseguir el tablero y las piezas que faltan —dije a Solarin con una sonrisa—. Estoy segura de que será coser y cantar.
—Sabemos que en Nueva York hay otras nueve —señaló sonriéndome con una expresión que daba a entender que estaba pensando en otra cosa aparte del ajedrez—. Creo que tendríamos que ir a echar un vistazo, ¿no te parece?
—Venga, venga, capitán —exclamó Lily—. Aparejemos la vergas y atemos el botalón. Voto porque nos pongamos en camino.
—Será por mar —apuntó Solarin, feliz.
—Y que la gran diosa Kar bendiga nuestros esfuerzos náuticos —dije.
—Izaré las velas por eso —repuso Lily y se puso manos a la obra.
Newton no fue el primer representante de la Edad de la Razón. Fue el último de los magos, el último de los babilonios y sumerios… porque contemplaba el universo y todo cuanto contiene como un enigma, un secreto que podía leerse aplicando el pensamiento puro a ciertos indicios, ciertas claves místicas que Dios había dispersado por el mundo para permitir una suerte de caza del tesoro filosófico por parte de la hermandad esotérica…
Contemplaba el universo como un criptograma dispuesto por el Todopoderoso… de la misma manera que él envolvió el descubrimiento del cálculo como un criptograma al comunicarse con Leibnitz. Creía que mediante el pensamiento puro, mediante la concentración mental, el enigma sería revelado al iniciado.
John Maynard Keynes
Finalmente hemos regresado a una versión de la doctrina del viejo Pitágoras, a partir del cual surgieron las matemáticas y la física matemática. Él… dirigió la atención hacia los números como caracterizadores de la periodicidad de las notas musicales. Y ahora, en el siglo XX, encontramos a los físicos ocupados en la periodicidad de los átomos.
Alfred North Whitehead
Y, así, el número parece conducir a la verdad.
Platón
San Petersburgo, Rusia, octubre de 1798
Pablo I, zar de todas las Rusias, recorría su cámara golpeando con una fusta la pernera de los pantalones de su uniforme militar verde oscuro. Estaba orgulloso de esos uniformes de tela basta, que imitaban los utilizados por las tropas de Federico el Grande de Prusia. Se quitó algo de la solapa del chaleco y miró a su hijo Alejandro, que estaba al otro lado de la habitación en posición de firmes. Cómo lo había defraudado Alejandro, pensó Pablo. Pálido, sensible y tan apuesto que podía considerarse que poseía una belleza femenina, se percibía algo a un tiempo místico y vacuo en aquellos ojos azul grisáceos que había heredado de su abuela. Sin embargo, no había heredado la inteligencia de Catalina. Carecía de todo aquello que se espera de un gobernante.
En cierta forma era una suerte, pensó Pablo. Porque el muchacho de veintiún años, lejos de desear apoderarse del trono que Catalina pensaba dejarle, había anunciado su deseo de abdicar si semejante responsabilidad recaía sobre él. Decía que prefería la vida tranquila de un hombre de letras, vivir en el anonimato en algún lugar del Danubio antes que mezclarse en la seductora pero peligrosa corte de San Petersburgo, donde su padre le ordenaba quedarse.
Ahora, mientras miraba a través de las ventanas los jardines otoñales, su mirada ausente daba a entender que en su cabeza no había más que fantasías. Sin embargo, en realidad sus pensamientos estaban muy lejos de la inanidad. Bajo los sedosos rizos había una mente cuyo funcionamiento era infinitamente más complejo de lo que imaginaba Pablo. El problema que lo ocupaba ahora era cómo sacar cierto tema sin despertar las sospechas de Pablo; un tema que no se mencionaba en la corte desde la muerte de Catalina, dos años atrás: la abadesa de Montglane.
Alejandro tenía una razón importante para averiguar qué había sido de la anciana, que desapareció sin dejar rastro pocos días después de la muerte de su abuela. Antes de que se le ocurriera cómo abordar la cuestión, Pablo se volvió hacia él sin dejar de agitar la fusta como un estúpido soldado de juguete. Alejandro trató de prestar atención.
—Sé que te traen sin cuidado los asuntos de Estado —dijo Pablo con desdén—, pero debes mostrar algún interés. Al fin y al cabo un día este imperio será tuyo. Mis actos de hoy serán tus responsabilidades de mañana. Te he hecho venir para decirte algo en confianza, algo que puede cambiar el destino de Rusia. —Hizo una pausa teatral—. He decidido firmar un tratado con Inglaterra.
—¡Pero, padre, detestáis a los británicos! —repuso Alejandro.
—Sí, los desprecio —confirmó Pablo—, pero no tengo mucha elección. ¡Los franceses, no contentos con destrozar el Imperio austríaco ampliando sus fronteras en todos los países que los rodean y masacrando a la mitad de su populacho para mantenerlo callado, han enviado a ese sanguinario general Bonaparte al otro lado del mar para conquistar Malta y Egipto! —Descargó la fusta sobre el escritorio con semblante sombrío. Alejandro no dijo nada—. ¡Yo soy el gran maestre electo de los caballeros de Malta! —exclamó Pablo señalando la medalla de oro prendida en la cinta oscura que le cruzaba el pecho—. ¡Yo llevo la estrella de ocho puntas de la cruz de Malta! ¡Esa isla me pertenece! Durante siglos hemos buscado un puerto de aguas cálidas como Malta… y por fin casi teníamos uno. Hasta que llegó ese asesino francés con sus cuarenta mil hombres. —Miró a Alejandro como si esperara que dijera algo.
