—¿Qué es todo esto? —gritó el monje.
—Una treta para acceder a la enfermería —explicó el venerable.
El monje volvió a dejar a Serval en el suelo.
—¿Se puede saber dónde radica su poder?
—Al parecer, guardamos un secreto —respondió el venerable.
—¿Cuál?
—Ninguno. En las SS se lo inventan todo.
El monje se rascó la barba, incrédulo.
—¿Sabe quién manda en este campo?
—Nos hemos tenido que ver con el comandante, con su ayudante de campo y un jefe de las SS que nos acompañó desde Compiègne. No sé sus apellidos ni sus grados exactos. Sólo conozco los nombres del ayudante de campo y del jefe, Helmut y Klaus. Hablan un francés perfecto, sin acento.
—Normal. Estos agentes de las SS son de una calaña un tanto especial —indicó el monje—. Pertenecen a la Aneherbe, un cuerpo especial encargado de ocuparse de los poderes psíquicos y de quienes los poseen. Tienen su propia jerarquía y libran su propia guerra. Así que, señor Branier, usted no es un ciudadano cualquiera. Como tampoco lo son sus seis camaradas. Aquí, hay que jugar limpio, o estamos perdidos. Le repito: ¿cuál es su secreto?
—Ocúpese primero de mi amigo Jean Serval. Ya hablaremos luego. Si los alemanes vienen a echar un vistazo, deben ver a un enfermo.
La ira anidó en el rostro del monje. Si no fuera porque era un hombre de Dios, habría sacudido de buena gana a aquel joven huraño que no daba su brazo a torcer y hasta se atrevía a tomarle el pelo.
—Por allí —ordenó el monje a Jean Serval—. Estírese y espere.
Al fondo de la enfermería, había una veintena de literas dispuestas en cuatro hileras. Una sola sábana por enfermo, aunque la temperatura no superara los diez grados centígrados. Jean Serval se acomodó en una litera baja.
Al venerable le asombró la pulcritud del local. El monje tenía que hacer un trabajo de titanes para mantener aquel hospital improvisado. El coloso acompañó a François Branier a un cuartucho en el que había instalado un jergón, demasiado corto para que él pudiera estirar las piernas. Un techo bajo y paredes que rezumaban humedad. Era el rincón más incómodo de la enfermería. El monje se había llevado la vela y había dejado a los enfermos reposar en la oscuridad.
—¿Tiene medicamentos? —preguntó el venerable.
—Un pequeño botiquín, con aspirinas y desinfectantes. Los agentes de las SS están mejor equipados. No descarto desvalijarlos discretamente un día de estos. He logrado hacer milagros con las plantas. Y no pararé. Dios no nos abandonará.
—Ojalá lo escuche…
—¿Cómo se atreve a ponerlo en duda?
Las cejas del monje se arquearon.
—Mis seis hermanos y yo somos masones. Yo realizo la función de venerable en la logia. Se llama «Conocimiento», y trabaja en honor del Gran Arquitecto del Universo.
Un largo silencio siguió a esta declaración. El monje se quedó petrificado, en estado de choque. El venerable esperaba su reacción con paciencia. Conocía la hostilidad que profesaban los hombres de la Iglesia a la masonería. Pero se sentía obligado a decir la verdad sin tapujos. Ahora más que nunca, había que identificar a aliados y adversarios.
—De camino hacia aquí —dijo al fin el monje—, sabía que me reuniría con el diablo. Pero no sabía qué forma adoptaría.
El monje se sentó en el reborde del jergón. El venerable hizo lo propio. Los dos hombres se encontraban casi el uno junto al otro, mirando en la misma dirección.
—El diablo… ¿No está yendo muy lejos?
—A Dios no le gustan los matices. Vomita las medias tintas.
—Respecto a los hermanos de mi logia, no tiene nada que temer.
—¿Porque son fanáticos?
—No. Hombres que lucharán hasta el final por su ideal y su verdad.
—Dios es la verdad.
