Parejamente, los versos de Víctor Hugo que la duquesa me había citado eran, fuerza es confesarlo, de una época anterior a aquella en que el poeta ha llegado a ser más que un hombre, en que ha hecho aparecer en la evolución una especie literaria todavía desconocida, dotada de órganos más complejos. En esos primeros poemas, Víctor Hugo piensa aún, en lugar de contentarse, como la naturaleza, en dar en qué pensar. Expresaba entonces «pensamientos» en la forma más directa, casi en el sentido en que el duque tomaba la palabra cuando, por encontrar anticuado y embarazoso el que los invitados a sus grandes fiestas, en Guermantes, hiciesen, en el álbum del castillo, seguir su firma de una reflexión filosófico poética, advertía a los recién llegados en tono de súplica: «¡Su nombre, amigo mío, pero nada de pensamientos!». Ahora bien, esos «pensamientos» de Víctor Hugo (casi tan ausentes de la
Leyenda de los Siglos
como las «arias» y las «melodías» en la segunda manera wagneriana) eran lo que le gustaba a la señora de Guermantes en el primer Hugo. Pero sin que le faltase razón en absoluto. Eran atractivos, y ya en torno a ellos, sin que la forma tuviese aún la profundidad que no había de alcanzar hasta más tarde, el romperse de las palabras numerosas y de las rimas ricamente articuladas los hacía inasimilables a esos versos que pueden descubrirse en un Corneille, por ejemplo, y en los que un romanticismo intermitente, contenido, y que nos conmueve tanto más por lo mismo, no ha penetrado, sin embargo, hasta las fuentes físicas de la vida, modificando el organismo inconsciente y generalizable en que se resguarda la idea. Así, había hecho yo mal en confinarme hasta aquí en los últimos libros de Hugo. De los primeros, desde luego, era una parte ínfima tan sólo la que engalanaba la conversación de la señora de Guermantes. Pero precisamente al citar así un verso aislado se decuplica su poder atractivo. Los que habían entrado o vuelto a mi memoria en el curso de esta cena imantaban a su vez, llamaban a sí con tal fuerza las composiciones en medio de las que tenían la costumbre de estar enclavados, que mis manos electrizadas no pudieron resistir más de cuarenta y ocho horas a la fuerza que las conducía hacia el volumen en que estaban encuadernados juntamente las
Orientales
y los
Cantos del Crepúsculo.
Maldije al lacayo de Francisca por haber hecho donación a su pueblo natal de mi ejemplar de las
Hojas de Otoño,
y lo mandé sin perder instante a comprar otro. Releí esos volúmenes de punta a cabo, y no encontré paz hasta que no distinguí de repente, esperándome en la luz en que ella los había bañado, los versos que me había citado la señora de Guermantes. Por todas estas razones, las charlas con la duquesa se asemejaban a esos conocimientos que adquiere uno en la biblioteca de algún castillo, anticuada, incompleta, incapaz para formar una inteligencia, desprovista de casi todo aquello que es de nuestro gusto, pero que a veces nos ofrece algún informe curioso, la cita de una hermosa página que no conocíamos, inclusive, y que más tarde nos hace felices recordar que debemos el conocerla a una magnífica mansión señorial. Entonces, por haber encontrado el prefacio de Balzac a
La Cartuja,
o unas cartas inéditas de Joubert, nos sentimos tentados a exagerarnos a nosotros mismos el valor de la vida que en esa mansión hemos vivido y cuya estéril frivolidad, merced a esa ganga de una tarde, hemos olvidado.
