El ocho (38 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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—Como estará un año en Argel —dijo—, tal vez podamos jugar una partida en alguna ocasión. Fui aspirante al título persa en la categoría juvenil…

—Tal vez le interese aprender una expresión occidental —dije volviendo la cabeza mientras me dirigía hacia la puerta—. No nos llame… ya lo llamaremos nosotros.

Abrí la puerta. Achmet, el matón, se mostró sorprendido al verme y miró a Sharrif, que estaba poniéndose de pie. Cerré la puerta a mis espaldas y el vidrio tembló. No miré hacia atrás.

Me dirigí a toda prisa hacia las aduanas. Al abrir mis maletas delante del aduanero comprendí por su indiferencia y por el ligero desorden del contenido que el hombre ya las había registrado. Las cerró y las marcó con tiza.

Para entonces el aeropuerto estaba casi desierto, pero por suerte la oficina de cambio seguía abierta. Después de cambiar algún dinero llamé a un mozo de cuerda y salí en busca de un taxi. Volví a sentir la pesadez del aire balsámico. El aroma del jazmín lo invadía todo.

—Al hotel El Riadh —dije al conductor mientras subía al coche de un salto, y partimos por el bulevar de iluminación ambarina que llevaba a Argel.

El rostro del chófer, viejo y nudoso como madera de secuoya, me miró inquisitivamente por el espejo retrovisor.

—¿Ha estado antes en Argel, madame? —preguntó—. Si lo desea, puedo ofrecerle un breve recorrido por la ciudad por cien dinares. Incluido el viaje a El Riadh, por supuesto.

El hotel estaba a más de treinta kilómetros, al otro lado de Argel, y cien dinares eran solo veinticinco dólares, de modo que acepté. Cruzar el centro de Manhattan en hora punta podía salir más caro.

Circulábamos por el bulevar principal. A un lado se extendía una majestuosa hilera de gordas palmeras datileras, y al otro, las altas arcadas coloniales de los edificios que daban al puerto de Argel. Se percibía el olor salobre y húmedo del mar.

En el centro del puerto, frente al elegante hotel Aletti, nos desviamos hacia una avenida que ascendía por una colina empinada. A medida que subíamos, los edificios parecían de mayor tamaño y se cerraban alrededor de nosotros. Eran casas coloniales imponentes, encaladas, construidas antes de la guerra y parecían, suspendidas en la oscuridad, como fantasmas que susurraran por encima de nuestras cabezas. Estaban tan cerca unas de otras que impedían ver el cielo estrellado.

Reinaban la oscuridad y el silencio. Las escasas farolas proyectaban sombras de árboles retorcidos en las paredes blancas. La carretera se tornaba más estrecha y empinada mientras serpenteaba hacia el corazón de Al-Yezair. La Isla.

A mitad del camino de ascenso, la calzada se ensanchaba un poco y se aplanaba para formar una plaza circular, con una fuente en el medio, que parecía marcar el punto central de esa ciudad vertical. Al doblar la curva vi el laberinto de calles que constituían la parte superior de la ciudad. Un coche que venía detrás de nosotros giró también, mientras los débiles faros del taxi penetraban la densa oscuridad.

—Alguien nos sigue —dije al conductor.

—Sí, madame. —Me miró por el espejo retrovisor con una sonrisa nerviosa, y sus incisivos de oro destellaron un instante en el reflejo de los faros que nos seguían—. Han estado siguiéndonos desde el aeropuerto. ¿Tal vez es usted una espía?

—No sea ridículo.

—El coche que nos sigue es el del chef de sécurité.

—¿El jefe de seguridad? Hablé con él en el aeropuerto. Sharrif.

—El mismo —afirmó el conductor, cuyo nerviosismo aumentaba a medida que pasaban los minutos.

Nos hallábamos en el punto más alto de la ciudad y la carretera se estrechaba hasta convertirse en una cinta fina que discurría peligrosamente a lo largo del borde del acantilado que dominaba Argel. El taxista miró hacia abajo mientras el coche que nos perseguía, largo y negro, doblaba la curva justo debajo de nosotros.

Sobre las onduladas colinas se extendía la ciudad, un laberinto de calles tortuosas que descendían como dedos de lava hacia la media luna de luces que señalaban el puerto. Más allá, en las negras aguas de la bahía, los barcos iluminados se balanceaban en el mar tranquilo.

El taxista apretaba el acelerador. Cuando doblamos la siguiente curva, Argel desapareció por completo y quedamos sumidos en la oscuridad. Pronto la carretera se adentró en un agujero negro, un bosque frondoso e impenetrable en el que el intenso olor de los pinos se imponía al aroma salobre del mar. Ni siquiera la luz pálida y tenue de la luna atravesaba la espesa cúpula que formaban las copas de los árboles.

