«Pues claro que sí —dijo violentamente el duque—. Es Boson, número ya no sé cuántos de los Guermantes. Pero eso me trae sin cuidado. Ya sabe usted que no soy tan feudal como mi primo. He oído apuntar el nombre de Rigaud, de Mignard, ¡de Velázquez, inclusive! —dijo el duque, clavando en Swann una mirada de inquisidor y de sayón, para tratar a la vez de leer en su pensamiento y de influir en su respuesta—. En fin —concluyó, porque cuando se le llevaba a provocar artificialmente una opinión que deseaba, tenía la facultad, al cabo de unos instantes, de creer que había sido emitida espontáneamente—; vamos a ver, sin lisonjas: ¿cree usted que sea de alguno de los grandes pontífices que acabo de decir?». «Nnnno», dijo Swann. «Pero entonces, en fin, yo no entiendo nada de esto, no es a mí a quien toca decidir de quién es este mamarracho. Pero usted que es un aficionado, un maestro en la materia, ¿a quién lo atribuye? Es usted bastante entendido para tener alguna idea». Swann vaciló un momento ante aquel lienzo que visiblemente encontraba horrible: «¡A la malevolencia!», respondió, riéndose, al duque, que no pudo dejar pasar un movimiento de ira. Cuando ésta se hubo calmado: «Ustedes son muy amables, esperen un instante a Oriana, voy a ponerme el frac, y vuelvo. Voy a hacer que avisen a la parienta de que están ustedes esperándola». Hablé un momento con Swann de la cuestión de Dreyfus, y le pregunté cómo podía ser que todos los Guermantes fuesen antidreyfusistas. «En primer lugar, porque toda esa gente es antisemita», respondió Swann, que de sobra sabía, sin embargo, por experiencia, que algunos de ellos no lo eran, pero que, como todas las gentes que profesan una opinión ardiente, prefería, para explicar que ciertas personas no la compartiesen, suponerles una razón preconcebida, un prejuicio contra el que no había modo de hacer nada, antes que unas razones que pudieran ser sometidas a discusión. Por otra parte, llegado al término prematuro de su vida, como un animal rendido al que se hostiga, execraba esas persecuciones y se acogía de nuevo al aprisco religioso de sus padres. «Por lo que se refiere al príncipe de Guermantes —dije—, es verdad, me habían dicho que era antisemita». «¡Oh!, de ése ni siquiera hablo. Lo es hasta el punto de que cuando era oficial, un día que estaba con un dolor de muelas espantoso, prefirió seguir con los dolores antes que consultarse con el único dentista de la comarca, que era judío; y más tarde ha dejado que se quemase un ala de su castillo en que había prendido el fuego porque hubiera tenido que pedir unas bombas de incendios al castillo vecino, que es de los Rothschild». «¿Va usted por casualidad esta noche a su casa?». «Sí —me respondió—, aunque me encuentro cansadísimo. Pero me ha mandado un continental para advertirme que tenía que decirme algo. Siento que voy a estar demasiado malo estos días para ir a su casa o para recibirle; me agitaré a cuenta de eso, y prefiero verme libre de ello en seguida». «Pero el duque de Guermantes no es antisemita». «Ya ve usted que sí, puesto que es antidreyfusista» —me respondió Swann, sin darse cuenta de que cometía una petición de principio—. «Eso no impide que me duela haber defraudado a ese hombre —¡qué digo!, a ese duque— al no admirar su supuesto Mignard, o lo que fuese». «Pero, bueno —continué, volviendo a la cuestión de Dreyfus—, la duquesa es inteligente». «Sí, es encantadora. En mi opinión, aún lo ha sido más cuando todavía se llamaba princesa de los Laumes. Su inteligencia ha cobrado un no sé qué más anguloso; todo eso era más tierno en la gran dama juvenil; pero al fin, más o menos jóvenes, hombres y mujeres, ¿qué quiere usted?, toda esa gente es de otra raza, no se llevan impunemente mil años de feudalismo en la masa de la sangre. Ellos, naturalmente, creen que eso no entra para nada en sus opiniones». «Pero Roberto de Saint-Loup, así como así, es dreyfusista». «¡Ah!, ¡mejor que mejor!, tanto más, cuanto que ya sabe usted que su madre es muy antidreyfusista. Me habían dicho de él que era dreyfusista, pero no estaba seguro de ello. Eso me da un alegrón. No me choca de él, es muy inteligente. Eso es mucho».
