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Authors: Katherine Neville

El ocho (31 page)

BOOK: El ocho
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Mordecai observaba a Lily con una expresión extraña.

—Díselo. Cuéntale lo que me has dicho —me pidió Lily.

—No creo que…

—Sabe lo de Fiske. Cuéntale lo de Saul.

Mordecai se volvió hacia mí con expresión amable.

—¿Hay algo truculento? —preguntó con tono ligero—. Lily cree que el gran maestro Fiske no falleció de muerte natural. ¿Usted comparte esa opinión? —Bebió un traguito de té.

—Mordecai, Cat acaba de decirme que han asesinado a Saul —explicó Lily.

El anciano depositó la cucharilla en el plato sin levantar la mirada y suspiró.

—Ah. Me lo temía. —Me miró con cara de pesar—. ¿Es verdad?

—Lily, no creo que…

Mordecai me interrumpió con suma cortesía.

—¿Cómo es que se ha enterado usted antes que la familia de Lily? —preguntó.

—Porque estaba presente —respondí.

Lily intentó decir algo, pero Mordecai la obligó a callar.

—Señoras, señoras —murmuró, y se volvió hacia mí—. ¿Tendría la amabilidad de empezar por el principio?

Volví a narrar la historia que había contado a Nim: la advertencia de Solarin durante el torneo de ajedrez, la muerte de Fiske, la extraña desaparición de Saul, los orificios de bala en el coche y, por último, el cadáver de Saul en el edificio de Naciones Unidas. Lógicamente, omití algunos detalles como la pitonisa, el hombre de la bicicleta y la historia de Nim sobre el ajedrez de Montglane. Sobre esto último me había comprometido a guardar silencio, y los demás episodios eran demasiado estrafalarios para repetirlos.

—Lo ha explicado muy bien —observó Mordecai cuando terminé—. Podemos suponer, sin temor a equivocarnos, que las muertes de Fiske y Saul están relacionadas. Debemos averiguar qué acontecimientos o personas las unen.

—¡Solarin! —exclamó Lily—. Todo apunta a él.

—Querida amiga, ¿por qué Solarin? —preguntó Mordecai—. ¿Qué motivos tendría?

—Deseaba cargarse a todos los que podían derrotarlo para no tener que entregar la fórmula del arma…

—Solarin no tiene nada que ver con las armas —intervine—. Se especializó en física acústica.

Mordecai me miró de un modo extraño.

—Es cierto —dijo—. Aunque nunca te lo he dicho, conozco a Alexander Solarin.

Lily guardó silencio. Tenía las manos en el regazo y era evidente que se sentía dolida porque su venerado maestro de ajedrez le había ocultado un secreto.

—Lo conocí hace muchos años —explicó el anciano—, cuando me dedicaba activamente al comercio de diamantes. Después de un viaje a Amsterdam pasé por Rusia para visitar a un amigo. En casa de este me presentaron a un chiquillo de dieciséis años, que había ido allí para aprender ajedrez…

—Solarin estudió en el Palacio de los Jóvenes Pioneros —intervine.

—Exactamente —confirmó Mordecai y volvió a mirarme con extrañeza.

Como empezaba a resultar evidente que yo había investigado el pasado del ajedrecista, decidí cerrar el pico.

—En Rusia todos juegan al ajedrez. En realidad, no hay otra cosa que hacer. Jugué una partida con Alexander Solarin. Fui lo bastante necio para pensar que le enseñaría un par de cosas. Por supuesto, me derrotó. Ese joven es el mejor ajedrecista que conozco. Querida —añadió dirigiéndose a Lily—, es posible pero no probable que el gran maestro Fiske o tú le hubierais ganado.

Permanecimos unos minutos en silencio. El cielo se iba oscureciendo y éramos los únicos clientes de la cafetería. Mordecai consultó el reloj de bolsillo, alzó la taza y se acabó el té.

—Bueno, ¿qué más? —preguntó jovialmente—. ¿Habéis pensado en alguien que tuviera algún motivo para desear la muerte de esas dos personas?

Lily y yo negamos con la cabeza.

—¿No se os ocurre nada? —preguntó. Se puso en pie y cogió el sombrero—. Lo siento, pero tengo una cena a la que ya llego tarde, lo mismo que vosotras. Seguiré analizando este problema cuando disponga de tiempo libre, pero me gustaría comentar cuál es mi evaluación inicial de la situación. Así podréis reflexionar. Creo que la muerte del gran maestro Fiske no tuvo casi nada que ver con Solarin, y menos aún con el ajedrez…

—¡Solarin fue el único que estaba presente antes de que se descubrieran los asesinatos! —observó Lily.

—No es cierto —repuso Mordecai con una sonrisa enigmática—. En ambos casos había otra persona. ¡Tu amiga Cat!

—Un momento… —intervine.

