Authors: Katherine Neville
Elisa hizo una pausa y miró a Mireille. También Napoleone la observaba para ver su reacción… pero el mensaje carecía de sentido para Mireille. ¿Qué secreto podía estar comunicando la abadesa en relación con las fabulosas piezas de ajedrez? Algo se agitaba en su cerebro, pero no conseguía darle forma. Napoleone se estiró para volver a llenar su vaso, aunque Mireille no era consciente de haber bebido nada.
—¿Quién era esa Elisa de Q’ar? —preguntó—. No conozco su nombre ni la ciudad que fundó.
—Yo, sí —dijo Napoleone. Echándose hacia atrás, de modo que su rostro quedó sumido en las sombras, sacó del bolsillo un libro muy gastado—. El consejo favorito de nuestra madre siempre ha sido: «Hojead vuestro Plutarco, releed vuestro Livio» —dijo sonriendo—. Pues bien, yo he hecho algo más que eso. Aquí, en la Eneida de Virgilio, he encontrado a nuestra Elisa… aunque los romanos y los griegos preferían llamarla Dido. Nació en la ciudad de Tiro, en la antigua Fenicia, pero huyó de allí cuando su hermano, el rey de Tiro, asesinó a su esposo. Desembarcó en las costas del norte de África y fundó la ciudad de Q’ar, a la que dio ese nombre en homenaje a la gran diosa Car, que era su protectora. Es la ciudad que ahora conocemos como Cartago.
—¡Cartago! —exclamó Mireille. Nerviosa, empezó a atar cabos.
¡La ciudad de Cartago, llamada ahora Túnez, estaba a menos de ochocientos kilómetros de Argel! Todas las tierras conocidas como estados bereberes (Trípoli, Túnez, Argelia y Marruecos) tenían algo en común: durante quinientos años habían sido gobernadas por los bereberes, antepasados de los moros. No podía ser casual que el mensaje de la abadesa señalara precisamente la tierra hacia la que ella se dirigía.
—Veo que esto significa algo para vos —dijo Napoleone interrumpiendo sus pensamientos—. Tal vez podríais decírnoslo.
Mireille se mordió el labio, contemplando la llama de la vela. Los hermanos habían confiado en ella, que hasta ese momento no había revelado nada. Sin embargo, sabía que para ganar un juego como el que estaba jugando necesitaría aliados. ¿Qué mal había en desvelar una parte de lo que sabía para acercarse más a la verdad?
—Había un tesoro en Montglane —dijo por fin—. Lo sé porque ayudé a sacarlo con mis propias manos.
Los Buonaparte intercambiaron miradas y luego fijaron la vista en Mireille.
—Ese tesoro era algo de gran valor, pero también muy peligroso —continuó ella—. Lo llevaron a Montglane hace casi mil años… ocho moros cuyos antepasados partieron de las costas del norte de África que vos describís. Yo misma voy allí para descubrir el secreto que se esconde tras ese tesoro…
—¡Entonces debéis acompañarnos a Córcega! —exclamó Elisa estusiasmada—. ¡Nuestra isla está a mitad de camino de vuestro destino! Os ofrecemos la protección de mi hermano durante el viaje y el refugio de nuestra familia cuando lleguemos…
Lo que la joven decía era verdad, pensó Mireille… Además, debía tener en cuenta otra cosa. En Córcega, aunque en teoría se encontrara todavía en suelo francés, se hallaría lejos de las garras de Marat, que en ese mismo momento podía estar buscándola por las calles de París.
Había aún algo más. Mientras veía cómo la vela se deshacía en un charco de cera caliente, sintió que volvía a encenderse en su cabeza la llama oscura. Y recordó las palabras susurradas por Talleyrand mientras descansaban entre las sábanas desordenadas… y él tenía en la mano el corcel del juego de Montglane… «Y entonces salió otro caballo, que era rojo… y al que lo montaba se le dio poder para eliminar la paz de la tierra y hacer que se mataran los unos a los otros… y se le dio una gran espada…»
—«… y el nombre de la espada es Venganza» —dijo Mireille en voz alta.
—¿La espada? —preguntó Napoleone—. ¿Qué espada es esa?
—La espada roja del justo castigo —contestó ella.
Mientras la luz se debilitaba poco a poco en la habitación, Mireille volvió a ver las letras que durante su infancia había visto grabadas sobre la puerta de la abadía de Montglane:
MALDITO SEA QUIEN DERRIBE ESTOS MUROS.
AL REY SOLO LE DA JAQUE LA MANO DE DIOS.
—Tal vez hicimos algo más que sacar un antiguo tesoro de los muros de la abadía de Montglane… —susurró. A pesar del calor de la noche, sintió que se le helaba el corazón, como si sobre él se cerraran unos dedos gélidos—. Tal vez —añadió—, despertamos también una antigua maldición.