El dreyfusismo había vuelto a Swann de un candor extraordinario, comunicando a su manera de ver un impulso, un descarrío más notables aún de los que en otro tiempo le había traído su boda con Odette; este nuevo cambio de posición hubiera estado mejor calificado de reencasillamiento, y no era sino honroso para él, ya que le hacía volver a encauzarse en el camino por donde habían venido los suyos y del que le habían desviado sus relaciones aristocráticas. Pero Swann, precisamente en el mismo momento en que, tan lúcido, le estaba dado, gracias a los antecedentes heredados de su ascendencia, ver una verdad todavía oculta para las gentes de mundo, mostrábase, sin embargo, de una ceguedad cómica. Remitía todas sus admiraciones y todos sus desdenes a la prueba de un criterio nuevo, el dreyfusismo. Que el antidreyfusismo de la señora de Bontemps le hiciese encontrarla estúpida no tenía más de asombroso que el hecho de que, cuando se había casado, la hubiese encontrado inteligente. Tampoco era muy grave que la nueva oleada alcanzase asimismo en él a los juicios políticos, y le hiciese perder el recuerdo de haber tratado de hombre venal, de espía de Inglaterra (era un absurdo del círculo de los Guermantes), a Clemenceau, al que ahora declaraba haber tenido siempre por una conciencia, por un hombre de hierro, como Cornély. «No, nunca le he dicho a usted otra cosa. Se confunde usted». Pero la ola, pasando más allá de los juicios políticos, echaba por tierra en Swann los juicios literarios y hasta la manera de expresarlos. Barres había perdido todo asomo de talento, y hasta sus obras de mocedad eran flojuchas, apenas podían releerse. «Inténtelo usted, no podrá llegar hasta el final. ¡Qué diferencia de Clemenceau! Yo, personalmente, no soy anticlerical, pero al lado de ese hombre, ¡cómo se da uno cuenta de que Barres no tiene huesos! El tío Clemenceau es un buenazo estupendo. ¡Cómo conoce su lengua!». Por lo demás, los antidreyfusistas no hubieran tenido derecho a criticar estas locuras. Se explicaban que una persona fuese dreyfusista por ser de origen judío. Si un católico practicante como Samiette estaba también por la revisión, era que lo tenía cogido la señora Verdurin, que procedía como una radical acérrima. Estaba, ante todo, contra los «carcas». Samiette tenía más de tonto que de malo, y no sabía el daño que le hacía la Patrona. Y si se objetaba que también Brichot era amigo de la señora de Verdurin y miembro de «La Patria francesa», es porque era más inteligente. «Usted le ve alguna vez», dije a Swann, hablando de Saint-Loup. «No, nunca. El otro día me ha escrito para que le pida al duque de Mouchy y a algunos otros que voten por él en el
Jockey,
donde, por lo demás, ha pasado como si tal cosa». «¡A pesar del
Affaire
!». «No se ha planteado la cuestión. Por otra parte, debo decirle a usted que desde que ha empezado todo esto ya no pongo los pies en ese local».
