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Authors: Katherine Neville

El ocho (35 page)

BOOK: El ocho
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—Está bien, querida —dijo Blanche con dulzura forzada—. Es algo de lo que no hablamos con frecuencia, eso es todo. Mordecai es el padre de Harry. Lily lo quiere mucho. Él le enseñó a jugar al ajedrez cuando era pequeña. Creo que lo hizo solo para fastidiarme.

—Eso es ridículo, madre —dijo Lily—. Yo le pedí que me enseñara. Y tú lo sabes.

—Todavía llevabas pañales —repuso Blanche sin dejar de mirarme—. En mi opinión, es un viejo horrible. No ha pisado este apartamento desde que Harry y yo nos casamos, hace veinticinco años. Me sorprende que Lily te lo haya presentado.

—Es mi abuelo —dijo Lily.

—Podrías haberme consultado —intervino Harry.

Parecía tan ofendido que por un instante pensé que iba a ponerse a llorar. Sus ojos de San Bernardo nunca habían tenido una expresión más lánguida.

—Lo siento muchísimo —dije—. Ha sido culpa mía…

—No ha sido culpa tuya —me interrumpió Lily—, así que cállate. El problema es que nadie ha comprendido nunca que yo quiero jugar al ajedrez. No quiero ser actriz ni casarme con un hombre rico. No quiero desplumar a otros como hace Llewellyn…

Llewellyn le lanzó una mirada asesina y volvió a bajar la vista.

—Quiero jugar al ajedrez y solo Mordecai lo comprende.

—Cada vez que se menciona el nombre de ese señor en esta casa —intervino Blanche, cuya voz por primera vez sonaba un tanto estridente—, separa un poco más a esta familia.

—No entiendo por qué tengo que ir a escondidas al centro de la ciudad, como si fuera culpable de algo —dijo Lily—, solo para ver a mi…

—¿A escondidas? —preguntó Harry—. Siempre que has querido ir, te he dejado el coche. Nadie ha dicho nunca que tuvieras que ir a escondidas a ninguna parte.

—Pero a lo mejor le gusta —terció Llewellyn, que hasta entonces no había hablado—. Tal vez nuestra querida Lily quedó con Cat a escondidas para hablar del torneo al que asistieron el domingo pasado, cuando mataron a Fiske. Al fin y al cabo Mordecai es un antiguo colega del maestro Fiske. O, más bien, era.

Llewellyn sonreía como si acabara de encontrar el lugar donde clavar su daga. Me pregunté cómo había estado tan cerca de dar en el blanco. Intenté despistar.

—No seas tonto. Todo el mundo sabe que Lily nunca va como espectadora a los torneos.

—¿Por qué mentir? —dijo ella—. Es probable que haya salido en los periódicos. Había suficientes periodistas pululando por allí.

—¡Nunca me decís nada! —protestó Harry. Tenía la cara roja—. ¿Qué demonios está pasando aquí?

Nos miró malhumorado, a punto de estallar. Nunca lo había visto tan enfadado.

—El domingo Cat y yo fuimos al torneo. Fiske jugaba con un ruso. Fiske murió y Cat y yo nos fuimos. Eso es todo lo que pasó, así que no montes una escenita.

—¿Quién monta una escenita? —preguntó Harry—. Ahora que lo has explicado, estoy satisfecho. Solo que hubieras podido explicármelo un poco antes, nada más. En cualquier caso, no irás a ningún otro torneo donde se carguen a gente.

—Procuraré arreglarlo de modo que todos permanezcan vivos —repuso Lily.

—¿Y qué tenía que decir el brillante Mordecai de la muerte de Fiske? —preguntó Llewellyn, que no parecía dispuesto a dejar el tema—. Seguro que tenía una opinión. Parece tener opinión sobre todo.

Blanche le puso una mano en el brazo para indicarle que ya era suficiente.

—Mordecai cree que Fiske fue asesinado —dijo Lily apartando la silla de la mesa y poniéndose de pie. Dejó caer su servilleta—. ¿Alguien quiere pasar a la sala para tomar una copa de arsénico?

Salió del comedor. Reinó un tenso silencio, y al cabo de unos segundos Harry me dio una palmada en el hombro.

—Lo siento, querida. Es tu fiesta de despedida y aquí estamos, gritándonos como una manada de hienas. Vamos a tomar un coñac y hablar de algo más alegre.

Acepté. Fuimos todos a la sala para tomar una última copa. Al cabo de unos minutos Blanche se quejó de que le dolía la cabeza y se retiró. Llewellyn me llevó aparte y dijo:

—¿Recuerdas mi propuesta sobre Argelia?

Asentí.

