El mundo de Guermantes (18 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

BOOK: El mundo de Guermantes
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—Mi sueño es idiota —añadió, sofocado.

Pero vi perfectamente que, durante la hora que siguió a su sueño, estuvo varias veces a punto de telefonear a su querida para pedirle que se reconciliasen. Mi padre hacía poco que tenía teléfono, pero no sé si esto le hubiera servido de mucho a Saint-Loup. Por otra parte, no me parecía muy conveniente asignar a mis padres, ni aun siquiera a un aparato instalado en su casa, semejante papel de mediadores entre Saint-Loup y su querida, por distinguida y noble de sentimientos que ésta pudiera ser. La pesadilla que había tenido Saint-Loup se borró un tanto de su espíritu. Fija y distraída la mirada, fue a verme en todos aquellos días atroces que dibujaron para mí, al sucederse uno tras otro, como la curva magnífica de una escalera duramente forjada, desde la cual seguía preguntándose Roberto qué resolución iría a adoptar su amiga.

Esta, por fin, le preguntó si consentiría en perdonar. En cuanto él hubo comprendido que la ruptura estaba evitada, vio todos los inconvenientes de un arreglo. Por otra parte, sufría menos ya y casi había aceptado un dolor cuya mordedura habría de volver a encontrar acaso de allí a pocos meses si sus relaciones se reanudaban. No dudó mucho, y quizá no dudó sino porque al fin estaba seguro de poder tomar de nuevo a su querida; de poder: por consiguiente, de hacerlo. Lo único que le pidió ella para recobrar su tranquilidad, fue que no volviese a París el 1.o de enero. Ahora bien, él no tenía valor para ir a París sin verla. Ella, por otra parte, había consentido en viajar con él, mas para esto hacía falta una licencia en regla, que el capitán de Borodino no quería concederle.

—Me fastidia por nuestra visita a mi tía, que ahora queda aplazada. Seguramente volveré a París por Pascuas.

—Para entonces no podremos ir a casa de la señora de Guermantes, porque ya estaré en Balbec. Pero eso no tiene ninguna importancia.

—¿En Balbec? ¡Pero si todavía estuvo usted allí en agosto!

—Sí; pero este año, por causa de mi salud, tienen que mandarme a Balbec más pronto.

Todo su temor era que yo juzgase mal a su querida por lo que él me había contado. «Es violenta únicamente porque es demasiado franca, demasiado entera en sus sentimientos. Pero es un ser sublime. No puedes imaginarte las delicadezas de poesía que hay en ella. Todos los años se va a pasar el día de Difuntos a Brujas. Es un rasgo
bien,
¿verdad? Si llegas a conocerla algún día, ya verás qué grandeza…». Y como estaba imbuido de cierto lenguaje que se hablaba en los medios literarios en torno a aquella mujer: «Tiene un no sé qué sideral, vatídico, inclusive; ya entiendes lo que quiero decir: el poeta que era casi un sacerdote».

Durante todo el almuerzo busqué un pretexto que permitiese a Saint-Loup pedir a su tía que me recibiera sin esperar a que fuese él a París. El pretexto me lo deparó mi deseo de volver a ver cuadros de Elstir, el gran pintor que Saint-Loup y yo habíamos conocido en Balbec. Pretexto en que, por otra parte, había cierto fondo de verdad, puesto que si en mis visitas a Elstir había pedido a su pintura que me llevase a la comprensión y al amor de cosas mejores que ella misma, a un verdadero deshielo, a una auténtica plaza de provincias, a unas mujeres vivas en la playa (a lo sumo le hubiese encargado el retrato de las realidades en que yo no había sabido profundizar, como un camino entre espinos blancos, por ejemplo; no para que me conservara su belleza, sino para que me la descubriese), ahora, en cambio, era la originalidad, la seducción de esas mismas pinturas lo que excitaba mi deseo, y lo que, sobre todo, quería ver era otros cuadros de Elstir.

Me parecía, por otra parte, que sus menores cuadros eran cosa distinta de las obras maestras de otros pintores más grandes, inclusive. Su obra era como un reino cerrado, de fronteras infranqueables, de materia sin par. Coleccionando ávidamente las raras revistas en que se habían publicado estudios acerca de él, me había enterado de que hasta hacía poco no había comenzado a pintar paisajes y naturalezas muertas, que había empezado por hacer cuadros mitológicos (de dos de ellos había visto yo fotografías en su estudio), y que después, por espacio de mucho tiempo, había sido impresionado por el arte japonés.