—Es poco lo que podemos hacer ahora —dijo el conductor sin dejar de mirar hacia atrás mientras cruzaba el bosque solitario. Yo hubiera preferido que no apartara la vista de la carretera—. Ahora estamos en la zona llamada Les Pins. Hasta El Riadh no hay más que pinos. Es un atajo.

La carretera que atravesaba el pinar bajaba y subía colinas como una montaña rusa. Cuando el conductor aumentó la velocidad, me pareció que el vehículo se elevaba de la calzada cada vez que llegaba a lo alto de un promontorio. No se veía nada.

—No tengo prisa —comenté sujetándome al asiento para no golpearme la cabeza contra el techo—. ¿Por qué no va más despacio?

El otro coche todavía nos seguía.

—Este hombre… Sharrif —dijo el taxista con voz temblorosa—, ¿sabe por qué la ha interrogado en el aeropuerto?

—No me interrogó —le corregí poniéndome a la defensiva—. Solo quería hacerme unas preguntas. Al fin y al cabo, no hay muchas mujeres que vengan a Argel por negocios. —Mi risa me sonó forzada incluso a mí—. Los de inmigración pueden hacer preguntas a quien quieran, ¿no?

—Madame —dijo el conductor meneando la cabeza y mirándome de manera extraña por el espejo retrovisor, donde se reflejaban los faros del otro coche—, ese hombre, Sharrif, no trabaja para inmigración. Su trabajo no consiste en dar la bienvenida a Argel. No ha hecho que la sigan para asegurarse de que llega sana y salva al hotel —agregó, permitiéndose el chiste, pese a que aún le temblaba la voz—. Su trabajo es más importante que eso.

—¿De veras? —pregunté, sorprendida.

—No se lo dijo —observó el taxista, sin dejar de mirar el espejo con expresión asustada—. Ese Sharrif es el jefe de la policía secreta.

Según la descripción del taxista, la policía secreta era una mezcla del FBI, la CIA, el KGB y la Gestapo. El hombre se mostró más que aliviado cuando nos detuvimos ante el hotel El Riadh, un edificio bajo y elegante rodeado de espeso follaje, con un pequeño estanque y una fuente en la entrada. El largo sendero que conducía a la puerta se internaba en un bosquecillo donde parpadeaban numerosas luces.

Al bajar del taxi vi los faros del otro coche, que giraba para adentrarse de nuevo en la oscura arboleda. Las nudosas manos del taxista temblaban mientras cogía mis maletas para llevarlas al interior del hotel.

Lo seguí y le pagué. Cuando se fue, di mi nombre al recepcionista. El reloj que había tras el mostrador señalaba las diez menos cuarto.

—Lo siento muchísimo, madame —dijo el conserje—. No tengo reserva a su nombre. Y por desgracia no tenemos ni una habitación libre.

Sonrió y se encogió de hombros, tras lo cual me dio la espalda y se dedicó a sus papeles. Justo lo que me faltaba. Había observado que no había precisamente una hilera de taxis ante el aislado El Riadh, y caminar de regreso a Argel, con el equipaje a cuestas, a través del pinar lleno de policías no se me antojaba demasiado divertido.

—Tiene que haber un error —dije en voz alta—. Mi reserva se confirmó hace más de una semana.

—Debió de ser en otro hotel —repuso el hombre con esa sonrisa cortés que parecía ser una característica nacional. Y volvió a darme la espalda.

Se me ocurrió que la situación podía encerrar una lección para la astuta ejecutiva. Tal vez esa espalda indiferente era un simple preludio, un preliminar para el acto del regateo al estilo árabe. Quizá había que regatear por todo, no solo por los contratos de asesoría, sino también por una reserva de hotel confirmada. Decidí que merecía la pena probar suerte. Saqué del bolsillo un billete de cincuenta dinares y lo puse sobre el mostrador.

—¿Tendría la amabilidad de guardar mis maletas tras el mostrador? Sharrif, el jefe de seguridad, espera encontrarme aquí… Por favor, cuando llegue, dígale que estoy en el salón.

No era del todo mentira. Sharrif esperaría encontrarme allí, ya que sus matones me habían seguido hasta la puerta. Y no era probable que el conserje telefoneara a un tipo como Sharrif para preguntarle qué planes tenía esa noche.

—Oh, madame, perdóneme, por favor —exclamó el conserje mirando rápidamente el libro y, según advertí, guardándose el dinero con un diestro movimiento—. Acabo de darme cuenta de que tenemos una reserva a su nombre. —Hizo una anotación y me miró con la misma sonrisa encantadora—. ¿Quiere que el botones lleve las maletas a su habitación?

—Sí, por favor —respondí. Di unos billetes al botones que se acercaba al trote y añadí—: Mientras tanto, echaré un vistazo por aquí. Por favor, entrégueme la llave en el salón cuando haya terminado.