—Ven un momento al estudio —agregó— y hablaremos del asunto.

Lo seguí por el pasillo hasta el estudio, que estaba tenuemente iluminado y decorado con muebles macizos de color castaño. Llewellyn cerró la puerta.

—¿Estás dispuesta a hacerlo? —preguntó.

—Mira, sé que es importante para ti —respondí—, y lo he estado pensando. Trataré de encontrar esas piezas de ajedrez, pero no voy a hacer nada ilegal.

—Si puedo enviarte un giro, ¿las comprarías? Quiero decir que podría ponerte en contacto con alguien que… las sacaría del país.

—De contrabando, claro.

—¿Por qué plantearlo así? —dijo Llewellyn.

—Deja que te haga una pregunta, Llewellyn. Si tienes a alguien que sabe dónde están las piezas, a otra persona dispuesta a pagar por ellas y a un tercero que va a sacarlas del país, ¿para qué me necesitas a mí?

Llewellyn permaneció un momento en silencio, meditando la respuesta. Por fin, dijo:

—¿Por qué no ser sinceros? Ya lo hemos intentado. El dueño se niega a venderlas a mi gente. Se niega incluso a hablar con ellos.

—¿Y por qué ese señor querría tratar conmigo?

Llewellyn esbozó una sonrisa extraña. Después dijo crípticamente:

—Es una mujer. Y tenemos razones para creer que solo está dispuesta a tratar con otra mujer.

Llewellyn no había sido muy claro, pero me pareció mejor no insistir porque yo tenía motivos personales que podían salir a relucir en la conversación y no me interesaba.

Cuando regresamos a la sala, Lily estaba sentada en el sofá con Carioca en el regazo. Harry, de pie junto al espantoso secreter lacado, hablaba por teléfono. Aunque me daba la espalda, la rigidez de su cuerpo indicaba que algo andaba mal. Miré a Lily, que meneó la cabeza. Cuando vio a Llewellyn, Carioca levantó las orejas y lanzó un gruñido que sacudió su cuerpecito peludo. Llewellyn se excusó a toda prisa y se marchó tras darme un beso en la mejilla.

—Era la policía —dijo Harry en cuanto colgó el auricular. Se volvió hacia mí con una expresión desolada. Tenía los hombros caídos y parecía a punto de echarse a llorar—. Han sacado un cuerpo del East River. Quieren que vaya al depósito de cadáveres a identificarlo. El muerto… —balbuceó— tenía el billetero de Saul y la licencia de chófer en el bolsillo. Tengo que ir.

Palidecí. Así que Mordecai tenía razón. Alguien estaba intentando ocultar los hechos, pero ¿cómo había terminado el cuerpo de Saul en el East River? Temía mirar a Lily. Ninguna de las dos dijo nada, pero a Harry no pareció extrañarle.

—El domingo por la noche supe que algo iba mal —decía—. Cuando Saul regresó, se encerró en su habitación sin hablar con nadie. No salió para cenar. ¿Crees que se suicidó? Debí insistir en hablar con él… Ahora me arrepiento de no haberlo hecho.

—No sabes con certeza si es Saul al que han encontrado —observó Lily. Me lanzó una mirada suplicante, pero no entendí si me pedía que dijera la verdad o que mantuviera la boca cerrada. Me sentía fatal.

—¿Quieres que te acompañe? —propuse.

—No, querida —respondió Harry lanzando un sonoro suspiro—. Esperemos que Lily tenga razón y se trate de un error. Si es Saul, tendré que quedarme un rato allí. Querría reclamar el… Querría arreglarlo con una funeraria.

Harry se despidió con un beso y, tras disculparse una vez más por la infortunada velada, se fue.

—Dios, me siento fatal —dijo Lily cuando se hubo marchado—. Harry quería a Saul como a un hijo.

—Creo que deberíamos decirle la verdad —observé.

—¡No seas tan noble! —exclamó Lily—. ¿Cómo demonios vamos a explicar que hace dos días viste el cadáver de Saul y olvidaste mencionarlo durante la cena? Recuerda lo que dijo Mordecai.

—Mordecai parecía tener el presentimiento de que alguien está tratando de encubrir estos asesinatos —repuse—. Creo que debería hablar con él.

Pedí a Lily el número de teléfono de su abuelo. Ella dejó a Carioca en mi regazo y fue hacia el secreter para coger papel. Carioca me lamió la mano. La sequé.

—¿No te parece increíble la mierda que mete Lulu en esta casa? —exclamó Lily refiriéndose al secreter rojo. Siempre llamaba Lulu a Llewellyn cuando estaba enfadada—. Los cajones se atascan y estos espantosos tiradores de bronce son demasiado.

