Authors: Katherine Neville
La nota estaba en el otro extremo de la habitación, iluminada por la lámpara, pero la luz de esta no caía en el centro, sino en un solo lado. Volví a levantarme, con las medias en la mano, y me acerqué a mirarla. En efecto, la lámpara iluminaba un lado de la nota —el izquierdo—, es decir, la primera palabra de cada línea. Y esas primeras palabras formaban otra frase: «La veo en Argel».
A las dos de la mañana estaba tendida en la cama mirando el techo. No podía cerrar los ojos. Mi cerebro seguía funcionando, como un ordenador. Había algo raro, parecía faltar algo. Las piezas del rompecabezas eran muchas y al parecer no lograba encajarlas. Sin embargo, estaba segura de que de alguna manera encajarían. Me puse a repasar los hechos por milésima vez.
La pitonisa me había advertido de que estaba en peligro. Solarin también. La pitonisa había dejado un mensaje en su profecía. Solarin había dejado un mensaje oculto en su nota. ¿Existía alguna relación entre la adivina y el ajedrecista?
Había algo a lo que no había prestado atención porque no tenía sentido. El acróstico contenido en el mensaje de la pitonisa decía: «J’adoube CV». Como había observado Nim, al parecer quería ponerse en contacto conmigo. Si así era, ¿por qué yo no había vuelto a saber de ella? Habían pasado tres meses y la mujer había desaparecido del mapa.
Me levanté de la cama y encendí las luces. Ya que no podía dormir, al menos intentaría descifrar el maldito enigma. Fui hasta el armario y revolví hasta encontrar la servilleta plegada de cóctel en que Nim había escrito el poema. Fui a la despensa y me serví una copa de brandy. Después me senté en el suelo, sobre un montón de cojines.
Tras sacar un lápiz de un cubilete empecé a contar las letras y a rodearlas con círculos, como me había enseñado Nim. Si la maldita mujer estaba tan ansiosa por comunicarse conmigo, tal vez ya lo había hecho. Tal vez en la profecía hubiera escondido algo más. Algo que yo no había visto antes.
Ya que las letras iniciales de cada línea habían formado un mensaje, probé suerte con las finales, pero por desgracia el resultado era incomprensible.
Así pues, lo intenté con las primeras letras de las segundas palabras de cada línea, después con las terceras, y así sucesivamente. No salía nada. Luego probé con la primera letra de la primera línea, la segunda letra de la segunda línea, etcétera, y tampoco conseguí nada. No funcionaba. Tomé un trago de brandy y seguí intentándolo durante una hora.
Eran casi las tres y media de la mañana cuando se me ocurrió intentarlo con pares e impares. Tomando las letras impares de cada frase, conseguí algo por fin. Al unir la primera letra del primer verso, la tercera letra del siguiente, después la quinta, la séptima y así sucesivamente, se leía «JEREMÍAS-H». Un nombre propio. Me arrastré por la habitación mirando libros hasta que encontré una vieja y enmohecida Biblia de los gedeones. En el índice busqué Jeremías, el libro veinticuatro del Antiguo Testamento. Sin embargo, el mensaje rezaba «Jeremías-H». ¿Qué significaba la H? Lo pensé un momento hasta que comprendí que en el alfabeto internacional la H es la octava letra. ¿Y adónde me llevaba eso?
Leí el octavo verso del poema: «Como tú bien sabes, busca del treinta y tres y del tres el beneficio». Parecía referirse a capítulo y versículo.
Busqué Jeremías 33,3. ¡Bingo!
Llámame y te responderé, y te mostraré cosas grandes y
poderosas que no conoces.
De modo que tenía razón. Había otro mensaje oculto en la profecía. El único problema era que, tal como estaban las cosas, este mensaje era inútil. Si la vieja bribona había querido mostrarme cosas que eran grandes y poderosas, entonces ¿dónde demonios estaban esas cosas? Yo no lo sabía.
Era estimulante descubrir que una persona que nunca había logrado terminar los crucigramas del New York Times servía para descifrar profecías escritas en una servilleta de cóctel. Por otro lado, me sentía bastante frustrada. Si bien cada capa que desvelaba parecía tener significado, en el sentido de que era mi idioma y contenía un mensaje, los mensajes en sí mismos no parecían llevar a ninguna parte. Excepto a otros mensajes.
Suspiré, miré el maldito poema, me bebí el resto de brandy y decidí empezar de nuevo. Fuera lo que fuese, tenía que estar oculto en el poema. Era el único lugar donde podía estar.
