Authors: Katherine Neville
Extrajo una pieza del ajedrez de Montglane de la maleta de piel, que descansaba junto a su silla, y se la tendió a Courtiade. Era el caballo, el corcoveante corcel de oro. El ayuda de cámara lo cogió con cuidado y Mireille sintió el fuego que pasaba de su brazo al de él. Courtiade lo metió en el compartimento falso y rellenó el espacio con paja.
—Mademoiselle —dijo el serio Courtiade con un destello en los ojos—, cabe perfectamente. Apuesto mi vida a que vuestros libros llegarán sanos y salvos a Londres.
Mireille le tendió la mano, que Courtiade estrechó cordialmente, y luego se volvió hacia Talleyrand.
—No entiendo nada —dijo él, irritado—. Primero te niegas a ir a Londres porque dices que debes quedarte en París. Después afirmas que no piensas quedarte aquí. Por favor, aclárate.
—Tú irás a Londres con las piezas —afirmó la joven con un tono autoritario que sorprendió a Talleyrand—. Mi misión es otra. Escribiré a la abadesa para informarla de mis planes. Tengo dinero propio. Valentine y yo éramos huérfanas; sus propiedades y título pasan a mí por derecho. Solicitaré a la abadesa que envíe otra monja a París hasta que yo haya terminado mi trabajo.
—¿Adónde irás? ¿Qué harás? —preguntó Talleyrand—. Eres una joven sola, sin familia…
—Desde ayer he pensado mucho en eso —respondió Mireille—. Tengo mucho que hacer antes. Estoy en peligro… hasta que conozca el secreto de estas piezas. Y solo hay una manera de conocerlo: yendo a su lugar de origen.
—¡Dios mío! —exclamó indignado Talleyrand—. ¡Me dijiste que el gobernador moro de Barcelona se las regaló a Carlomagno! ¡De eso hace casi mil años! ¡Y Barcelona no está precisamente a las afueras de París! ¡No permitiré que recorras Europa sola!
—No pienso ir a un país de Europa —dijo Mireille sonriendo—. Los moros no procedían de Europa, sino de Mauritania, del desierto del Sahara. Para encontrar el sentido hay que remontarse a las fuentes… —Miró al estupefacto Talleyrand con sus insondables ojos verdes—. Iré a la Regencia de Argel —anunció—. Porque allí es donde empieza el Sahara.
Mientras nos dirigíamos en taxi a casa de Harry, me sentía más desconcertada que nunca. La afirmación de Mordecai de que yo había estado presente en ambas ocasiones luctuosas no hacía más que reforzar el perturbador sentimiento de que ese circo tenía algo que ver conmigo. ¿Por qué tanto Solarin como la adivina me habían hecho una advertencia? ¿Y por qué había pintado yo un hombre en bicicleta, que ahora aparecía como artista invitado en la vida real?
Me arrepentía de no haber hecho más preguntas a Mordecai. Al parecer el anciano sabía más de lo que dejaba entrever. Había admitido, por ejemplo, que conocía a Solarin desde hacía doce años. ¿Cómo sabíamos que no habían mantenido el contacto?
Cuando llegamos a casa de Harry, el portero de la finca se precipitó a abrir la puerta. Durante el trayecto Lily y yo apenas habíamos hablado. Mientras subíamos en el ascensor, ella dijo:
—Parece que a Mordecai le has caído muy bien.
—Es una persona muy compleja.
—No lo sabes bien —repuso ella, mientras las puertas se abrían—. Aun cuando lo venzo en el ajedrez, me pregunto qué combinaciones podría haber hecho. Confío en él más que en nadie, pero siempre ha tenido un lado secreto. Y hablando de secretos, no menciones la muerte de Saul hasta que sepamos más.
—Debería ir a la policía —dije.
—Se preguntarían por qué has tardado tanto en denunciarlo —señaló Lily—. Una condena a diez años de prisión retrasaría tu viaje a Argelia…
—Seguramente no pensarían que yo…
—¿Por qué no? —preguntó ella cuando llegamos ante la puerta de Harry.
—¡Ahí están! —exclamó Llewellyn desde la sala al vernos entrar en el vestíbulo de mármol, donde entregamos nuestros abrigos a la doncella—. Tarde, como de costumbre. ¿Dónde os habéis metido? Harry está en la cocina, con un ataque.