Apuntó el número de Mordecai en un trozo de papel y me lo dio.

—¿Cuándo te vas? —preguntó.

—¿A Argel? El sábado. Pero dudo que tengamos mucho tiempo para hablar antes de entonces.

Me puse de pie y le arrojé a Carioca. Ella lo levantó y frotó su nariz contra la suya mientras el perro se debatía tratando de escapar.

—De todos modos no podré verte antes del sábado. Estaré encerrada con Mordecai jugando al ajedrez hasta que se reanude el torneo la próxima semana. ¿Cómo podré ponerme en contacto contigo si tenemos noticias sobre la muerte de Fiske o… la de Saul?

—No sé cuál será mi dirección. Creo que deberías dirigirte a mi oficina de aquí y ellos me enviarán el correo.

Acordamos que así lo haríamos. Bajé y el portero me consiguió un taxi. Mientras atravesaba la noche oscura y hostil, traté de repasar todo cuanto había sucedido hasta ese momento para encontrarle algún sentido, pero mi mente era como un ovillo enredado y sentía en el estómago pequeños nudos de miedo. Llegué a la puerta de mi edificio en la serena desesperación del pánico absoluto.

Pagué al conductor, entré deprisa en el edificio, crucé a la carrera el vestíbulo y apreté el botón del ascensor. De pronto sentí un golpecito en el hombro. Di tal salto que casi toqué el techo.

Era el conserje, con mi correspondencia en la mano.

—Lamento haberla sobresaltado, señorita Velis —se excusó—. No quería olvidar su correspondencia. Tengo entendido que este fin de semana nos deja.

—He dado al gerente la dirección de mi oficina. A partir del viernes pueden enviarme el correo allí.

—Muy bien —dijo, y me dio las buenas noches.

No fui directamente a mi apartamento, sino a la azotea. Solo los residentes en el edificio conocían la existencia de la contrapuerta que conducía al amplio espacio embaldosado de la terraza, desde donde se dominaba todo Manhattan. Allá, a mis pies, tan lejos como alcanzaba mi vista, brillaban las luces de la ciudad que estaba a punto de abandonar. El aire era limpio y fresco. Veía el Empire State y el edificio Chrysler resplandecer en la distancia.

Me quedé allí unos diez minutos, hasta que sentí que empezaba a calmarme. Entonces bajé a mi planta.

El cabello que había dejado pegado en la puerta estaba intacto, de modo que nadie había entrado. Sin embargo, cuando hube abierto las cerraduras y entré en el recibidor supe que algo iba mal. Una luz débil brillaba en el salón, al final del pasillo. Yo siempre apagaba las luces al salir.

Encendí la luz del recibidor, respiré hondo y eché a andar lentamente por el pasillo. En el otro extremo de la habitación, sobre el piano, había una pequeña lámpara cónica que usaba para leer partituras. La habían movido hacia el espejo ornamentado que había encima del piano. Incluso a una distancia de veinticinco pasos vi qué iluminaba. En el espejo había una nota.

Como una sonámbula atravesé el salón lleno de plantas. Me parecía oír susurros detrás de los árboles. La lamparita resplandecía como una baliza que me atraía hacia el espejo. Rodeé el piano y me detuve delante de la nota. Mientras la leía, sentí un escalofrío.

La he advertido, pero 

veo que no quiere escucharme. Cuando se encuentre 

en peligro, no hunda la cabeza en la arena. En 

Argel hay mucha arena.

Me quedé largo rato mirando la nota. Aun cuando el pequeño caballo dibujado al final no me daba ninguna pista, reconocía la letra. Era la de Solarin. ¿Cómo había entrado en mi apartamento dejando la trampa intacta? ¿Acaso podía escalar un edificio de once plantas y entrar por la ventana?

Me devané los sesos tratando de encontrar sentido a aquello. ¿Qué quería de mí Solarin? ¿Por qué estaba dispuesto a correr el riesgo de entrar en mi apartamento solo para dejarme una nota? Dos veces se había acercado a mí para hablarme, para advertirme, y en ambas ocasiones alguien había muerto poco después. Pero ¿qué tenía que ver conmigo? Además, me encontraba en peligro, ¿qué esperaba él que hiciera yo al respecto?

Volví por el pasillo hacia la puerta, para echar el cerrojo y poner la cadena. Después revisé el apartamento para asegurarme de que estaba sola. Miré detrás de las plantas, en los armarios y en la despensa, tras lo cual dejé caer la correspondencia al suelo, bajé la cama plegable y me senté en el borde para quitarme los zapatos y las medias. Entonces me di cuenta.

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