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Authors: Katherine Neville

El ocho (86 page)

BOOK: El ocho
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Alejandro siempre se había sentido incómodo con los siervos y campesinos. Era casi como si lo considerasen un santo… y esperaran que se comportara como tal.

Eso era peligroso. Pablo guardaba celosamente el trono que le había sido negado durante tanto tiempo. Ahora ejercía la autoridad que había deseado… la atesoraba, la usaba y abusaba de ella como de una amante a quien se desea pero no se puede controlar.

Alejandro cruzó el Neva y dejó atrás los mercados de la ciudad. Solo puso al trote a su gran caballo blanco cuando hubo atravesado las tierras de pastoreo y llegado a los húmedos campos otoñales.

Cabalgó por el bosque durante horas, como si no tuviera un destino concreto. Las hojas amarillas se amontonaban en el suelo como farfollas de maíz. Llegó a una cañada silenciosa donde una masa de ramas negras y húmedas telarañas de hojas doradas ocultaban en parte la silueta de una vieja casucha de tepe. Desmontó y empezó a pasear a su fatigado caballo.

Con las riendas entre los dedos, caminó sobre el blando y perfumado colchón de hojas que cubrían el suelo. Con su cuerpo esbelto y atlético, la negra chaqueta militar con el cuello alto, tocando casi la barbilla, los ajustados pantalones blancos y las rígidas botas negras, parecía un simple soldado vagabundeando por el bosque. De las ramas de un árbol cayó un poco de agua. La sacudió de los flecos de su charretera dorada y desenvainó la espada, que tocó con aire ausente, como si estuviera comprobando el filo. Observó un instante la casucha, junto a la cual pastaban dos caballos.

Alejandro miró alrededor. Un cuclillo cantó tres veces… después, silencio, salvo el ruido de las gotas de agua que caían de los árboles. Soltó las riendas del caballo y se encaminó a la choza.

Empujó la puerta, que se entreabrió con un chirrido. Dentro la oscuridad era casi total. Mientras sus ojos se adaptaban a ella, percibió el olor de la tierra del suelo… y el de una vela recientemente apagada. Le pareció oír que algo se movía. Su corazón se aceleró.

—¿Estáis ahí? —susurró.

Vio unas chispas y percibió el olor de una paja quemada mientras se alzaba una llama. A continuación se encendió una vela, a cuyo resplandor vio el hermoso rostro ovalado, la brillante cascada de cabello color fresa y los destellantes ojos verdes que lo miraban.

—¿Habéis tenido éxito? —preguntó Mireille en voz tan baja que Alejandro tuvo que esforzarse para oírla.

—Sí. Está en la prisión Ropsha —respondió Alejandro, susurrando también, aunque no había nadie allí que pudiera escuchar su conversación—. Puedo llevaros allí. Pero hay más. Él tiene una de las piezas, tal como temíais.

—¿Y el resto? —preguntó Mireille con un hilo de voz. Sus ojos verdes deslumbraban al joven.

—No podía averiguar más sin despertar sospechas. Fue un milagro que hablara tanto. Ah, sí… al parecer la expedición francesa a Egipto es más de lo que creíamos, tal vez una tapadera. El general Bonaparte ha llevado consigo muchos científicos…

—¿Científicos? —preguntó Mireille, inclinándose en su silla.

—Matemáticos, físicos, químicos… —explicó Alejandro.

Mireille miraba detrás de él, hacia el rincón oscuro. De las sombras emergió la forma alta y esbelta de un hombre de cara de halcón, vestido de negro de pies a cabeza. Llevaba de la mano a un niño de unos cinco años, que sonrió con dulzura a Alejandro. El príncipe le devolvió la sonrisa.

—¿Lo habéis oído? —preguntó Mireille a Shahin, quien asintió en silencio—. Napoleone está en Egipto, pero no a petición mía. ¿Qué hace allí? ¿Cuánto sabe? Quiero que regrese a Francia. Si partís ahora, ¿cuánto tiempo tardaríais en llegar hasta él?

—Tal vez esté en Alejandría, o quizá en El Cairo —dijo Shahin—. Si atravieso el Imperio turco, podría llegar a cualquiera de esos lugares en dos meses. Debo llevar conmigo a Al-Kalim… los otomanos verán que es el profeta, la Sublime Puerta me dejará pasar y me conducirá al hijo de Letizia Bonaparte.

Alejandro escuchaba atónito la conversación.

—Habláis del general Bonaparte como si lo conocieseis —dijo a Mireille.

—Es un corso —afirmó ella—. Vuestro francés es mucho mejor que el suyo. Pero no podemos perder tiempo… llevadme a Ropsha antes de que sea demasiado tarde.