El suelo del vestíbulo era de cuadros blancos y negros, como un tablero de ajedrez. Las paredes eran curvas, con pilares de mármol y paisajes italianos en tonos verdes grisáceos. En el centro borboteaba una fuentecilla rodeada de hiedra. A ambos lados había anchos escalones de mármol con volutas en los bordes. Los de la derecha conducían al comedor de las grandes ocasiones, donde había una mesa de caoba oscura puesta para cinco personas, y los de la izquierda, a la sala donde Blanche estaba sentada en una butaca tapizada de brocado rojo oscuro. En la pared del fondo había un espantoso secreter chino, lacado en rojo, con tiradores de oro, e innumerables restos de la tienda de antigüedades de Llewellyn salpicaban la estancia. Llewellyn vino a nuestro encuentro.
—¿Dónde habéis estado? —preguntó Blanche mientras bajábamos por las escaleras—. Íbamos a tomar unos cócteles con entremeses hace una hora.
Llewellyn me dio un besito y fue a informar a Harry de nuestra llegada.
—Estábamos charlando —respondió Lily, y tras depositar su mole en otra butaca excesivamente mullida cogió una revista.
Harry salió a toda prisa de la cocina con una gran bandeja de canapés. Llevaba un mandil y gran sombrero de chef. Parecía un anuncio gigantesco de harina con levadura.
—Me han avisado de vuestra llegada —dijo sonriendo—. He dado la noche libre a la mayor parte del servicio para que no fisgonearan mientras guisaba. He preparado los entremeses yo solito.
—Dice Lily que han estado charlando todo este tiempo, ¿te imaginas? —lo interrumpió Blanche, mientras Harry depositaba la bandeja sobre una mesilla auxiliar—. Se podría haber echado a perder toda la cena.
—Déjalas tranquilas —repuso Harry guiñándome un ojo de espaldas a Blanche—. Las chicas de esta edad necesitan cotillear un poco.
Harry acariciaba la ilusión de que parte de mi personalidad pasara a Lily si estaba cierto tiempo expuesta a mi influencia.
—Mira —dijo arrastrándome hacia la bandeja—. Este es de caviar y smetana, este es de huevo y cebolla, y este es mi receta secreta de hígado picado con schmaltz. ¡Mi madre me la dio en su lecho de muerte!
—Huele que alimenta —dije.
—Y este es de salmón ahumado con queso cremoso, por si no te apetece el caviar. Quiero que haya desaparecido la mitad de la bandeja para cuando vuelva. La cena estará lista en media hora.
Volvió a sonreírme y salió de la habitación.
—Dios mío, salmón ahumado —dijo Blanche como si empezara a dolerle la cabeza—. Dame uno de esos.
Se lo di y cogí otro para mí.
Lily se acercó a la bandeja y devoró algunos canapés.
—¿Quieres champán, Cat? ¿O te sirvo otra cosa?
—Champán —respondí en el momento en que regresaba Llewellyn.
—Yo lo serviré —se ofreció colocándose detrás de la barra—. Champán para Cat. ¿Y qué querrá mi encantadora sobrina?
—Whisky con soda —dijo Lily—. ¿Dónde está Carioca?
—Ya le hemos dado las buenas noches. No hay necesidad de que esté dando vueltas entre los entremeses.
Su actitud era comprensible, porque Carioca le mordía los tobillos cada vez que lo veía. Lily puso mala cara y Llewellyn me tendió una copa de champán burbujeante y volvió al bar para servir el whisky con soda.
Después de la media hora prescrita y muchos canapés, Harry salió de la cocina con una chaqueta de terciopelo marrón y nos invitó a sentarnos. Lily y Llewellyn se situaron a un lado de la mesa de caoba, y Blanche y Harry, en las cabeceras. Yo me quedé sola en el otro lado. Nos sentamos y Harry sirvió el vino.
—Brindemos por la marcha de nuestra querida amiga Cat, por su primer viaje largo desde que la conocemos.
Acercamos las copas y Harry continuó:
—Antes de que te vayas te pasaré una lista de los mejores restaurantes de París. Ve a Maxim’s o a la Tour d’Argent, da mi nombre al maître y te atenderán como a una princesa.
Tenía que decírselo. No podía postergarlo.
—En realidad, Harry —dije—, solo estaré unos días en París. Después partiré hacia Argel.
Harry me miró y depositó la copa sobre la mesa.
—¿Argel? —preguntó.
—Es allí donde voy a trabajar —expliqué—. Estaré un año.
—¿Vas a vivir con los árabes?
—Bueno, voy a Argelia —dije.
Los demás permanecieron en silencio, y aprecié que nadie intentara intervenir.
—¿Por qué vas a Argel? ¿Te has vuelto loca de repente? ¿O hay alguna otra razón que al parecer se me escapa?
—Voy a desarrollar un sistema informático para la OPEP —respondí—. Es un consorcio de países petroleros. Quiere decir Organización de Países Exportadores de Petróleo. Producen y distribuyen crudo, y Argel es una de sus sedes.