Desde este punto de vista, si el gran mundo no había podido responder en el primer momento a lo que mi imaginación esperaba, y había, por consiguiente, de chocarme al pronto por lo que tenía de común con todos los mundos antes que por lo que tenía de diferente respecto de ellos, se me reveló poco a poco, sin embargo, como harto distinto. Los grandes señores son casi la única gente de quien se aprende tanto como de los aldeanos; su conversación se engalana con todo aquello que concierne a la tierra, a las mansiones señoriales tal como estaban habitadas antaño, los antiguos usos, todo lo que el mundo del dinero ignora profundamente. Aun suponiendo que el aristócrata más moderado por sus aspiraciones haya podido ponerse al nivel de la época en que vive, su madre, sus tíos, sus tías-abuelas le ponen en relación, cuando se acuerda de su infancia, con lo que podía ser una vida punto menos que desconocida hoy. En la cámara mortuoria de un difunto de hoy, la señora de Guermantes no hubiera hecho notar nada, pero se hubiera dado cuenta inmediatamente de todas las faltas de respeto para con la costumbre. Le chocaba ver en un entierro a las mujeres mezcladas a los hombres, cuando hay una ceremonia particular que debe ser celebrada por las mujeres. En cuanto a los paños cuyo uso habría creído sin duda Bloch que estaba reservado a los entierros, por los cordones del paño de que se habla en las gacetillas de las exequias, el señor de Guer mantes podía acordarse del tiempo en que, siendo él todavía un niño, había visto utilizar ese mismo paño en la boda del señor de Mailly-Nesle. Al paso que Saint-Loup había vendido su precioso «Árbol genealógico», unos retratos antiguos de los Bouillon, unas cartas de Luis XIII, para comprar cuadros de Carrière y muebles
modern style,
el señor y la señora de Guermantes, movidos de un sentimiento en que el ardiente amor al arte desempeñaba acaso un papel menor y que hacía que ellos mismos fuesen más mediocres, habían conservado sus maravillosos muebles de Boule, que ofrecían un conjunto seductor, pero en sentido contrario, para un artista. Un literato hubiera quedado, de todas maneras, encantado de su conversación, que habría sido para él —ya que el hambriento no tiene ninguna necesidad de otro hambriento— un diccionario vivo de todas esas expresiones que cada día se olvidan más: corbatas a lo San José, niños consagrados al azul, etcétera, y que ya no se encuentran como no sea en aquellos que se convierten en amables y benévolos conservadores del pasado. El placer que siente entre ellos, mucho más que entre otros escritores, un escritor, no carece de peligro, ya que corre el riesgo de creer que las cosas del pasado poseen un encanto por sí mismas, y de transportarlas sin más ni más a su obra, que en ese caso nace muerta, exhalando un aburrimiento de que el autor se consuela diciendo: «Es bonito porque es verdad; así es como se dice». Estas conversaciones aristocráticas tenían, por otra parte, en casa de la señora de Guermantes el encanto de ser sostenidas en un francés excelente. Merced a esto legitimaban, por parte de la duquesa, su hilaridad ante las palabras «viático», «cósmico», «pitico», «supereminente», que empleaba Saint-Loup, lo mismo que ante sus muebles de casa de Bing.
