El ocho (30 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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—¡Anulad esa orden! —Miró hacia atrás y vio a Valentine tendida en el suelo, sujeta por dos hombres que se habían quitado las casacas y remangado las camisas. No podía perder ni un segundo—. ¡Dejadla en libertad!

—Solo si me dices lo que tu prima se negó a revelar —repuso el hombre—. Dime dónde habéis ocultado el ajedrez de Montglane. Sé con quién hablaba tu amiguita antes de que la detuvieran.

—Si os lo digo, ¿la dejaréis en libertad? —preguntó Mireille, y volvió a mirar a Valentine.

—¡Quiero esas piezas! —exclamó el juez, y la miró con expresión fría y severa.

Mireille pensó que tenía ojos de demente. Aunque estaba muerta de miedo, le sostuvo la mirada.

—Si la soltáis, os diré dónde están.

—¡Dímelo de una vez! —bramó el juez.

Mireille percibió su hediondo aliento cuando el juez acercó el rostro a ella. David gimió a su lado, pero la joven ni siquiera le oyó. Respiró hondo, y, rogando que Valentine la perdonara, dijo:

—Están enterradas en el jardín que hay detrás del taller de nuestro tío.

—¡Ajá! —exclamó el juez. Un destello inhumano apareció en sus ojos cuando se incorporó de un salto y se inclinó hacia Mireille—. Más vale que no me hayas mentido. Si me has engañado, te perseguiré hasta los confines de la tierra. ¡Esas piezas deben estar en mi poder!

—Monsieur, os suplico que dejéis en libertad a mi prima —rogó Mireille—. He dicho la verdad.

—Te creo.

El juez alzó la mano y miró a los dos hombres que, sujetando a Valentine, aguardaban sus órdenes. Mireille contempló su horrible rostro desfigurado y se juró que no lo olvidaría mientras viviera. Grabaría en su mente el rostro de ese hombre cruel que tenía en sus manos la vida de su amada prima. Siempre lo recordaría.

—¿Quién sois vos? —preguntó, mientras el villano miraba hacia la hierba donde estaba Valentine.

El hombre se volvió lentamente hacia ella y el odio que reflejaron sus ojos la hizo extremecer.

—Soy la ira del pueblo —masculló—. Caerán la nobleza, el clero y la burguesía. Serán pisoteados por nuestros pies. Escupo sobre todos vosotros porque el sufrimiento que habéis causado se volverá en vuestra contra. Haré caer los cielos mismos sobre vuestras cabezas. ¡Me apropiaré del ajedrez de Montglane! ¡Lo poseeré! ¡Será mío! Si no lo encuentro donde has dicho que está, te perseguiré… ¡me las pagarás!

Su malévola voz resonó en los oídos de Mireille.

—¡Procedan con la ejecución! —ordenó, y la multitud volvió a lanzar exclamaciones de alegría—. ¡Muerte! ¡El veredicto es de muerte!

—¡No! —exclamó Mireille.

Un soldado intentó sujetarla, pero la joven logró zafarse. Desesperada, corrió por el patio y sus faldas rozaron los charcos de sangre. En medio del mar de caras vociferantes, vio cómo la afilada hacha de dos filos se alzaba sobre el cuerpo tendido de Valentine, cuya cabellera se derramaba sobre el césped en el que yacía.

Mireille corrió entre la masa de cuerpos en dirección al espeluznante escenario para ver con sus propios ojos la ejecución. Dio un salto y se arrojó sobre el cuerpo de Valentine en el mismo instante en que el hacha caía.

La horquilla

Siempre hay que estar en condiciones de escoger entre dos opciones.

Talleyrand

El miércoles por la tarde tomé un taxi y crucé la ciudad para encontrarme con Lily Rad en unas señas de la calle Cuarenta y siete, entre las avenidas Quinta y Sexta. El lugar se llamaba Gotham Book Mart y nunca había estado en él.