Tras ayudar a Mireille a envolverse en la capa, Alejandro se volvió hacia la puerta y vio de pronto que el pequeño Charlot se había puesto a su lado.

—Al-Kalim tiene algo que deciros, majestad —explicó Shahin señalando al niño, al que Alejandro miró con una sonrisa.

—Pronto seréis un gran rey —dijo el pequeño Charlot con su aflautada voz infantil. Alejandro seguía sonriendo, pero las siguientes palabras del niño hicieron desvanecer su sonrisa—. La sangre dejará en vuestras manos una mancha menor que en las de vuestra abuela, pero obedecerá a un hecho semejante. Un hombre a quien admiráis os traicionará… veo un invierno frío y un gran fuego. Habéis ayudado a mi madre y por eso seréis salvado de las manos de esa persona desleal y viviréis para reinar veinticinco años…

—¡Basta, Charlot! —siseó Mireille, cogiendo de la mano a su hijo al tiempo que lanzaba una mirada furiosa a Shahin.

Alejandro estaba petrificado, helado hasta la médula.

—¡Este niño es clarividente! —susurró.

—Entonces dejemos que use ese don para algo —afirmó ella—, en lugar de ir por ahí diciendo la buenaventura como una vieja bruja inclinada sobre un tarot.

Atravesó la puerta tirando de Charlot. Mientras se volvía hacia Shahin y contemplaba sus impenetrables ojos negros, el atónito príncipe oyó la vocecilla del pequeño.

—Lo siento, mamá —dijo—. Me olvidé. Prometo no volver a hacerlo.

La Bastilla parecía un palacio comparada con la prisión Ropsha. Fría y húmeda, sin ventanas, era en todos los sentidos una mazmorra de la desesperación. La abadesa llevaba dos años encerrada allí, bebiendo agua salobre y comiendo lo que parecía bazofia para los cerdos. Mireille había dedicado cada hora y cada minuto de esos años a tratar de descubrir su paradero.

Alejandro la introdujo en la prisión y habló con los guardias, que lo apreciaban mucho más que a su padre y estaban dispuestos a hacer lo que les pidiera. Llevando de la mano a Charlot, Mireille recorrió los oscuros corredores tras la linterna del guardia. Alejandro y Shahin caminaban tras ella.

La celda de la abadesa estaba en las entrañas de la prisión: un pequeño agujero cerrado por una pesada puerta metálica. Mireille estaba helada de miedo. El guardia la dejó pasar. La anciana yacía como una muñeca a la que hubieran sacado el relleno. Su piel cetrina parecía una hoja seca a la pálida luz de la linterna. Mireille cayó de rodillas junto al jergón y, rodeando a la abadesa con sus brazos, la ayudó a incorporarse. Notó su cuerpo desmadejado, sin consistencia, como si fuera a deshacerse en polvo.

Charlot se acercó y cogió la marchita mano de la abadesa en su manita.

—Mamá —susurró—, esta dama está muy enferma. Desea que la saquemos de aquí antes de morir…

Mireille lo miró y se volvió hacia Alejandro, que estaba de pie a sus espaldas.

—Dejadme ver qué puedo hacer —dijo el príncipe, y salió con el guardia.

Shahin se acercó a la cama. La abadesa trató de abrir los ojos, pero el esfuerzo fue vano. Mireille apoyó la cabeza sobre el pecho de la anciana y sintió que las lágrimas acudían a sus ojos y le quemaban la garganta. Charlot le puso una mano en el hombro.

—Hay algo que necesita decir —susurró a su madre—. Oigo sus pensamientos… No quiere que la entierren otros… Madre, ¡hay algo dentro de sus vestidos! Algo que quiere que tengamos nosotros.

—Dios santo —murmuró Mireille.

En ese momento regresó Alejandro.

—¡Venid, llevémosla antes de que el guardia cambie de parecer! —susurró con tono apremiante.

Shahin se inclinó sobre el jergón y levantó a la abadesa como si fuera una pluma. Los cuatro salieron a toda prisa de la prisión por una puerta que conducía a un largo pasaje subterráneo. Por fin emergieron a la luz del día, no muy lejos de donde habían dejado los caballos. Shahin, sosteniendo a la frágil anciana con un solo brazo, subió con facilidad a su caballo y se dirigió hacia el bosque, seguido por los demás.

En cuanto llegaron a un paraje solitario, se detuvieron y desmontaron. Alejandro bajó a la abadesa y Mireille extendió su capa en el suelo para tumbarla. La moribunda, con los ojos aún cerrados, trataba de hablar. Alejandro cogió agua con las manos en un riachuelo y se la llevó, pero ella estaba demasiado débil para beber.