Cuando en mi cabeza confusa apareció la idea de que quizá tuviera que dejar de buscar letras, eran las cinco de la madrugada. Tal vez debiera buscar palabras enteras, como en la nota de Solarin. Y en el momento en que se me ocurrió la idea —quizá con la ayuda del tercer vaso de brandy—, mi mirada se posó en la primera frase de la profecía: «Juego hay en estas líneas que componen un indicio…».
Cuando la pitonisa había pronunciado esas palabras, estaba mirando las líneas de mi mano. ¿Y si las líneas del propio poema componían la clave del mensaje?
Cogí el texto para darle un último repaso. ¿Dónde estaba el indicio? A esas alturas ya había decidido tomar las claves crípticas en su sentido literal. La pitonisa había dicho que las líneas formaban una clave, de la misma manera que el esquema de la rima, al sumarse, daba 666, el número de la Bestia.
Es absurdo decir que tuve una intuición repentina cuando hacía cinco horas que estudiaba la maldita nota, pero así lo sentí. Con una certeza que desmentían mi falta de sueño y la proporción de alcohol en sangre, supe que había encontrado la respuesta.
El esquema de la suma del poema no solo sumaba 666, sino que era la clave del mensaje oculto. Para entonces mi copia del poema estaba tan garabateada que parecía un mapa de las interrelaciones galácticas del universo. Volviendo la página para escribir por detrás, copié el texto y el esquema de la suma, que era: 1-2-3, 2-3-1, 3-1-2. De cada frase elegí la palabra que correspondía a ese número. El mensaje rezaba:
JUEGO-ES-Y CUAL-UNA-BATALLA SEGUIRÁ-COMO-SIEMPRE
.
Con la inconmovible seguridad que me proporcionaba mi estupor alcohólico, supe exactamente qué significaba. ¿Acaso no me había dicho Solarin que estábamos jugando una partida de ajedrez? Pero la adivina me había hecho su advertencia tres meses antes.
J’adoube. Te toco. Te coloco, Catherine Velis. Llámame y te contestaré y te mostraré cosas grandes y poderosas que no conoces. Porque se está desarrollando una batalla y tú eres un peón en el juego; una pieza en el tablero de ajedrez de la vida.
Sonreí, estiré las piernas y busqué el teléfono. Aunque no podía hablar con Nim, sí podía dejar un mensaje en su ordenador. Nim era un maestro de la descodificación, tal vez la mayor autoridad mundial. Había ofrecido conferencias y escrito libros sobre la materia, ¿no? No era sorprendente que me hubiera arrancado la nota de la mano cuando descubrí el esquema de versificación. Había comprendido enseguida que era una clave; pero el mal nacido había esperado a que lo descubriera por mí misma. Marqué el número y dejé mi mensaje de despedida: «Un peón avanza en dirección a Argel».
Después, mientras el cielo se iluminaba, decidí acostarme. No quería seguir pensando y mi cerebro estaba de acuerdo conmigo. Estaba apartando con el pie la correspondencia que había dejado en el suelo, cuando vi un sobre sin sello ni dirección. Lo habían entregado en mano y no reconocí la letra ornamentada en que estaba escrito mi nombre. Lo cogí y lo abrí. Dentro había una tarjeta grande y gruesa. Me senté en la cama para leerla.
Mi querida Catherine:
He disfrutado de nuestro breve encuentro. No podré hablar con usted antes de su partida, porque yo mismo salgo de la ciudad y estaré fuera varias semanas.
Después de nuestra charla he decidido enviar a Lily con usted a Argel. Dos cabezas son mejor que una cuando se trata de resolver acertijos. ¿No lo cree?
A propósito, olvidé preguntarle… ¿disfrutó de su encuentro con mi amiga la pitonisa? Le envía el siguiente saludo: bienvenida al juego.
Con todo mi cariño,
Mordecai Rad
Una y otra vez encontramos en las literaturas antiguas leyendas sobre juegos sabios y misteriosos que concibieron y a los que jugaban eruditos, monjes o los cortesanos de los príncipes cultivados. Podían tomar la forma de juegos de ajedrez en los que las piezas y cuadrados tenían significados secretos, además de sus funciones habituales.
Hermann Hesse,
El juego de los abalorios
Juego el juego por el juego mismo.
Sherlock Holmes
Argel, abril de 1973
Era uno de esos crepúsculos azul lavanda resplandeciente de principio de primavera. El mismo cielo parecía canturrear mientras el avión describía círculos a través de la delgada bruma que se elevaba desde las costas del Mediterráneo. Debajo de mí estaba Argel.