—¿Y por qué querría un general francés conquistar una tierra que durante más de trescientos años ha sido una espina para los turcos otomanos? —inquirió el joven, mientras se preguntaba por qué Pablo desearía oponerse a semejante acción. Serviría para distraer a los turcos, contra los que su abuela había combatido durante veinte años por el control de Constantinopla y el mar Negro.
—¿Es que no adivinas qué busca ese Bonaparte? —susurró Pablo, que avanzó unos pasos para mirar a su hijo a la cara mientras se frotaba las manos.
Alejandro meneó la cabeza.
—¿Creéis que los ingleses serán mejores aliados para vos? —preguntó—. La Harpe, mi tutor, solía referirse a Inglaterra como la pérfida Albión…
—¡No se trata de eso! —exclamó Pablo—. Como de costumbre, mezclas poesía y política y haces un flaco servicio a ambas. Yo sé por qué ha ido a Egipto ese bribón de Bonaparte… no importa qué haya dicho a esos idiotas del Directorio que entregan el dinero, no importa cuántos miles de soldados haya desembarcado allí. ¿Restituir el poder de la Sublime Puerta? ¿Derrotar a los mamelucos? ¡Bah, son meros disfraces!
Alejandro escuchaba con atención la diatriba de su padre.
—Ten en cuenta lo que digo: no se detendrá en Egipto. Avanzará hacia Siria y Asiria, Fenicia y Babilonia, las tierras que siempre deseó mi madre. ¡Si hasta te dio el nombre de Alejandro y a tu hermano el de Constantino como una especie de talismán!
Pablo hizo una pausa y miró alrededor. Fijó la vista en un tapiz que representaba una escena de caza. Un ciervo herido, sangrando y atravesado por flechas, se introducía en el bosque, seguido por los cazadores y sus perros. Pablo se volvió hacia Alejandro con una sonrisa fría.
—¡Bonaparte no quiere territorio, sino poder! Lleva consigo tantos científicos como soldados: el matemático Monge, el químico Berthollet, el físico Fourier… Ha vaciado la Escuela Politécnica y el Instituto Nacional. ¿Y por qué, te pregunto, si solo le mueve el deseo de conquista?
—¿Qué queréis decir? —murmuró Alejandro, cuya mente empezaba a alumbrar una idea.
—¡Allí está oculto el secreto del ajedrez de Montglane! —siseó Pablo, con el rostro convertido en una máscara de miedo y odio—. Eso es lo que busca.
—Pero, padre —dijo Alejandro eligiendo sus palabras con sumo cuidado—, vos no creeréis en esas antiguas leyendas. Al fin y al cabo la propia abadesa de Montglane…
—¡Por supuesto que creo en esa! —vociferó Pablo. Su rostro se había ensombrecido, y bajando la voz hasta que no fue más que un susurro histérico añadió—: Yo mismo poseo una de las piezas. —Cerró los puños tras arrojar al suelo la fusta—. Hay otras ocultas aquí… lo sé. Pero ni siquiera dos años en la prisión Ropsha han conseguido que esa mujer hablara. Es como la Esfinge. Pero algún día se quebrará… y cuando lo haga…
Alejandro apenas prestaba atención mientras su padre despotricaba contra los franceses y los ingleses, descubría sus planes para Malta… y para destruir al insidioso Bonaparte. Sabía que no era probable que esas amenazas fructificaran, porque las tropas de Pablo lo despreciaban ya, como los niños detestan a una institutriz tiránica.
Alejandro felicitó a su padre por su brillante estrategia política, se excusó y abandonó la cámara. De modo que la abadesa estaba en la prisión de Ropsha, pensó, mientras atravesaba los grandes salones del Palacio de Invierno. De modo que Bonaparte había llegado a Egipto con un grupo de científicos. O sea que Pablo tenía una de las piezas del ajedrez de Montglane. Había sido un día productivo. Por fin empezaba a reunir información.
Tardó casi media hora en llegar a los establos, que ocupaban un ala entera al otro lado del Palacio de Invierno… un ala casi tan amplia como el salón de los espejos de Versalles. El aire estaba impregnado del olor penetrante de los animales y el forraje. Recorrió los pasillos cubiertos de paja mientras cerdos y gallinas se apartaban de su camino. Sirvientes de mejillas sonrosadas, con justillos, calzas, delantales blancos y botas gruesas, se volvían a mirar al joven príncipe y sonreían. Con su agraciado rostro, el rizado cabello castaño y los brillantes ojos azules, les recordaba a la joven zarina Catalina, su abuela, cuando, vestida con uniforme militar, paseaba por las calles nevadas a lomos de su caballo castrado a manchas.
Era a él a quien deseaban como zar. Las mismas características que irritaban a su padre —su silencio y misticismo, el velado misterio de sus ojos azules— despertaban la oscura vena mística profundamente enterrada en sus almas eslavas.
Alejandro se dirigió hacia el mozo de cuadra para que le ensillara un caballo, montó y se marchó. Los sirvientes y mozos se quedaron mirándolo. Sabían que la hora estaba cerca. Era a él a quien esperaban, aquel cuya llegada había sido profetizada en los tiempos de Pedro el Grande. El silencioso, misterioso Alejandro, elegido no para rescatarlos, sino para descender con ellos a la oscuridad. Para convertirse en el alma de Rusia.