Con todo, harto diferentes en esto de cuanto había podido sentir yo ante unos espinos blancos o al saborear una magdalena, las historias que había oído en casa de la señora de Guermantes me eran extrañas. Por un instante habían entrado en mí, que sólo físicamente había sido poseído por ellas; hubiérase dicho que (dotadas de una naturaleza social y no individual) estaban impacientes por salir de mí… Agitábame yo en el coche como una pitonisa. Esperaba una nueva cena en que pudiera convertirme a mi vez en una especie de príncipe de X…, de señora de Guermantes, y contar esas mismas historias. Mientras tanto, hacían trepidar mis labios que las balbuceaban, e intentaba en vano retraer a mí mi espíritu vertiginosamente arrebatado por una fuerza centrífuga. Así llamé a la puerta del señor de Charlus con una impaciencia febril por no poder sobrellevar por más tiempo yo solo el peso de esas historias en mi coche, donde, por lo demás, engañaba la falta de conversación hablando en voz alta; y entregado a largos monólogos conmigo mismo, en lo que me repetía todo lo que iba a contarle al señor de Charlus y apenas pensaba ya en lo que él tuviera que decirme, pasé todo el tiempo que permanecí en un salón en que me hizo entrar un lacayo, y que, por otra parte, me hallaba demasiado agitado para examinar. Sentía tal necesidad de que el señor de Charlus escuchase las cosas que ardía en deseos de contarle, que me sentí cruelmente defraudado al pensar que acaso estuviera durmiendo el dueño de la casa, y que tendría que volverme a empollar en casa mi embriaguez de palabras. Acababa, en efecto, de darme cuenta de que hacía veinticinco minutos que estaba allí, que quizá se hubieran olvidado de mí en este salón del que, a pesar de la larga espera, hubiera podido decir, a lo sumo, que era inmenso, verdoso, con algunos retratos. La necesidad de hablar no sólo impide escuchar, sino ver, y en ese caso la ausencia de toda descripción del medio exterior es ya una descripción de un estado internó. Iba a salir del salón para tratar de llamar a alguien y, si no hallaba a nadie, volver a encontrar el camino hacia las antesalas y hacer que me abriesen, cuando, en el mismo momento en que acababa de levantarme y dar algunos pasos por el suelo de mosaico, entró un ayuda de cámara, con aire preocupado: «El señor barón ha tenido gente hasta ahora —me dijo—. Todavía tiene varias personas esperándole. Voy a hacer todo lo posible para que reciba al señor; ya he hecho que le telefoneasen dos veces al secretario». «No, no se moleste; yo estaba citado con el señor barón, pero ya es muy tarde, y desde el momento en que está ocupado esta noche, volveré otro día». «¡Oh, no!, no se vaya el señor —exclamó el ayuda de cámara—. Podría disgustarse el señor barón. Voy a probar otra vez». Me acordé de lo que había oído contar de los criados del señor Charlus y de su devoción a su amo. No se podía decir precisamente de él, como del príncipe de Conti, que trataba de agradar al lacayo tanto como al ministro, pero tan bien había sabido hacer de las menores cosas que pedía algo así como un favor, que cuando a la noche, reunidos en torno a él sus criados, a respetuosa distancia, después de haberlos recorrido con la mirada, decía: «¡Coignet, la palmatoria!», o: «¡Ducret, la camisa!», los demás se retiraban rezongando de envidia, celosos del que acababa de ser distinguido por el señor. Dos, incluso, que se execraban, afanábanse por arrebatarse el uno al otro el favor, yendo, con el pretexto más absurdo, a llevarle algún recado al barón, si éste había subido a sus habitaciones más temprano, con la esperanza de ser investidos para esa noche del cuidado de la palmatoria o de la camisa. Si el barón dirigía directamente la palabra a uno de ellos para alguna cosa que no fuese del servicio; más aún, si en invierno, en el jardín, sabiendo que uno de sus cocheros estaba acatarrado, le decía al cabo de diez minutos: «Cúbrase», los demás no volvían a hablar en quince días al favorecido, por celos de la gracia que le había sido otorgada. Todavía esperé otros diez minutos y, después de haberme pedido que no estuviese mucho tiempo, porque el señor barón, cansado, había hecho despedir a varias personas de las más importantes a las que había citado desde hacía no pocos días, me