—Todo depende del concepto que uno tenga de Dios —dijo el venerable—. Ahora hay algo más importante que eso… ¿luchamos juntos o por separado?
El monje entrecruzó los dedos, haciendo crujir los nudillos.
—Yo no pacto con el enemigo.
—¿El enemigo, yo? Permítame decirle, padre, que desvaría.
—Por muy venerable que sea, me parece que le voy a romper la cara.
—Pues será una lástima para los dos. Porque no tengo intención de ofrecerle la otra mejilla.
La determinación del venerable sorprendió al monje.
—¿Se zampa usted al cura?
—Demasiado indigesto, padre.
—¿Ni siquiera es usted cristiano?
—No entraré en eso… usted está con Dios; y yo, con el Gran Arquitecto del Universo. No tienen por qué librar un combate.
—Exacto. Dios existe; y el Gran Arquitecto del Universo, no. Es sólo una imagen.
—¿No me está diciendo que caminemos cogidos de la mano?
—¿Ha olvidado que está excomulgado?
—Aquí, sí.
—El lugar poco importa. Pertenece usted a una secta que conspira contra la Iglesia. Ha calumniado a los sacerdotes, ha hecho que expulsen a los monjes que vivían pacíficamente en sus conventos, ha insultado a Dios. ¿Y quiere que le dé la mano?
—La fe no debe cegar a nadie. Algunos obispos han caído en la trampa. Han prestado oídos a cualquier calumnia y a cualquier propaganda antimasónica. En este absurdo partido, amañado, entre Iglesia y Masonería, los adversarios de ambos campos han rivalizado en bajeza. Mientras ellos se enfrentaban, el materialismo, el fascismo y la locura han podido crecer en absoluta quietud. Los dos somos responsables de esta guerra y de sus horrores, padre. Su Iglesia y mi Masonería han traicionado su misión.
—Filosofía barata. La Iglesia nunca se ha apartado de su camino.
—¿No será que olvida algunos genocidios cometidos en el nombre de Dios?
—Un ateo como usted no entiende de Historia. Los designios de Dios se cumplen gracias a nosotros y pese a nosotros.
—Filosofía fácil. La verdad iniciática, ésa sí que nunca se ha apartado de su camino. Poco importa que los masones lleven a cabo la iniciación. Existe más allá de nuestras debilidades. Y no ha ordenado la masacre de nadie en nombre de un dogma.
La puerta de la enfermería se abrió, y dejó entrar un aire gélido. Apareció Klaus, el jefe de las SS. Echó un vistazo a los enfermos, y sorprendió al monje y al venerable en el cuartucho.
—¿Nuestro enfermo masón se encuentra mejor? —preguntó dirigiéndose al monje.
—Tres días de reposo y tisanas —refunfuñó fray Benoît.
—Usted y el venerable Branier juntos… ¿se han puesto ya de acuerdo? ¿Cuál de los dos dirigirá la enfermería?
El venerable bajó la mirada hacia sus propios zapatos. Habló el monje.
—Aquí hay trabajo para los dos. Demasiados enfermos. Clima hostil y comida infecta. Temo que se declare una epidemia. Y no le perdonará la vida a nadie.
El monje no tenía fama de bromista. Klaus había tenido ocasión de constatar su eficiencia. El comandante del campo había prohibido que lo maltrataran antes de que hubiera revelado el alcance de sus poderes. Una epidemia… no había peligro mayor. Ningún agente de las SS tenía formación médica suficiente para apreciar la gravedad de la situación. El Aneherbe los había instruido en otras disciplinas. Sabían diseccionar la mente y torturar el cuerpo, pero no cuidarlos. Era imposible esperar que la administración nazi enviara un médico.
—Haga lo necesario. Quiero un informe diario.
El jefe de las SS abandonó la enfermería a paso ligero, como si huyera de los apestados. La puerta se cerró.
—Me alegro de haber formalizado nuestra alianza —dijo el venerable.