Volvió a entrar el señor de Guermantes, y poco después apareció su mujer, arreglada ya, alta y soberbia, con un traje de raso rosa cuya falda estaba bordada de lentejuelas. Traía en el pelo una gran pluma de avestruz teñida de púrpura, y un chal de tul del mismo rojo echado por los hombros. «¡Qué bien está esto de hacerse forrar de verde el sombrero! —dijo la duquesa, a la que no se le escapaba nada—. Por lo demás, en usted, Carlos, todo hace bien, lo mismo lo que lleva puesto que lo que dice, como lo que lee o lo que hace». Swann, mientras tanto, sin que pareciese oírla, examinaba a la duquesa como hubiera examinado un lienzo de un maestro, y buscó luego su mirada haciendo con la boca el mohín que quiere decir: «¡Demonio!». La señora de Guermantes soltó la carcajada. «Le gusta a usted mi traje; me alegro. Pero debo decirle que lo que es a mí no me hace mucha gracia —añadió con expresión de fastidio—. ¡Dios mío, qué aburrimiento eso de tener que arreglarse, que salir, cuando tanto le gustaría a una quedarse en casa!». «¡Magníficos rubíes!». «¡Ah, Carlitos!, al menos se ve que entiende usted de esto; no es usted como ese bárbaro de Monserfeuil, que me preguntaba si eran finos. Debo decir que nunca he visto otros tan hermosos. Es un regalo de la gran duquesa. Para mi gusto son un poco grandes de más, un tanto vaso de Burdeos lleno hasta los bordes, pero me los he puesto porque esta noche hemos de ver a la gran duquesa en casa de María Gilberto», añadió la señora de Guermantes, sin sospechar que esta afirmación destruía las del duque. «¿Qué hay en casa de la duquesa?», preguntó Swann. «Casi nada», se apresuró a responder el duque, al que la pregunta de Swann había hecho creer que éste no estaba invitado. «Pero ¿cómo, Basin? ¡Si están convocados toda la nobleza y sus feudatarios! Va a ser un latazo tremendo. Lo que estará bien —añadió mirando a Swann con expresión delicada—, si la tormenta que está en el aire no estalla, son aquellos maravillosos jardines. Ya los conoce usted. Yo estuve allí hace un mes, en el momento en que estaban en flor las lilas; no es posible hacerse una idea de lo hermoso que podía ser aquello. Y luego, el surtidor; en fin, es realmente Versalles en París». «¿Qué clase de mujer es la princesa?», pregunté. «Pero si ya sabe usted, puesto que la ha visto aquí, que es hermosa como el sol, que es también un tanto idiota, muy amable a pesar de su altanería germánica, llena de la mejor intención y de torpezas». Swann era demasiado agudo para no ver que la señora de Guermantes trataba en ese momento de «hacer gala del ingenio de los Guermantes», y a poca costa, ya que no hacía más que servirnos de nuevo, en una forma menos perfecta, antiguas frases de su propia cosecha. Con todo, para demostrar a la duquesa que comprendía su intención de ser graciosa, y como si realmente lo hubiera sido, sonrió con expresión un tanto forzada, causándome con este modo particular de insinceridad el mismo embarazo que había sentido en otro tiempo al oír a mis padres hablar con el señor Vinteuil de la corrupción de ciertos medios (cuando sabían muy bien que era mucho mayor la que reinaba en Mountjovain), a Legrandin matizar su conversación para unos necios, escoger epítetos delicados que sabía perfectamente que no podían ser comprendidos por un público rico o distinguido, pero iletrado. «Bueno, Oriana, ¿qué está usted diciendo? —terció el señor de Guermantes—. ¿Tonta María? Lo ha leído todo, es música como un violín». «Pero, mi pobre Basin, es usted una criatura recién nacida. ¡Como si no pudiera uno ser todo eso y un poco idiota! Idiota, por lo demás, es exagerado; no, es nebulosa, es Hesse-Darmstadt, Sacro Imperio y ñoña. Sólo esa manera que tiene de pronunciar me pone nerviosa. Pero reconozco, por lo demás, que es una chiflada encantadora. En primer lugar, la sola idea de haber descendido de su trono alemán para venir