El martes por la tarde, Nim me había llevado a casa en coche y me había enseñado a examinar la puerta para comprobar si alguien había entrado en mi ausencia. También me había dado un número de teléfono que estaba en servicio las veinticuatro horas del día y me enviaría los mensajes a su ordenador, por si lo necesitaba durante mi estancia en Argelia. ¡Toda una concesión para alguien a quien no le gustaban los teléfonos!

Nim conocía a una mujer que vivía en Argelia, Minnie Renselaas, viuda del antiguo cónsul holandés en ese país. Era rica, bien relacionada y estaba en condiciones de ayudarme a averiguar cuanto necesitara. Con estos datos, acepté de mala gana decir a Llewellyn que intentaría localizar las piezas del ajedrez de Montglane. No me gustaba porque era una mentira, pero Nim me había convencido de que solo alcanzaría la tranquilidad de espíritu si encontraba el puñetero ajedrez. Además, así tendría una vida medianamente larga.

Llevaba tres días preocupada por algo que no era mi vida ni ese ajedrez probablemente inexistente. Mi motivo de preocupación era Saul. Los periódicos no habían publicado la noticia de su muerte.

En el diario del martes había tres artículos sobre la ONU, referidos al hambre en el mundo y a la guerra de Vietnam. No figuraba una sola alusión a la aparición de un cadáver sobre la losa. Tal vez nunca limpiaban la sala de meditación, cosa que me extrañaba. Además, aunque habían publicado un breve comentario sobre la muerte de Fiske y el aplazamiento del torneo de ajedrez durante una semana, nada daba a entender que no hubiese fallecido de muerte natural.

Ese miércoles por la noche Harry ofrecía la cena en mi honor. Aunque desde el domingo no hablaba con Lily, estaba segura de que la familia ya debía de estar enterada de la muerte de Saul. Al fin y al cabo, llevaba veinticinco años a su servicio. Solo de pensar en la reunión se me ponían los pelos de punta. Como conocía a Harry, sabía que parecería un velatorio. Mi amigo consideraba a su personal casi de la familia. Me preguntaba cómo me las ingeniaría para ocultar lo que sabía.

Cuando el taxi giró en la Sexta Avenida, vi que los tenderos bajaban las persianas metálicas que protegían los escaparates. En las tiendas, los empleados retiraban lujosas joyas de los expositores. Me di cuenta de que estaba en el corazón mismo del barrio de los diamantes. Al bajar del taxi vi pequeños grupos de hombres en la acera, vestidos con sobrios abrigos negros y altos sombreros de fieltro. Algunos llevaban barbas oscuras salpicadas de gris, tan largas que les llegaban al pecho.

El Gotham Book Mart se encontraba a media manzana. Sorteé los corrillos de hombres y entré en el edificio. En el vestíbulo alfombrado, parecido al de una mansión victoriana, había una escalera que llevaba a la primera planta y a la izquierda, dos escalones que conducían a la librería.

Los suelos eran de madera y los techos bajos estaban cubiertos de tubos metálicos de la calefacción. Al fondo se veían otras salas, repletas de libros del suelo al techo y en cada esquina había pilas a punto de derrumbarse. Los lectores plantados en los estrechos pasillos me dejaron pasar de mala gana y reanudaron la lectura, al parecer sin saltarse una sola línea.

Lily estaba de pie en el fondo del local. Vestida con un abrigo de zorro rojo brillante y leotardos de lana, charlaba animadamente con un anciano y arrugado caballero al que doblaba en estatura. El viejecito llevaba abrigo y sombrero negro como los hombres de la calle, pero no barba, y su rostro atezado estaba surcado de arrugas. Las gruesas lentes de sus gafas de montura dorada hacían que sus ojos parecieran más grandes. Lily y él formaban una extraña pareja.

Cuando me acerqué, Lily apoyó la mano en el brazo del anciano caballero y le comentó algo. Él se volvió hacia mí.