Algunas de las obras más características de sus diversas maneras se hallaban en provincias. Tal casa de Andelys, en que estaba uno de sus paisajes más hermosos, se me aparecía tan preciosa, me infundía tan vivo deseo del viaje como un villorrio chartrense en cuya piedra arenisca está embutida una gloriosa vidriera; y hacia el poseedor de aquellvatídicoa obra maestra, hacia el hombre que en el fondo de su tosca casa con vistas a la calle Mayor, encerrado como un astrólogo, interrogaba uno de esos espejos del mundo que es un cuadro de Elstir, que a lo mejor habría comprado por unos miles de francos, me sentía impulsado por esa simpatía que une hasta los corazones, los caracteres inclusive de aquellos que piensan de la misma manera que nosotros sobre un punto capital. El caso era que tres obras importantes de mi pintor preferido aparecían designadas en una de aquellas revistas como pertenecientes a la señora de Guermantes. Sinceramente, pues, en fin de cuentas, pude, la tarde en que Saint-Loup me había anunciado el viaje de su amiga a Brujas, lanzarle como de improviso, delante de sus amigos:

—Oye, perdona un momento… La última conversación que tuvimos respecto de la señora aquella de que hemos hablado… ¿Te acuerdas de Elstir, el pintor a quien conocí en Balbec?

—¡Claro que me acuerdo!

—Recordarás mi admiración hacia él.

—Perfectamente, como también la carta que hicimos que le entregasen.

—Bueno, pues una de las razones, no de las más importantes, sino una razón accesoria, por la que desearía conocer a esa señora; bien sabes cuál digo…

—¡Pues no he de saberlo! ¡Cuánto paréntesis!

—…Es que tiene en su casa por lo menos un cuadro de Elstir, hermosísimo.

—¡Hombre!, no lo sabía.

—Elstir estará seguramente en Balbec por Pascua; ya sabe usted que ahora pasa casi todo el año en esta costa. Me hubiera gustado mucho ver el cuadro ese antes de marcharme. No sé si usted estará en relación de suficiente intimidad con su tía: ¿no podría, haciéndome valer a sus ojos con bastante maña para que no se niegue, pedirle que me deje ir a ver sin usted el cuadro, ya que para entonces no estará usted allí?

—Delo usted por hecho, respondo de ella; eso es cosa mía.

—¡No sabe usted cómo le quiero, Roberto!

—Es usted muy amable en quererme; pero también lo sería si me tutease, como me había prometido y como habías empezado a hacerlo.

—Espero que no será su partida lo que está usted maquinando —me dijo uno de los amigos de Roberto—. Mire usted, si Saint-Loup se va con permiso, nada ha de cambiar por ello; aquí estamos nosotros. Acaso sea menos divertido para usted, pero nos tomaremos todo el trabajo que sea preciso para tratar de hacerle olvidar su ausencia.

En efecto, en el momento en que se creía que la amiga de Roberto tendría que irse sola a Brujas, acababa de saberse que el capitán de Borodino, que hasta entonces se mostraba de parecer opuesto, acababa de hacer que se concediese al alférez Saint-Loup una larga licencia para ir a Brujas. He aquí lo que había pasado. El príncipe, orgullosísimo de su opulenta cabellera, era cliente asiduo del principal peluquero de la ciudad, dependiente en otro tiempo del antiguo peluquero de Napoleón III. El capitán de Borodino se llevaba muy bien con el peluquero, porque era, a pesar de sus misteriosos modales, sencillo con los humildes. Mas el peluquero, en cuya casa tenía el príncipe una cuenta atrasada de cinco años, lo menos, cuenta que engrosaban los frascos de
Portugal,
de
Agua de los Soberanos,
las tenacillas, las navajas de afeitar, los suavizadores, no menos que los
shampoings,
los cortes de pelo, etcétera, ponía por encima de aquel a Saint-Loup, que pagaba a pedir de boca y tenía varios coches y caballos de silla. Enterado del apuro de Saint-Loup por no poder acompañar a su querida, habló calurosamente del caso al príncipe, agarrotado por una blanca sobrepelliz, en el momento en que el barbero le tenía con la cabeza derribada hacia atrás y amenazaba a su garganta. El relato de aquellas aventuras galantes de un joven arrancó al capitán-príncipe una sonrisa de indulgencia bonapartista. Es poco probable que pensase en su cuenta, por pagar aún, pero la recomendación del peluquero le inclinaba tanto al buen humor como al malo la recomendación de un duque. Aún tenía llena de jabón la barbilla cuando ya estaba prometida la licencia, que fue firmada aquella misma tarde. En cuanto al peluquero, que tenía la costumbre de alabarse de continuo y, para poder hacerlo, se atribuía, con una facultad de mentira extraordinaria, prestigios completamente inventados, para una vez que prestó un señalado servicio a Saint-Loup no sólo no echó a vuelo su mérito, sino que, como si la vanidad tuviese necesidad de mentir y cuando no había lugar a hacerlo cediese el puesto a la modestia, jamás volvió a hablar del caso a Roberto.