Mordecai me interrumpió.

—¿No es extraño que el torneo de ajedrez se aplazara una semana por la desdichada muerte del gran maestro Fiske y que la prensa no haya mencionado que pudo haber juego sucio? ¿No le llama la atención que hace dos días viera el cadáver de Saul en un lugar tan público como la sede de Naciones Unidas y que los medios de comunicación no hayan informado del asunto? ¿Cómo explica estas circunstancias extrañas?

—¡Quieren encubrir los hechos! —exclamó Lily.

—Tal vez —reconoció Mordecai encogiéndose de hombros—. En todo caso, hay que admitir que Cat y tú os habéis ocupado de ocultar algunas pruebas. ¿Puedes explicarme por qué no acudiste a la policía cuando dispararon contra tu coche? ¿Por qué Cat no denunció la presencia de un cadáver que posteriormente se esfumó?

Lily y yo nos pusimos a hablar al mismo tiempo.

—Te he explicado el motivo por el que quería… —masculló ella.

—Tuve miedo de… —tartamudeé.

—Por favor —dijo Mordecai levantando la mano—. Creo que la policía dará menos crédito que yo a vuestros balbuceos, y el hecho de que tu amiga Cat estuviera presente en ambos casos resulta aún más sospechoso.

—¿Qué insinúa? —inquirí. En mis oídos aún resonaban las palabras de Nim: «Querida, es posible que alguien crea que tienes algo que ver».

—Quiero que comprenda que, si bien es posible que usted no tenga nada que ver con los acontecimientos, estos sí tienen algo que ver con usted —respondió Mordecai.

Dicho esto, se inclinó para besar a Lily en la frente. A continuación se volvió hacia mí y, al tiempo que me estrechaba la mano formalmente, hizo algo extrañísimo: ¡me guiñó el ojo! Se perdió escaleras abajo y se internó en la noche.

El avance del peón
Entonces ella trajo el tablero de ajedrez y jugó con él, pero Scharkán, en lugar de mirar sus movimientos, no apartaba la vista de su bella boca y ponía el caballo en lugar del elefante y el elefante en lugar del caballo.
Ella rió y le dijo:
—Si es así como juegas, no sabes nada del juego.
—Esta es solo la primera partida —repuso él—. No me juzgues por ello.
Las mil y una noches

París, 3 de septiembre de 1972

En el recibidor de la casa de Danton solo brillaba una llama en el pequeño candelabro de bronce. A medianoche, alguien cubierto con una larga capa negra llegó ante la puerta y tiró del cordón de la campanilla. El portero atravesó el recibidor arrastrando los pies y aplicó el ojo a la mirilla. El hombre que aguardaba en los escalones llevaba un sombrero gacho que ocultaba su cara.

—Por amor de Dios, Louis —dijo—. Abre la puerta. Soy yo, Camille.

El portero descorrió el cerrojo y abrió.

—Todas las precauciones son pocas, monsieur —se disculpó.

—Lo comprendo —dijo muy serio Camille Desmoulins atravesando el umbral. Se quitó el sombrero y se atusó la espesa cabellera rizada—. Vengo de la prisión La Force. Ya sabes lo que ha pasado… —Se interrumpió sobresaltado al percibir un movimiento ligerísimo entre las oscuras sombras del recibidor—. ¿Quién hay ahí? —preguntó asustado.

La figura se levantó en silencio, alta, pálida y vestida con elegancia. Salió de las sombras y tendió la mano a Desmoulins.

—Mi querido Camille —dijo Talleyrand—. Espero no haberte alarmado. Estoy esperando que regrese Danton del Comité.

—¡Maurice! —exclamó Desmoulins estrechándole la mano, mientras el portero se retiraba—. ¿Qué te trae por aquí tan tarde?

En calidad de secretario de Danton, Desmoulins vivía desde hacía años con la familia de su superior.

—Danton ha tenido la amabilidad de prometerme un pase para abandonar Francia —explicó Talleyrand con absoluta serenidad—. Para que pueda regresar a Inglaterra y reanudar las negociaciones. Como sabes, los británicos se han negado a reconocer nuestro nuevo gobierno…

—Yo no me molestaría en esperarlo esta noche —dijo Camille—. ¿Te has enterado de lo que ha sucedido hoy en París?

Talleyrand meneó la cabeza y respondió:

—He oído decir que hemos rechazado a los prusianos, que están en retirada. Tengo entendido que regresan a casa porque las tropas han contraído la disentería. —Se echó a reír—. ¡No hay ejército capaz de marchar tres días bebiendo los vinos de Champagne!

—Es verdad que hemos vencido a los prusianos —dijo Desmoulins sin unirse a sus carcajadas—, pero hablo de la matanza.

Por la expresión de Talleyrand comprendió que no se había enterado.