La llamaban Al-Yezair Beida. La Isla Blanca. Parecía haber surgido del mar como una ciudad fabulosa, un espejismo. Los siete picos de leyenda estaban atestados de edificios blancos que caían unos sobre otros como el glaseado de un pastel de bodas. Hasta los árboles tenían formas exóticas y colores que no eran de este mundo.
Esa era la ciudad blanca que iluminaba el camino de entrada al Continente Negro. Allá abajo, detrás de la fachada resplandeciente, estaban las piezas del misterio por descubrir, por el cual había atravesado medio mundo. Mientras mi avión descendía sobre el agua, sentí que estaba a punto de aterrizar, no en Argel, sino en el primer escaque, el que me llevaría al corazón mismo del juego.
El aeropuerto de Dar-el-Beida (el Palacio Blanco) está en el borde mismo de Argel y su corta pista llega hasta el Mediterráneo.
Cuando bajamos del avión, una hilera de palmeras se balanceaban como largas plumas con la brisa fresca y húmeda ante el edificio de dos plantas. El aire estaba perfumado de jazmín. A lo largo de la parte frontal del bajo edificio de vidrio había una pancarta escrita a mano: aquellas florituras, puntos y rayas que parecían pinturas japonesas fueron mi primer encuentro con el árabe clásico. Debajo de esas letras las palabras impresas traducían: Bienvenue en Algérie.
Habían apilado el equipaje sobre el pavimento para que identificáramos nuestras maletas. Un mozo de cuerda puso la mía en un carrito metálico mientras yo seguía al grupo de pasajeros al interior del aeropuerto. Al incorporarme a la cola de inmigración pensé cuán lejos había llegado desde aquella noche, hacía apenas una semana, en que había renunciado a dormir hasta descifrar la profecía de la pitonisa. Y había cubierto esa distancia sola.
No por elección. Por la mañana, después de descifrar el poema, había intentado frenéticamente ponerme en contacto con cualquiera de mi variopinta colección de amigos, pero parecía haber una conspiración de silencio. Cuando llamé al apartamento de Harry, Valérie, la doncella, me dijo que Lily y Mordecai estaban encerrados estudiando los misterios del ajedrez. Harry había salido de la ciudad para llevar el cuerpo de Saul a unos parientes lejanos que había localizado en Ohio u Oklahoma… en algún lugar del interior. Aprovechando su ausencia, Llewellyn y Blanche habían partido hacia Londres para derrochar el dinero comprando antigüedades. Nim seguía enclaustrado, por decirlo así, y no contestaba ninguno de mis mensajes urgentes.
El sábado por la mañana, mientras me peleaba con los de la mudanza, que hacían lo imposible por envolver mis trastos con papel de regalo, apareció Boswell ante mi puerta con una caja «de parte del encantador caballero que estuvo aquí el otro día».
La caja estaba llena de libros y tenía una nota que ponía: «Reza en busca de guía y lávate detrás de las orejas». La firmaban «Las Hermanas de la Misericordia». Metí los libros en mi bolso y no volví a pensar en ellos. ¿Cómo podía saber que esos volúmenes que descansaban en mi bolso como una bomba de relojería tendrían una influencia tan grande en lo que pronto sucedería? Nim sí lo sabía. Tal vez siempre lo había sabido. Incluso antes de poner sus manos en mis hombros y decir «J’adoube».
En la mezcla ecléctica de viejos y mohosos libros de bolsillo estaba La leyenda de Carlomagno, así como obras sobre ajedrez, cuadrados mágicos e investigaciones matemáticas de todos los sabores y variedades posibles. También había un aburrido libro sobre pronósticos bursátiles titulado Los números de Fibonacci, escrito, quién lo iba a decir, por el doctor Ladislaus Nim.
No puedo afirmar que me convertí en una experta en ajedrez durante el vuelo de seis horas entre Nueva York y París, pero lo cierto es que aprendí mucho sobre el ajedrez de Montglane y el papel que había desempeñado en el derrumbe del imperio de Carlomagno. Aunque jamás se mencionaba por su nombre, este juego de ajedrez estaba relacionado con la muerte de no menos de media docena de reyes, príncipes y cortesanos, que perecieron por culpa de esas piezas de oro macizo. Algunos de estos crímenes dieron pie a guerras, y al morir Carlomagno sus propios hijos destruyeron el Imperio franco en su lucha por lograr la posesión del misterioso juego de ajedrez. En ese punto Nim había escrito una nota al margen: «Ajedrez, el más peligroso de los juegos».