a casarse burguesísimamente con un simple particular. ¡Cierto es que lo ha escogido ella! ¡Ah, pero es verdad! —dijo volviéndose hacia mí—, ¡usted no conoce a Gilberto! Voy a darle una idea de él: hace tiempo cayó en cama porque yo había dejado tarjeta en casa de la señora de Carnot… Pero, Carlitos —dijo la duquesa por cambiar de conversación, al ver que la historia de la tarjeta que había dejado en casa de la señora de Carnot parecía irritar al señor de Guermantes—, ¿sabe usted que no me ha mandado la fotografía de nuestros caballeros de Rodas, a los que he tomado cariño por usted, y con los que tantas ganas tengo de trabar conocimiento?». El duque, a todo esto, no había cesado de mirar a su mujer fijamente: «Oriana, al menos habría que contar la verdad y no comerse la mitad de ella. Es preciso decir —rectificó dirigiéndose a Swann— que la embajadora de Inglaterra en aquel momento, que era una mujer buenísima, pero que vivía un poco en la luna y tenía costumbre de tirarse esas planchas, había tenido la ocurrencia bastante descabellada de invitarnos al mismo tiempo que al presidente y a su mujer. Nosotros, hasta la misma Oriana, nos quedamos bastante sorprendidos, tanto más cuanto que la embajadora conocía suficientemente a las mismas personas que nosotros para no invitarnos precisamente a una reunión tan extraña. Allí estaba un ministro que ha robado, en fin, paso la esponja; a nosotros no nos habían prevenido, nos encontramos cogidos en el lazo, y fuerza es reconocer, por lo demás, que toda aquella gente estuvo muy cortés. Sólo que ya estaba bien así. La señora de Guermantes, que no suele hacerme el honor de consultar conmigo las cosas, creyó que debía ir a dejar tarjeta aquella misma semana en el Elíseo. Gilberto fue acaso un poco lejos de más en ver en eso algo así como un borrón para nuestro apellido. Pero no hay que olvidar que, dejando a un lado la política, el señor Carnot, que por lo demás ocupaba muy decorosamente su puesto, era nieto de un miembro del Tribunal revolucionario que ha hecho perecer en un día a once de los nuestros». «Entonces, Basin, ¿por qué iba usted a cenar todas las semanas a Chantilly? El duque de Aumale no dejaba de ser también nieto de un miembro del Tribunal revolucionario, con la diferencia de que Carnot era un buen hombre, y Felipe Igualdad un canalla horrible». «Perdóneme que la interrumpa para decirle que he mandado la fotografía —dijo Swann—. No comprendo cómo no se la han dado». «No me choca más que a medias. Mis criados sólo me dicen aquello que juzgan oportuno. Probablemente no les gusta la Orden de San Juan». Y llamó al timbre. «Ya sabe usted, Oriana, que cuando yo iba a cenar a Chantilly, era sin ningún entusiasmo». «Sin entusiasmo, pero con camisa de noche, por si el príncipe le pedía que se quedase a dormir, cosa que, por lo demás, hacía raras veces, como un perfecto animalito que era, como todos los Orleáns. ¿Sabe usted con quién cenamos en casa de la señora de Saint-Euverte?», preguntó la señora de Guermantes a su marido. «Fuera de los convidados que ya conoce usted, irá —lo han invitado a última hora— el hermano del rey Teodosio». Ante esta noticia, los rasgos de la señora de Guermantes respiraron júbilo, y sus palabras fastidio. «¡Ay, Dios! ¡Más príncipes todavía!». «Pero ese es amable e inteligente», dijo Swann. «Pero no por completo, de todas maneras —respondió la duquesa, pareciendo como si buscara las palabras para dar más novedad a su pensamiento—. ¿No ha observado usted entre los príncipes que los más amables de ellos no acaban de serlo del todo? Pues sí, se lo aseguro yo. Tienen que tener siempre una opinión acerca de todo. Y como no tienen ninguna, se pasan la primera parte de su vida preguntándonos las nuestras, y la segunda sirviéndonoslas de nuevo. Es absolutamente preciso que digan que esto ha sido bien representado, que aquello ha sido menos bien representado. No hay ninguna diferencia. Mire usted, ese pequeño. Teodosio chico (ya no recuerdo su nombre), me ha preguntado que cómo se llamaba a un motivo orquestal. Le he respondido —dijo la duquesa con los ojos brillantes y rompiendo a reír con sus hermosos labios rojos—: ‘Pues se le llama un motivo orquestal.’ Bueno, pues en el fondo no quedó satisfecho». «¡Ay, Carlitos! —prosiguió la señora de Guermantes—, ¡cuidado que puede ser aburrido cenar fuera de casa! Hay noches en que preferiría uno morirse. Verdad es que acaso sea tan aburrido morirse, puesto que no se sabe lo que es eso». Apareció un lacayo. Era el mozo enamorado que había tenido sus dimes y diretes con el portero hasta que la duquesa, con su bondad, hubo puesto entre ellos una paz aparente: «¿Tengo que ir a preguntar esta noche por el señor marqués de Osmond?», preguntó. «¡De ningún modo! ¡No tiene usted que hacer nada hasta mañana por la mañana! Ni siquiera quiero que se quede usted aquí esta noche. El criado ése del marqués que conoce usted no tendría otra cosa que hacer que venir a traerle noticias y decirle que fuese a buscarnos. Salga usted, váyase adonde se le antoje, de juerga, duerma fuera, pero no quiero tenerlo aquí antes de mañana por la mañana». Una alegría inmensa desbordó del semblante del lacayo. Por fin iba a poder pasar largas horas con su prometida, a la que apenas podía ver ya desde que, a consecuencia de una nueva agarrada con el portero, la duquesa le había explicado amablemente que más valía que no volviera a salir, para evitar nuevos conflictos. Nadaba, ante el pensamiento de que al fin tenía libre la velada, en una felicidad que la duquesa echó de ver y comprendió. Sintió como un ahogo al corazón y una comezón en todos los miembros a la vista de aquella felicidad que alguien se permitía sin su consentimiento, escondiéndose de ella, y que la ponía irritada y celosa. «No, Basin, nada de eso; que se quede aquí, que no se mueva de casa». «¡Pero, Oriana, es absurdo!, allá está toda su gente; además, a medianoche tendrá usted a la camarera y al del vestuario para nuestro baile de trajes. Este hombre no puede servir de nada, y como sólo él es amigo del lacayo de Mama, prefiero mil veces mandarlo lejos de aquí». «Mire usted, Basin, déjeme a mí; precisamente tendré que mandarle decir algo por la noche, no sé a ciencia cierta a qué hora. Sobre todo, usted no se mueva, no se mueva de aquí ni un minuto», dijo al desesperado lacayo. Si siempre estaba habiendo cuestiones y si la gente paraba poco en casa de la duquesa, la persona a quien había que atribuir esta guerra constante era, desde luego, inamovible, pero no era el portero; claro está que a éste, para el trabajo más basto, para los martirios que resultaban más fatigosos de infligir; para las riñas que acababan a golpes, le confiaba la duquesa los pesados instrumentos de esa lucha; por lo demás, el hombre desempeñaba su papel sin sospechar que le hubiera sido encomendado. Como la servidumbre, admiraba la bondad de la duquesa; y los lacayos poco clarividentes venían, después de haberse marchado, a ver frecuentemente a Francisca, diciendo que la casa del duque hubiera sido la mejor colocación de París si no fuera por la portería. La duquesa manejaba la portería como se manejó durante mucho tiempo el clericalismo, la francmasonería, el peligro judío, etc… Entró un lacayo. «¿Por qué no me han subido el paquete que ha mandado el señor Swann? Pero, a propósito (ya sabrá usted que Mama está muy enfermo, Carlos), ¿ha vuelto Julio, que había ido a preguntar por el señor marqués de Osmond?». «Acaba de llegar ahora mismo, señor duque. Se espera de un momento a otro que no salga adelante el señor marqués». «¡Ah, está vivo! —exclamó el duque con un suspiro de alivio—. ¡Se espera! ¡Se espera! ¡Valiente camueso está usted! Mientras hay vida hay esperanza —nos dijo el duque en tono jubiloso—. Ya me lo