Todos me dijeron que mientras siguiese en Doncières, o en cualquier época que volviera, si Roberto no estaba allí, sus coches, sus caballos, sus casas, las horas que tuviesen libres estarían a mi disposición, y yo sentía que aquellos muchachos ponían de todo corazón su lujo, su juventud, su vigor al servicio de mi debilidad.

—Por lo demás —continuaron los amigos de Saint-Loup después que hubieron insistido para que me quedase—, ¿por qué no ha de volver usted todos los años? Ya ve usted que esta vida le gusta. E incluso se interesa por todo lo que ocurre en el regimiento, lo mismo que si fuese un veterano.

Porque yo seguía pidiéndoles ávidamente que clasificasen a aquellos oficiales cuyos nombres sabía, según la mayor o menor admiración que parecían merecerles, ni más ni menos que antaño, en el colegio, obligaba a hacer a mis compañeros con los actores del teatro francés. Si en lugar de los generales que oía citar siempre a la cabeza de todos, un Gollifet o un Négrier, algún amigo de Saint-Loup decía: «Pero Négrier es uno de los generales más mediocres», y lanzaba el nombre nuevo, intacto y sabroso de Pau o de Geslin de Bourgogne, sentía yo la misma sorpresa dichosa que antaño, cuando los nombres agotados de Thiron o de Febvre eran rechazados por la súbita eflorescencia del inusitado nombre de Amaury. «¿Superior incluso a Négrier? Pero ¿en qué? Póngame usted un ejemplo». Quería yo que existiesen diferencias profundas hasta entre los oficiales subalternos del regimiento, y esperaba captar en la razón de esas diferencias la esencia de lo que constituía la superioridad militar. De uno de los que más me hubiera interesado oír hablar, porque era a quien había visto más a menudo, era del príncipe de Borodino. Pero ni a Saint-Loup ni a sus amigos, si bien hacían justicia en él al oficial bizarro, que aseguraba a su escuadrón un orden incomparable, les hacía gracia el hombre. Sin hablar de él, desde luego, en el mismo tono con que se referían a ciertos oficiales procedentes de la clase de tropa y francmasones, que no trataban a los demás y conservaban respecto de ellos un aspecto huraño de ayudantes, no parecía que incluyesen al señor de Borodino en el número de los restantes oficiales nobles, de los cuales, a decir verdad, incluso en lo que se refería a Saint-Loup, difería mucho en la actitud. Ellos, aprovechándose de que Roberto no era más que un suboficial y de que así su poderosa familia podía darse por contenta con que fuese invitado por unos jefes a los que, de no ser por eso, hubiera desdeñado, no perdían ocasión de recibirle a su mesa cuando se encontraba en ella algún personaje de campanillas capaz de ser útil a un joven sargento de caballería. Sólo el capitán de Borodino no tenía otras relaciones que las del servicio, por lo demás excelentes, con Roberto. Es que el príncipe, cuyo abuelo había sido hecho mariscal y príncipe-duque por el emperador, con cuya familia había entroncado luego por su matrimonio, el príncipe, cuyo padre, después, se había casado con una prima de Napoleón III y había sido por dos veces ministro después del golpe de Estado, sentía que, a pesar de eso, no era ninguna gran cosa para Saint-Loup y la sociedad de los Guermantes, los cuales, a su vez, como el príncipe no se situaba en el mismo punto de vista que ellos, contaban apenas para él. Sospechaba que para Saint-Loup, emparentado con los Hohenzollern, era, no un auténtico noble, sino el nieto de un colono; pero él, en desquite, consideraba a Saint-Loup como al hijo de un hombre cuyo condado había sido confirmado por el emperador —que era lo que se llamaba en el barrio de Saint-Germain los
condes rehechos
— y que había solicitado de aquél un gobierno civil, y luego tal otro puesto situado muy bajo, a las órdenes de S. A. el príncipe de Borodino, ministro de Estado, a quien se daba tratamiento de monseñor por escrito y que era sobrino del soberano.