—Cat, te presento a Mordecai. Es un viejo amigo y sabe muchísimo de ajedrez. Se me ocurrió que podríamos consultarle nuestro problemilla.

Supuse que se refería a Solarin. Sin embargo, en los últimos días había averiguado algunas cosas por mi cuenta y quería llevar a Lily aparte para hablar de Saul antes de hacer frente a los leones de la familia en su propia guarida.

—Mordecai es gran maestro, aunque ya no juega —explicaba Lily—. Me prepara para los torneos. Es famoso y ha escrito varios libros de ajedrez.

—Exageras —dijo Mordecai modestamente, y me dedicó una sonrisa—. En realidad me gano la vida como comerciante de diamantes. El ajedrez es una diversión.

—El domingo Cat estuvo conmigo en el torneo —comentó Lily.

—Ah. —Mordecai me observó con mayor atención a través de sus gruesas gafas—. Por lo tanto, fue testigo de los hechos. Propongo que tomemos una taza de té. Calle abajo hay un bar en el que podremos conversar.

—Bueno… no quisiera llegar tarde a la cena. El padre de Lily se disgustaría.

—Insisto —repuso Mordecai amablemente pero con firmeza. Me cogió del brazo y me condujo hacia la puerta—. Esta noche tengo importantes compromisos, pero lamentaría no conocer sus observaciones sobre la misteriosa muerte del gran maestro Fiske. Fuimos muy amigos. Espero que sus opiniones no sean tan descabelladas como las de mi… como las que ha expuesto mi amiga Lily.

Reinó cierta confusión cuando intentamos atravesar la primera sala. Mordecai me soltó el brazo y avanzamos en fila india por los estrechos pasillos, con Lily a la cabeza. Después de la atestada librería, fue un alivio respirar el aire fresco de la calle. Mordecai volvió a cogerme del brazo.

Casi todos los comerciantes de diamantes se habían dispersado y las tiendas estaban a oscuras.

—Lily me ha dicho que es experta en informática —comentó Mordecai mientras me guiaba calle abajo.

—¿Le interesan los ordenadores? —pregunté.

—No exactamente. Me impresiona lo que son capaces de hacer. Digamos que me dedico a estudiar fórmulas. —Tras pronunciar esas palabras rió alegremente—. ¿No le ha dicho Lily que soy matemático? —Miró a Lily, que caminaba detrás de nosotros. Ella negó con la cabeza y nos alcanzó—. Durante un semestre fui alumno del profesor Einstein en Zurich. ¡Era tan inteligente que no entendíamos ni una palabra de lo que decía! A veces perdía el hilo de lo que estaba diciendo y se paseaba por el aula. Nunca nos reímos. Sentíamos un gran respeto por él.

Se detuvo para coger a Lily del brazo antes de cruzar la calle de una sola dirección.

—Durante mi estancia en Zurich caí enfermo —prosiguió—. El doctor Einstein vino a visitarme. Se sentó a mi lado y hablamos de Mozart. Admiraba mucho a Mozart. Probablemente sabe que el profesor Einstein era un eximio violinista.

Mordecai me sonrió y Lily le apretó el brazo.

—Mordecai ha tenido una vida interesante —me explicó Lily.

Me di cuenta de que, en presencia de Mordecai, Lily se portaba bien. Nunca la había visto tan dócil.

—Preferí no dedicarme a las matemáticas —prosiguió Mordecai—. Dicen que hay que tener vocación, como para el sacerdocio. Opté por convertirme en comerciante. Sin embargo, siguen interesándome los temas relacionados con las matemáticas. Ya hemos llegado.

Entramos y, cuando empezamos a subir por la escalera, Mordecai añadió:

—¡Sí, siempre he pensado que los ordenadores son la octava maravilla! —y volvió a prorrumpir en alegres risas.