—Lo sabía… —balbuceó con voz quebrada y ronca.

—Sabíais que vendría a buscaros —dijo Mireille acariciando su frente febril—. Pero me temo que he llegado demasiado tarde. Mi querida amiga, tendréis un entierro cristiano… yo misma recibiré vuestra confesión, porque no hay aquí nadie más que pueda hacerlo.

Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras estaba arrodillada junto a la abadesa. Charlot, que estaba a su lado, puso las manos sobre el hábito abacial, que pendía del frágil cuerpo.

—Madre, está aquí, en la ropa… entre el paño y el forro —exclamó.

Shahin se acercó sacando su afilado bousaadi para cortar la tela. Mireille puso una mano en su brazo para impedírselo. En ese momento la abadesa susurró con voz ronca:

—Shahin. —Sonrió mientras trataba de levantar la mano para acariciar el rostro—. Por fin has encontrado a tu profeta. Iré al encuentro de ese Alá tuyo… muy pronto. Le llevaré… tu amor. —Dejó caer la mano y cerró los ojos. Mireille empezó a sollozar, pero los labios de la abadesa seguían moviéndose. Charlot se inclinó y le dio un beso en la frente—. No cortéis… el paño… —dijo la anciana. Y dejó de moverse.

Shahin y Alejandro permanecieron bajo los goteantes árboles mientras Mireille se arrojaba sobre el cuerpo de la abadesa y lloraba. Al cabo de unos minutos, Charlot la apartó y con sus pequeñas manitas levantó el pesado hábito. En la parte delantera, en el forro, la abadesa había dibujado un tosco tablero de ajedrez con su propia sangre… marrón ahora y manchado, y en cada escaque, un símbolo. Charlot miró a Shahin, que le tendió el cuchillo, y cortó con cuidado el hilo que sujetaba la tela al forro. Y allí, bajo el tablero de ajedrez, estaba el pesado paño azul oscuro… cubierto de gemas resplandecientes.

París, enero de 1799

Charles-Maurice de Talleyrand salió de los despachos del Directorio y bajó cojeando los elevados escalones de piedra que conducían al patio, donde esperaba su carruaje. Había sido un día duro: los cinco directores le habían lanzado acusaciones e insultos a causa de unos presuntos sobornos que habría recibido hacía poco de la delegación norteamericana. Era demasiado orgulloso para justificarse o excusarse, y tenía un recuerdo demasiado cercano de la pobreza para admitir sus pecados y devolver el dinero. Había permanecido sentado en silencio, mientras los otros echaban espumarajos por la boca. Cuando se cansaran, se iría sin haber cedido terreno.

Caminó con paso cansino por el patio empedrado. Esa noche cenaría solo, abriría una botella de madeira añejo y se daría un baño caliente. Esos eran los únicos pensamientos que ocupaban su mente cuando el cochero, al verlo, corrió hacia el carruaje. Talleyrand le indicó por señas que subiera al pescante y abrió la portezuela. Al deslizarse en su asiento oyó un frufrú de sedas en la oscuridad del coche y se puso rígido al instante.

—No temas —murmuró una voz femenina que le produjo un escalofrío.

Una mano enguantada apretó la suya y, cuando el carruaje avanzó bajo las luces de la calle, vio la hermosa piel blanca, el cabello rojizo.

—¡Mireille! —exclamó, pero ella puso los dedos enguantados sobre sus labios. Antes de saber lo que ocurría Talleyrand estaba arrodillado en el balanceante coche, inundando de besos el rostro de la mujer, hundiendo las manos en su cabello, murmurando mil cosas mientras luchaba por controlarse. Le parecía que iba a volverse loco—. Si supieras cuánto tiempo te he buscado… no solo aquí, sino en todas partes. ¿Cómo pudiste abandonarme tanto tiempo sin una palabra, sin una señal? Temía por ti…

Mireille lo hizo callar con un beso, mientras él se empapaba del perfume de su cuerpo y lloraba. Lloró siete años de lágrimas reprimidas y se empapó de las lágrimas que bañaban las mejillas de Mireille mientras se abrazaban el uno al otro como criaturas perdidas en el mar.

Protegidos por la oscuridad, entraron en la casa de Talleyrand a través de las amplias puertaventanas que daban al jardín. Sin detenerse a cerrarlas o encender una lámpara, él la cogió en brazos y la llevó al diván. Desnudándola sin una palabra, cubrió el tembloroso cuerpo de Mireille con el suyo y se perdió en su carne cálida y su cabello sedoso.

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