—Muy bien, madame —dijo el conserje, sonriente.

Cogí mi bolso y me encaminé hacia el salón a través del vestíbulo, que cerca de la entrada era de techo bajo y estilo moderno. Sin embargo, cuando doblé una esquina se abrió en un espacio vasto que semejaba un atrio. Las paredes encaladas se curvaban y elevaban quince metros hacia la cúpula, donde unos agujeros permitían ver el cielo estrellado.

Al otro lado del magnífico vestíbulo, suspendida a unos nueve metros por encima de la pared opuesta, estaba la terraza del salón, que daba la impresión de flotar en el espacio. Por el borde caía una cascada, que parecía no surgir de ninguna parte. Descendía como una cortina de agua que aquí y allá formaba espuma al chocar contra los salientes de piedra, para por último ir a parar a un gran estanque abierto en el pulido suelo de mármol del vestíbulo.

A cada lado de la cascada había escaleras a cielo abierto que ascendían desde el vestíbulo hasta el salón curvándose como una doble hélice. Crucé el vestíbulo y empecé a subir por la escalera de la izquierda. Por los orificios practicados en las paredes entraban las ramas de árboles silvestres en flor. Hermosos tapices de exquisitos colores caían quince metros por el hueco de la escalera para depositarse en el fondo formando bellos pliegues.

Los suelos de mármol pulido creaban sorprendentes dibujos de distintas tonalidades. Aquí y allá había rincones íntimos con gruesas alfombras persas, bandejas de cobre, otomanas de cuero, lujosas esteras de piel y samovares de bronce. Aunque el salón era muy amplio, con grandes ventanas que daban al mar, tenía un aire de intimidad.

Sentada en una cómoda otomana, llamé a un camarero, que me recomendó la cerveza local. Todas las ventanas estaban abiertas y desde la alta terraza de piedra entraba una brisa húmeda. El suave rumor de las olas del mar era hipnótico. Por primera vez desde mi salida de Nueva York me sentí relajada.

El camarero se acercó con una bandeja, en la que traía una jarra de cerveza y la llave de mi habitación.

—Madame, encontrará su habitación al otro lado de los jardines —dijo señalando un espacio oscuro al fondo de la terraza, que no pude ver bien bajo la tenue luz de la luna—. Siga el laberinto de arbustos hasta la ipomea, que tiene pimpollos muy perfumados. La habitación cuarenta y cuatro está justo detrás. Tiene entrada particular.

La cerveza sabía a flores. No era dulce, sino más bien aromática, con un ligero regusto a madera. Pedí otra. Mientras la bebía, pensé en el extraño interrogatorio de Sharrif, pero decidí desechar todas las suposiciones hasta que me hubiera empapado del tema que —ahora me daba cuenta— Nim quería que empollara. Así pues, me puse a pensar en mi trabajo. ¿Qué estrategia utilizaría cuando a la mañana siguiente acudiera al ministerio? Recordé los problemas que había tenido Fulbright Cone para tratar de lograr la firma del contrato. Era una historia rara.

La semana anterior, el ministro de Industria y Energía, un tal Abdelsalam Belaid, había aceptado una reunión. Sería una ceremonia oficial para firmar el contrato, de modo que seis socios volaron a Argel, con grandes costes para la empresa, con una caja de Dom Pérignon, y al llegar al ministerio se enteraron de que el ministro Belaid había salido del país «en viaje oficial». Aceptaron de mala gana una entrevista con el segundo del ministerio, un tal Émile Kamel Kader (el mismo Kader que había dado el visto bueno a mi visado, según observó Sharrif).

Mientras esperaban en una de las innumerables antesalas a que Kader tuviera tiempo para recibirlos, advirtieron que un grupo de banqueros japoneses recorría el pasillo y entraba en un ascensor. Entre ellos se encontraba el ministro Belaid, el que había salido «en viaje oficial».

Los socios de Fulbright Cone no estaban acostumbrados a que los dejaran plantados, sobre todo si eran seis y, en todo caso, no de manera tan descarada. Estaban dispuestos a quejarse en cuanto entraran en el despacho de Émile Kamel Kader, pero, cuando por fin lo hicieron, este saltaba por la habitación con pantaloncillos de tenis y polo, blandiendo una raqueta. «Lo siento muchísimo —les dijo—, pero hoy es lunes. Y los lunes siempre juego un set con un viejo compañero de estudios. No puedo faltar a la cita.» Y allá se fue, dejando a seis socios de Fulbright Cone con un palmo de narices.

Me moría de ganas de conocer a los tipos que habían dejado plantados a los socios de mi ilustre empresa. Supuse que era otra estrategia del método árabe del trueque. Pero si seis socios no habían conseguido la firma del contrato, ¿cómo podía hacerlo yo?

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