Me pregunté si era una mera coincidencia que Mordecai se mostrara interesado por las fórmulas. En mi mente resonó un estribillo: «El cuarto día del cuarto mes llegará el ocho».

La cafetería ocupaba el entresuelo y daba a un enorme bazar de pequeñas joyerías. Estas estaban cerradas y los hombres que hacía menos de media hora se habían reunido a charlar en las calles llenaban ahora el local. Se habían quitado los sombreros y llevaban un pequeño gorro. Algunos lucían largos tirabuzones a los lados de la cara, como Mordecai.

Buscamos una mesa y Lily se ofreció a pedir el té mientras charlábamos. Mordecai apartó una silla para mí y se sentó enfrente.

—Estos tirabuzones se llaman payess. Es una tradición religiosa. Los judíos no deben cortarse la barba ni los tirabuzones porque el Levítico dice: «No se rasurarán los sacerdotes la cabeza ni los lados de la barba». —Mordecai sonrió.

—Pues usted no lleva barba —observé.

—No —dijo Mordecai con pesadumbre—. Como también reza la Biblia: «Mi hermano Esaú es un hombre peludo y yo soy lampiño». Me gustaría dejármela porque creo que me daría un aspecto gallardo… —Sus ojos destellaron—. Pero lo único que logro es el proverbial campo de paja.

Apareció Lily con la bandeja y depositó en la mesa las tazas de té humeantes.

—En la antigüedad los judíos no cosechaban los extremos de los campos, del mismo modo que no cortaban los lados de las barbas, para que los ancianos de la aldea y los nómadas pudieran alimentarse. La religión judía siempre ha tenido un alto concepto de los nómadas. Hay algo místico relacionado con el nomadismo. Mi amiga Lily me ha dicho que está usted a punto de salir de viaje.

—Así es. —No dije nada más, porque no sabía cómo reaccionaría si le contaba que iba a pasar un año en un país árabe.

—¿Toma el té con leche? —preguntó Mordecai.

Asentí y comencé a levantarme, pero se me adelantó.

—Iré a buscarla —dijo.

En cuanto se hubo alejado, me volví hacia Lily y susurré:

—Rápido, aprovechemos que estamos solas. ¿Cómo se ha tomado tu familia lo de Saul?

—Ah, están furiosos —respondió Lily mientras repartía las cucharillas—. Sobre todo Harry, que no cesa de decir que es un cabrón desagradecido.

—¡Furiosos! —exclamé—. Saul no tuvo la culpa de que se lo cargaran.

—¿De qué hablas? —preguntó Lily, y me miró desconcertada.

—¿Acaso crees que Saul organizó su propio asesinato?

—¿Asesinato? —Lily abrió los ojos como platos—. Escucha, sé que me exalté al imaginar que lo habían secuestrado, pero después de aquello volvió a casa. ¡Y presentó la dimisión! Se largó sin más después de pasar veinticinco años a nuestro servicio.

—Te digo que está muerto —insistí—. Lo vi. El lunes por la mañana estaba tendido en la losa de la sala de meditación de la ONU. ¡Alguien se lo cargó!

Lily estaba boquiabierta, con la cucharilla en la mano.

—Aquí está pasando algo raro —añadí.

Lily me hizo callar al ver que Mordecai se acercaba con una jarrita de leche.

—Ha sido difícil conseguirla —comentó el anciano mientras se sentaba entre ambas—. El servicio es cada vez peor. —Nos miró—. Vaya, ¿qué pasa? Lily, parece que estés en un funeral.

—Algo por el estilo —susurró ella, pálida como un fantasma—. Al parecer el chófer de mi padre ha… ha muerto.

—Lo siento —repuso Mordecai—. ¿Llevaba mucho tiempo trabajando para tu familia?

—Desde antes de que yo naciera. —Lily tenía los ojos llorosos y parecía estar a millones de kilómetros de distancia.

—Entonces no era un hombre joven. Espero que no haya dejado una familia a la que mantener.

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