Córcega, octubre de 1792
La isla de Córcega, como la de Creta, reposa cual una joya, como cantó el poeta, «en medio del mar oscuro como el vino». Aunque estaban casi en invierno, a treinta kilómetros de la costa Mireille percibió el intenso aroma del macchia, el sotobosque de salvia, retama, romero, hinojo, lavanda y espinos, que cubría la isla con enmarañada abundancia.
De pie en la cubierta del pequeño barco que navegaba por el mar picado, divisó las espesas brumas que envolvían las escarpadas montañas y ocultaban en parte los traicioneros y sinuosos caminos y las cascadas en forma de abanico que caían cual encaje sobre las rocas. El velo de niebla era tan tupido que apenas se distinguía dónde terminaba el agua y dónde empezaba la isla.
Mireille vestía gruesas ropas de lana y aspiraba el aire tonificante mientras miraba la isla aún lejana. Estaba enferma, muy enferma, y la causa no era el bamboleo del barco en el agitado mar. Desde que habían zarpado de Lyon tenía unas violentas náuseas.
Junto a ella estaba Elisa, que le sostenía la mano mientras los marineros corrían alrededor recogiendo las velas. Napoleone había bajado para reunir sus escasas pertenencias antes de arribar a puerto.
Tal vez había sido el agua de Lyon, se dijo Mireille. O quizá la dureza del viaje por el valle del Ródano, donde los ejércitos hostiles peleaban para repartirse Saboya… parte del reino de Cerdeña. Cerca de Givors Napoleone había vendido el caballo de Mireille —que hasta ese momento habían llevado uncido al coche de postas— al quinto regimiento del ejército, que en el calor de la batalla había perdido más caballos que hombres. La venta les había proporcionado una bonita suma… lo bastante para cubrir los gastos de su viaje… y más.
Durante todo ese tiempo la enfermedad de Mireille se había agravado. Con cada día transcurrido, el rostro de Elisa reflejaba más preocupación cuando alimentaba a mademoiselle y le aplicaba compresas frías en la cabeza cada vez que hacían un alto. Pero la sopa nunca permanecía demasiado tiempo en el estómago, y hasta mademoiselle comenzó a inquietarse mucho antes de que el barco zarpara del puerto de Toulon con destino a Córcega a través del mar embravecido. Cuando se miró en el espejo convexo de la embarcación, vio una cara pálida y demacrada, en lugar del rostro relleno y distendido que debía reflejarse en la superficie curva. Había permanecido en cubierta el máximo tiempo posible, pero ni siquiera el fresco aire salobre le había devuelto el saludable vigor del que siempre había disfrutado.
Ahora, mientras Elisa le apretaba la mano en la cubierta del pequeño barco, Mireille sacudió la cabeza para despejar su mente y tragó saliva para controlar las náuseas. No podía permitirse la debilidad.
Y como si el propio cielo la hubiera escuchado, la bruma oscura comenzó a disiparse lentamente y apareció el sol. Sobre la superficie crespada del agua su luz formó charcos como piedras doradas que la precedieron a lo largo de cien metros hasta el puerto de Ajaccio.
Tan pronto como llegaron, Napoleone saltó a la orilla y ayudó a sujetar la nave al embarcadero de piedra. El puerto de Ajaccio bullía de actividad. En la entrada había muchos buques de guerra. Mientras Mireille y Elisa miraban maravilladas alrededor, los soldados franceses trepaban por las guindalezas y corrían por las cubiertas.
El gobierno francés había ordenado a Córcega que atacara Cerdeña, su vecina. Mientras bajaban suministros de las naves, Mireille oyó a los soldados franceses y la Guardia Nacional corsa hablar de la conveniencia del ataque, que parecía inminente.
Luego oyó un grito proveniente del embarcadero. Miró hacia abajo y vio a Napoleone correr entre la muchedumbre hacia una mujer menuda y esbelta, que llevaba de la mano a dos críos pequeñitos. Mientras Napoleone la estrechaba en sus brazos, Mireille vio el cabello castaño rojizo de la mujer y unas manos blancas que revoloteaban como palomas en torno al cuello del joven. Los niños saltaban alrededor de la madre y el hermano.
—Es Letizia, nuestra madre —susurró Elisa mirando sonriente a Mireille—. Y mi hermana Maria-Carolina, de diez años, y el pequeño Girolamo, que era un bebé cuando me fui a Saint-Cyr. Napoleone siempre ha sido el favorito de mi madre. Venid, os presentaré.
Y bajaron juntas al atestado puerto.
Mireille pensó que Letizia Ramolino Buonaparte era una mujer muy menuda. Aunque esbelta como un junco, transmitía la impresión de fortaleza. Contempló desde lejos a Mireille y Elisa, con los ojos pálidos como hielo azul y el rostro sereno como una flor en las aguas quietas de un estanque. Aunque todo en ella irradiaba placidez, su presencia resultaba tan autoritaria que a Mireille le pareció que dominaba incluso la confusión del puerto atestado. Y tuvo la sensación de haberla visto antes.