introdujeron donde estaba. Este aparato en derredor del señor de Charlus me parecía teñido de mucho menos grandeza que la sencillez de su hermano el de Guermantes; pero ya se había abierto la puerta, y yo acababa de distinguir al barón, en batín chinesco, despechugado, tendido en un canapé. En el mismo instante me llamó la atención ver un sombrero de copa «ocho reflejos» encima de una silla, con un gabán de pieles, como si el barón acabara de llegar de la calle. El ayuda de cámara se retiró. Creía yo que el señor de Charlus iba a venir hacia mí. Sin hacer un solo movimiento, se me quedó mirando fijo, con ojos implacables. Me acerqué a él, le saludé, no me tendió la mano, no me contestó, no me pidió que cogiese una silla. Al cabo de un instante le pregunté, como se le preguntaría a un médico mal educado, si era necesario que siguiera de pie. Lo hice sin mala intención, pero la expresión de fría cólera que tenía el señor de Charlus pareció agravarse aún más. Yo ignoraba, por otra parte, que en su casa, en el campo, en el castillo de Charlus, tenía la costumbre, después de cenar —hasta tal punto le gustaba jugar al rey—, de esparrancarse en una butaca del fumadero, dejando en pie alrededor suyo a sus invitados. Pedía lumbre a uno, ofrecía a otro un cigarro; luego, al cabo de unos instantes, decía: «¡Pero siéntese usted, Argencourt!; coja usted una silla, etcétera», después de haber prolongado adrede el tenerlos de pie, únicamente por hacerles ver que era de él de quien les venía el permiso para sentarse. «Siéntese usted en el sillón Luis XIV», me respondió con imperioso talante y antes para forzarme a que me alejara que para invitarme a tomar asiento. Cogí una butaca que estaba no lejos de mí. «¡Ah!, ¿eso es lo que llama usted un sillón Luis XIV? Ya veo que está usted enterado», exclamó en son de mofa. Yo estaba tan estupefacto que no me moví, ni para irme, como hubiera debido hacer, ni para cambiar de asiento como él quería. «Caballero —me dijo, pesando todos los términos, haciendo preceder los más impertinentes de ellos de un doble par de consonantes—: la conversación que he descendido en conceder a usted a ruegos de una persona que desea no la nombre, va a señalar para nuestras relaciones el punto final. No he de ocultarle que yo había esperado algo mejor; quizá forzase un poco el sentido de las palabras, cosa que no se debe hacer, ni siquiera con quien ignora su valor, y por simple respeto a uno mismo, si le dijera que había sentido simpatía por usted. Creo, sin embargo, que ‘benevolencia’, en su sentido más eficazmente protector, no excedería ni de lo que sentía yo ni de lo que me proponía manifestar. Desde mi regreso a París le había hecho saber a usted, en el mismo Balbec, que podía contar conmigo». Yo, que me acordaba de la salida de pie de banco con que el señor de Charlus se había separado de mí en Balbec, esbocé un ademán de denegación. «¡Cómo! —exclamó el señor de Charlus con cólera (y su semblante convulso y lívido era en realidad tan diferente de su rostro ordinario como el mar cuando en una mañana de tempestad vemos, en lugar de la sonriente superficie habitual, mil serpientes de espuma y de baba)—, ¿pretende usted no haber recibido mi mensaje —casi una declaración— de que tendría que acordarse de mí? ¿Qué adorno tenía alrededor el libro que hice llegar a usted?». «Unos enlaces historiados muy bonitos», dije. «¡Ah! —repuso con tono desdeñoso—. Los jóvenes franceses conocen muy poco las obras maestras de nuestro país. ¿Qué se diría de un joven berlinés que no conociera la
Walkiria
? Por otra parte, ya hace falta que tenga usted los ojos para no ver, puesto que me ha dicho que se había pasado dos horas delante de esa obra maestra. Ya veo que no entiende usted mucho más de flores que de estilos; ¡no proteste por lo de los estilos! —gritó en un tono de rabia agudísima—; ¡ni siquiera sabe usted en lo que se sienta! Ofrece a su trasero una silla baja Directorio tomándola por una
bergère
Luis XIV. Un día de estos confundirá las rodillas de la señora de Villeparisis con el lavabo, y no sabe uno qué hará usted en ellas. Del mismo modo, ni siquiera ha reconocido en la encuadernación del libro de Bergotte el dintel de
myosotis
de la iglesia de Balbec. ¿Había manera más límpida de decirle: no me olvide usted?».