pintaban como muerto y enterrado. De aquí a ocho días estará más valiente que yo». «Son los médicos quienes han dicho que no saldría de esta noche. Uno de ellos quería volver luego. Su jefe ha dicho que era inútil. El señor marqués debía ya estar muerto; sólo vive aún gracias a unas lavativas de aceite alcanforado». «¡Cállese usted, pedazo de idiota! —gritó el duque en el colmo de la cólera—. ¿Quién le pregunta todo eso? No ha entendido usted nada de lo que le han dicho». «No ha sido a mí, fue a Julio». «¿Quiere usted callarse? —aulló el duque, y volviéndose hacia Swann—: ¡Qué suerte que esté vivo! Recobrará fuerzas poco a poco. ¡Vive después de una crisis como esa! La cosa es ya excelente. No puede pedirse todo a la vez. No debe de ser desagradable una lavativita de aceite alcanforado». Y, frotándose las manos: «Está vivo, ¿qué más se quiere? Después de haber pasado por lo que ha pasado, no es poco ya. Hasta es como para envidiarle por tener un temperamento así. ¡Ah, los enfermos! Con ellos se tienen cuidados que no se toman con nosotros. Esta mañana, el tunante del cocinero me ha puesto una pierna de cordero con salsa bearnesa que le ha salido maravillosa, lo reconozco, pero precisamente por eso me he servido tanto que aún me está pesando en el estómago. Eso no impide que nadie venga a preguntar por mí como van a preguntar por mi buen Amaniano. Incluso van a preguntar con exceso. Lo cansan. Hay que dejarle respirar. Lo están matando a ese hombre con mandar recados a cada instante a su casa». «Bueno —dijo la duquesa al lacayo que se retiraba—, había pedido que subieran la fotografía envuelta que me ha mandado el señor Swann». «Señora duquesa, es tan grande que no sabía si pasaría por la puerta. La hemos dejado en el vestíbulo. ¿Quiere la señora duquesa que la suba?». «Bueno, no hubieran debido decírmelo, pero si es tan grande, ahora la veré al bajar». «Se me ha olvidado también decirle a la señora duquesa que la señora condesa de Molé había dejado esta mañana una tarjeta para la señora duquesa». «¿Cómo, esta mañana?», dijo la duquesa en tono de descontento y juzgando que una mujer tan joven no podía permitirse dejar tarjeta por la mañana. «Hacia eso de las diez, señora duquesa». «Enséñeme usted esas tarjetas». «De todas maneras, Oriana, cuando dice usted que María ha tenido una peregrina ocurrencia en casarse con Gilberto —prosiguió el duque, que volvía a su conversación primera—, es usted quien tiene una manera singular de escribir la historia. Si alguien ha hecho el tonto en ese matrimonio, es Gilberto, por haberse ido a casar precisamente con una parienta tan próxima del rey de los belgas, que ha usurpado el nombre de Brabante, que es nuestro. Nosotros, en una palabra, somos de la misma sangre que los Hesse, y de la rama principal. Siempre es estúpido hablar de sí
mismo —dijo dirigiéndose a mí—, pero, en fin, cuando hemos ido no sólo a Darmstad, sino incluso a Cassel y a todo el Hesse elector, todos los landgraves han hecho ver siempre amablemente que nos cedían el paso y el primer lugar, como de la rama principal que éramos». «Pero, bueno, Basin, no va usted a venir contándome que esa persona que era coronel de todos los regimientos de su país, que la prometían al rey de Suecia…». «¡Oh!, Oriana, eso es demasiado fuerte, cualquiera diría que no sabe usted que el abuelo del rey de Suecia labraba la tierra en Pau cuando nosotros llevábamos novecientos años de ser lo más empingorotado de toda Europa». «Eso no es obstáculo para que si se dijera en la calle: ‘Mira, ahí va el rey de Suecia’, todo el mundo corriese para verlo, hasta en la plaza de la Concordia, y si se dice: ‘Ahí va el señor de Guermantes’, nadie sabe quién es». «¡Vaya una razón!». «Por lo demás, no puedo comprender cómo, desde el momento en que el título de duque de Brabante ha pasado a la familia real de Bélgica, puede usted pretender ese título».