—Señora madre —dijo Elisa tras abrazarla—, os presento a nuestra nueva amiga. Viene de parte de madame de Roque, la abadesa de Montglane.
Letizia miró largo rato a Mireille sin decir nada. Después le tendió la mano.
—Sí —murmuró—, os estaba esperando…
—¿A mí? —preguntó Mireille sorprendida.
—Tenéis un mensaje para mí, ¿no es cierto? Un mensaje de cierta importancia…
—¡Señora madre, tenemos un mensaje! —intervino Elisa tirándole de la manga. Letizia miró a su hija, que, con quince años, ya era más alta que ella—. Yo misma he estado con la abadesa en Saint-Cyr, y me dio este mensaje para vos… —Se inclinó hacia el oído de su madre.
Nada podía haber transformado a esa mujer impasible tanto como esas pocas palabras susurradas: su rostro se ensombreció y sus labios temblaron de emoción mientras retrocedía para apoyar una mano sobre el hombro de Napoleone.
—¿Qué pasa, madre? —exclamó él, cogiéndole la mano y mirándola alarmado a los ojos.
—Madame —intervino Mireille—, debéis decirnos qué sentido tiene este mensaje para vos. Mis actos futuros, mi propia vida, pueden depender de ello. Iba de camino a Argel y me he detenido aquí solo a causa de mi encuentro fortuito con vuestros hijos. Este mensaje puede ser…
En ese momento le sobrevino un acceso de náuseas que le impidieron seguir hablando. Letizia se inclinó hacia ella en el momento en que Napoleone la cogía por debajo del brazo para evitar que cayera.
—Perdonadme —dijo débilmente Mireille, con la frente perlada de sudor frío—. Me temo que tengo que echarme… no me encuentro bien.
Letizia parecía casi aliviada por el incidente. Tocó con delicadeza la frente febril y el corazón palpitante. Después, adoptando una actitud casi militar, dio órdenes y puso en movimiento a los niños, mientras Napoleone llevaba a Mireille colina arriba, hasta la carreta. Cuando Mireille estuvo acomodada en la parte de atrás, Letizia pareció lo bastante recuperada para volver a mencionar el tema.
—Mademoiselle —dijo con cautela, echando una ojeada alrededor para asegurarse de que no la oían—, aunque hace treinta años que me preparo para esta noticia, el mensaje me ha cogido por sorpresa. Pese a lo que he dicho a mis hijos para protegerlos, conozco a la abadesa desde que tenía la edad de Elisa… mi madre era su confidente. Contestaré a todas vuestras preguntas, pero primero debemos ponernos en contacto con madame de Roque y descubrir cómo entráis vos en sus planes.
—¡No puedo esperar tanto tiempo! —exclamó Mireille—. Tengo que ir a Argel.
—Me temo que tendré que disuadiros —repuso Letizia. Trepó a la carreta y cogió el látigo mientras indicaba a los niños que subieran—. No estáis en condiciones de viajar, y si lo intentáis pondréis en peligro no solo vuestra vida, sino también la de otras personas, porque no comprendéis la naturaleza del juego en que os habéis embarcado y tampoco las apuestas…
—Vengo de Montglane —exclamó Mireille—. He tocado las piezas con mis propias manos.
Letizia se había vuelto para mirarla, y Napoleone y Elisa escuchaban con atención mientras subían a Girolamo a la carreta, porque ellos nunca habían sabido con exactitud en qué consistía el tesoro.
—¡No sabéis nada! —espetó Letizia con fiereza—. Tampoco Elisa de Cartago quiso escuchar las advertencias. Murió devorada por el fuego… inmolada en una pira funeraria, como aquel pájaro fabuloso que ha dado su identidad a los fenicios…
—Madre —intervino Elisa, que ayudaba a Maria-Carolina a subir a la carreta—, según la historia, se arrojó a la pira cuando Eneas la abandonó.
—Tal vez —dijo Letizia—, pero tal vez hubiera otra razón.
—¡El ave Fénix! —murmuró Mireille, mientras Elisa y Carolina se acomodaban a duras penas a su lado—. ¿Acaso la reina Elisa renació también de sus cenizas… como el mítico pájaro del desierto?
—No —contestó Elisa—, porque más tarde el propio Eneas la vio en el Hades.
Letizia seguía con la vista clavada en Mireille, como absorta en sus pensamientos. Por fin habló… y al escuchar sus palabras Mireille sintió un escalofrío.
—Pero ha renacido ahora… como las piezas del juego de ajedrez de Montglane. Y haremos bien en temblar, todos nosotros. Porque este es el final que fue profetizado.