—¿Qué clase de organización es esa? —preguntó Harry—. Dirigida por un grupo de gente que ni siquiera sabe hacer un agujero en el suelo. ¡Durante cuatro mil años los árabes han estado vagando por el desierto, dejando que sus camellos cagaran donde quisieran, sin producir nada en absoluto! ¿Cómo puedes…?
Valérie, la doncella, entró justo a tiempo con una gran sopera de caldo de pollo en un carrito. La dejó junto a Blanche y empezó a servir.
—¿Qué haces, Valérie? —exclamó Harry—. ¡Ahora no!
—Monsieur Rad —dijo Valérie, que era marsellesa y sabía cómo tratar a los hombres—, llevo trabajando para usted diez años. Y en todo ese tiempo nunca he permitido que me dijera cuándo tengo que servir la sopa. ¿Por qué iba a empezar ahora? —Y siguió sirviendo con gran aplomo.
Cuando Harry se recuperó, Valérie ya estaba a mi lado.
—Ya que insistes en servir la sopa, Valérie —dijo—, querría que me dieras tu opinión sobre algo.
—De acuerdo —contestó ella apretando los labios, y avanzó hacia él para servirle la sopa.
—¿Conoces bien a la señorita Velis?
—Muy bien —respondió Valérie.
—La señorita Velis acaba de informarme de que planea ir a Argel para vivir entre los árabes. ¿Qué te parece?
—Argelia es un país maravilloso —dijo ella acercándose a Lily—. Tengo un hermano que vive allí. Lo he visitado muchas veces. —Y asintió con la cabeza mirándome desde el otro lado de la mesa—. Le gustará mucho.
Sirvió a Llewellyn y salió.
Permanecimos en silencio. Se oía el ruido de las cucharas al golpear el fondo de los boles. Harry habló por fin:
—¿Qué te parece la sopa?
—Es estupenda —contesté.
—Será mejor que sepas que en Argel no conseguirás una sopa como esta.
Era su manera de admitir que había perdido. Se podía percibir el alivio alrededor de la mesa en forma de gran suspiro.
La cena fue maravillosa. Harry había preparado crepes de patata con salsa de manzana casera que estaba un punto agria y sabía a naranjas; un enorme asado bañado en sus propios jugos y tan tierno que podía cortarse con un tenedor; un guiso de fideos que llamaba kugel, con la superficie gratinada; montones de verduras, y cuatro clases de pan con crema agria. De postre comimos el mejor strudel que yo había probado, lleno de pasas y muy caliente.
Durante la cena Blanche, Llewellyn y Lily estuvieron más callados que de costumbre, e hicieron algún que otro comentario banal sin demasiadas ganas. Antes de acabar Harry se volvió hacia mí, llenó de vino mi copa y dijo:
—¿Me llamarás si tienes problemas? Estoy preocupado por ti, querida; no tendrás a nadie a quien recurrir, salvo unos árabes y esos goyim para los que trabajas.
—Gracias, Harry —dije—, pero debes comprender que voy a trabajar en un país civilizado. No es una expedición a la jungla…
—¿Qué quieres decir? —me interrumpió Harry—. Los árabes todavía cortan la mano a los ladrones. Además, ya ni siquiera los países civilizados son seguros. No dejo que Lily conduzca sola en Nueva York por miedo a que la asalten. Supongo que te habrás enterado de que Saul nos dejó de pronto. ¡Ese ingrato!
Lily y yo intercambiamos una breve mirada. Harry seguía hablando.
—Lily ha de participar en ese maldito torneo de ajedrez y no tengo nadie que la lleve. Me enferma la idea de que salga sola… y encima me he enterado de que murió un jugador en el torneo.
—No seas ridículo —intervino Lily—. Es un torneo muy importante. Si gano, podría jugar contra los mejores jugadores del mundo. Desde luego, no voy a abandonar porque se hayan cargado a un viejo loco…
—¿Que se lo han cargado? —preguntó Harry, y me miró antes de que yo tuviera tiempo de adoptar una expresión ingenua—. ¡Estupendo! ¡Maravilloso! Justo lo que me preocupaba. Y mientras tanto tú corres a la calle Cuarenta y seis cada cinco minutos para jugar al ajedrez con ese viejo estúpido y achacoso. ¿Cómo vas a encontrar marido así?
—¿Estás hablando de Mordecai? —pregunté a Harry.
De pronto se hizo un silencio ensordecedor. Harry se había quedado de piedra. Llewellyn había cerrado los ojos y toqueteaba con su servilleta. Blanche miraba a Harry con una sonrisilla desagradable. Lily tenía la vista en el plato y daba golpecitos en la mesa con la cuchara.
—¿He dicho algo malo? —pregunté.
—No es nada —masculló Harry—. No te preocupes. —No agregó nada más.