—Ha empezado esta tarde en la prisión de l’Abbaye. Ahora se ha extendido a La Force y la Conciergerie. Por lo que sabemos, ya han muerto quinientas personas. Ha habido una carnicería, hasta canibalismo, y la Asamblea no puede pararlo…

—¡No sabía nada de eso! —exclamó Talleyrand—. ¿Qué medidas se han tomado?

—Danton todavía está en La Force. El Comité ha organizado juicios improvisados en todas las prisiones. Han acordado pagar a jueces y verdugos seis francos diarios más las comidas. Era la única esperanza de conservar una apariencia de control. Maurice, París está en una situación de anarquía. La gente lo llama el Terror.

—¡Es imposible! —exclamó Talleyrand—. Cuando estas noticias salgan de nuestras fronteras, habrá que abandonar toda esperanza de un acercamiento con Inglaterra. Tendremos suerte si no se une a Prusia y nos declara la guerra. Tanta mayor razón para partir de inmediato.

—No puedes hacer nada sin un pase —dijo Desmoulins cogiéndolo del brazo—. Esta misma tarde han arrestado a madame de Staël por tratar de salir del país bajo inmunidad diplomática. Tuvo suerte de que me encontrara allí para salvar su cuello de la guillotina. Se la han llevado a la Comuna.

El semblante de Talleyrand revelaba que comprendía la gravedad de la situación. Desmoulins continuó:

—No temas, ahora está a salvo en la embajada. Y tú también deberías buscar la seguridad de tu casa. Esta no es noche para que paseen miembros de la nobleza o el clero. Estás doblemente amenazado, amigo mío.

—Ya veo —dijo con calma Talleyrand—. Sí, lo entiendo muy bien.

Era casi la una de la noche cuando Talleyrand regresó a su casa a pie, cruzando los sombríos barrios de París. Había preferido no utilizar el coche para reducir la posibilidad de que observaran sus movimientos. Mientras atravesaba las calles mal iluminadas, vio algunos grupos de aficionados al teatro que regresaban a casa y se cruzó con los rezagados de los casinos. Sus risas resonaban al pasar los carruajes abiertos llenos de trasnochadores y champán.

Maurice pensó que el país se encontraba al borde del abismo. Era solo cuestión de tiempo. Veía ya el oscuro caos hacia el cual se deslizaba su patria. Tenía que irse, y pronto.

Al acercarse a la verja de sus jardines, lo alarmó ver una luz parpadear en el patio interior. Había dado órdenes estrictas de que se cerraran los postigos y corrieran las cortinas para que no se viese luz alguna que indicase que estaba en casa. En esos días era peligroso estar en casa. Cuando iba a meter la llave en la cerradura, la puerta de hierro macizo se entreabrió. Allí estaba Courtiade, su ayuda de cámara. La luz provenía de una pequeña bujía que sostenía en la mano.

—Por amor de Dios, Courtiade —susurró Talleyrand—. Te dije que no debía haber luz. Casi me matas del susto.

—Excusadme, monseñor —repuso Courtiade, quien siempre daba a su amo el título religioso—. Espero no haberme excedido en mis atribuciones al desobedecer otra orden.

—¿Qué has hecho? —preguntó Talleyrand mientras se deslizaba por la puerta, que el ayuda de cámara cerró a sus espaldas.

—Monseñor tiene una visita. Me tomé la libertad de permitir que esa persona os esperara dentro.

—La situación es grave, Courtiade. —Talleyrand se detuvo y le cogió del brazo—. Esta mañana, la chusma detuvo a madame de Staël y la llevó a la Comuna de París. ¡Estuvo a punto de perder la vida! Nadie debe saber que planeo dejar París. Debes decirme a quién has dejado entrar.

—Es mademoiselle Mireille, monseñor. Vino sola hace apenas un rato.

—¿Mireille? ¿Sola a estas horas de la noche? —preguntó Talleyrand atravesando a toda prisa el patio en compañía de Courtiade.

—Llegó con una maleta, monseñor. Apenas podía hablar. Su traje está destrozado… y no pude dejar de advertir que estaba manchado de lo que parecía… sangre. Mucha sangre.

—Dios mío —murmuró Talleyrand, que caminaba tan rápido como le permitía su cojera por el jardín. Entró en el recibidor, amplio y oscuro, y cuando Courtiade señaló el estudio, se dirigió hacia las anchas puertas. Por todas partes había cajas medio llenas de libros. En el centro, echada en el sofá de terciopelo color melocotón, estaba Mireille, muy pálida a la luz mortecina de la vela que Courtiade había puesto a su lado.

Talleyrand se arrodilló con cierta dificultad, le cogió la mano y le frotó los dedos.

—¿Traigo las sales, señor? —preguntó Courtiade con gesto preocupado—. He despedido a todos los sirvientes, ya que partiremos por la mañana…

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