Más que sobrino, acaso. La primera princesa de Borodino pasaba por haber tenido ciertas complacencias para con Napoleón I, a quien siguió a la isla de Elba, y la segunda para con Napoleón III. Y si en la plácida faz del capitán se encontraba de Napoleón I, ya que no los rasgos naturales del rostro, por lo menos la majestad estudiada de la máscara, el oficial tenía, sobre todo en la mirada melancólica y bondadosa, en los bigotes caídos, algo que hacía pensar en Napoleón III, y de manera tan sorprendente, que, como hubiera solicitado después de Sedan que se le permitiese ir al lado del emperador, y como hubiese sido despedido por Bismarck, a cuya presencia lo habían llevado, este último, al alzar por casualidad los ojos hasta aquel joven que se disponía a alejarse, se sintió súbitamente impresionado por el parecido, y, cambiando de parecer, lo mandó llamar y le concedió la autorización que como a todo el mundo acababa de negarle.

Si el príncipe de Borodino no quería ser el que diese los primeros pasos hacia Saint-Loup y los demás miembros de la sociedad del barrio de Saint-Germain que estaban en el regimiento (mientras que invitaba con gran frecuencia a dos tenientes de clase baja, amables en su trato) era porque, como los consideraba a todos ellos desde lo alto de su imperial grandeza, establecía entre aquellos inferiores la diferencia de que unos sabían serlo, y él, por su parte, sentíase encantado de frisar con ellos, ya que, bajo sus majestuosas apariencias, era hombre de humor sencillo y jovial, al paso que los otros eran inferiores que se tenían por superiores, cosa por que el príncipe no pasaba. Así, mientras que todos los oficiales del regimiento mimaban a Saint-Loup, el príncipe de Borodino, a quien aquél había sido recomendado por el mariscal X…, se limitó a mostrarse atento con él en los actos del servicio, en el que, por lo demás, el comportamiento de Saint-Loup era ejemplar; pero no lo recibió nunca en su casa, fuera de una circunstancia particular en que se vio en cierto modo forzado a invitarle y, como fue durante mi estancia en Doncières, le pidió que me llevase consigo. Aquella noche, viendo a Saint-Loup a la mesa de su capitán, pude discernir fácilmente hasta en las maneras y en la elegancia de cada uno de ellos la diferencia que había entre ambas aristocracias: la antigua nobleza y la del Imperio. Nacido de una casta cuyos defectos, aun cuando los repudiase con toda su inteligencia, habían pasado a su sangre, y que, por haber dejado de ejercer una autoridad real desde hace un siglo por lo menos, ya no ve en la amabilidad protectora que forma parte de la educación que recibe otra cosa que un ejercicio, como la equitación o la esgrima, cultivado sin finalidad seria, por mera diversión, frente a los burgueses a quienes esa nobleza desprecia suficientemente para creer que su familiaridad les halaga y que su descortesía les honraría, Saint-Loup estrechaba amistosamente la mano de cualquier burgués que le presentasen y cuyo nombre acaso no había oído, y al hablar con él (sin cesar de cruzar y descruzar las piernas, se retrepaba en su asiento, en una actitud de abandono, cogiéndose el pie con la mano) le llamaba
querido.
En cambio, como procedente de una nobleza cuyos títulos conservaban todavía su significación, provistos como seguían estando de ricos mayorazgos que recompensaban gloriosos servicios y refrescaban el recuerdo de altas funciones en las que se ejerce mando sobre muchos hombres y en las que es preciso conocer a los hombres, el príncipe de Borodino —si no distintamente y en su conciencia personal y clara, cuando menos en su cuerpo, que lo revelaba en sus actitudes y en sus modales— consideraba su rango como una prerrogativa efectiva; a los mismos plebeyos a quienes Saint-Loup hubiera dado un golpecito en el hombro y cogido del brazo, el príncipe se dirigía con majestuosa afabilidad, en que una reserva llena de grandeza atemperaba la bonachonería sonriente y de una altanería deliberada. Debíase esto, sin duda, a que estaba menos alejado de las grandes embajadas y de la corte, donde su padre había ocupado los cargos más elevados, y donde los modales de Saint-Loup, con el codo puesto sobre la mesa y cogiéndose el pie con la mano, hubieran sido mal recibidos; pero, sobre todo, se debía a que despreciaba menos a la burguesía, porque era el gran depósito de donde había sacado el primer emperador sus mariscales, sus nobles, y en que había encontrado el segundo un Fould, un Rouher.

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