—No se haga ilusiones —contestó el monje—. No tengo la menor intención de colaborar con usted. Sencillamente, impediré que se salga con la suya. Ese imbécil de las SS ha interrumpido nuestra conversación en el momento en que usted afirmaba barbaridades.
—¿Cómo cuáles?
—Mañana será otro día. Ahora tenemos que dormir. Aquí, eso es esencial para mantener el tipo. Usted no está enfermo, así que no tiene derecho a una litera. Este cuartucho es más que confortable para un venerable.
—¿Y usted? ¿Dónde dormirá?
—Delante de la puerta. Si viene un SS, seré el primero en saberlo.
El venerable se estiró y cayó rendido por el sueño. La fatiga le retorcía los músculos. Como cada noche en el instante en que alcanzaba un vacío reparador, pensó en sus hermanos. Vio a cada uno de ellos y les habló en silencio, intentando transmitirles su resquicio de esperanza.
Cuando cerró los ojos, percibió el corpachón del monje tumbado ante la puerta. Estaba seguro de que ni mil agentes de las SS tendrían la fuerza suficiente para desplazarlo.
Una mano sacudió al venerable. Cuando éste abrió los ojos, esperaba descubrir una cama mullida, inundada de luz, y percibir el olor a café humeante. Pero allí sólo estaba la siniestra enfermería de la fortaleza nazi y el semblante austero del monje.
—Es tarde. Levántese.
—¿Qué hora es?
—Según mis cálculos, el sol ya hace un buen rato que ha salido. Tenemos trabajo que hacer. Para las necesidades fisiológicas, ahí están los cubos, en el rincón. Los vaciaremos cuando los agentes de las SS nos lo permitan.
El venerable se desperezó. El monje lo observó como a un mal alumno.
—Debería hacer más ejercicio, venerable. Lleva usted una vida demasiado sedentaria.
François Branier miró fijamente a los ojos.
—Llevo más de dos años sin dormir en la misma cama. He recorrido miles de kilómetros por toda Europa. He viajado en todos los medios de transporte imaginables. ¿Y a eso lo llama falta de ejercicio?
Una sonrisa franca iluminó el rostro del monje.
—No se ofenda, venerable. Es usted muy susceptible. Sigo pensando que un poco de gimnasia le hará mucho bien. En el monasterio, tenemos una técnica sencilla para no oxidarnos. Mire.
El monje inspiró y expiró profundamente; luego, con las manos en las caderas, hizo girar rápidamente el cuerpo. A continuación, se tocó los pies diez veces con las manos, manteniendo las piernas estiradas.
El venerable se encogió de hombros.
—Le aconsejo que haga esto cada día. Reúnase conmigo al fondo. Hay un enfermo que me preocupa.
El venerable esperó a que el monje estuviera lejos de su vista para intentar tocar él también los pies con las manos. Pero se vio obligado a doblar las piernas. Exasperado, abandonó y se dirigió a la cabecera de un anciano con ronquera.
—Un astrólogo de Niza —explicó el monje—. Un ruso blanco. Había vaticinado el estallido de la guerra, pero se equivocó respecto a su propio destino.
El venerable examinó al astrólogo. Ni siquiera podía hablar.
—Ya sólo podemos dejar que descanse en paz —concluyó el venerable en voz baja cuando se reunió con el monje en el cuartucho, donde el coloso preparó una decocción de plantas que luego él machacaría en un tazón con ayuda de una maja.
—¿Ése es su diagnóstico?
—Desgraciadamente…
—Pues yo no estoy de acuerdo. Este anciano tiene vida en el cuerpo. Hiberna. Puede aguantar mucho tiempo así.
—¿Y Serval? ¿Por qué se pasa el día durmiendo? Lo he sacudido al pasar, pero no se ha despertado.
—Normal —respondió el monje—. Le he hecho ingerir una droga vegetal. Me basta con un masón despierto. Debe parecer enfermo. Además, eso le calmará los nervios.
El venerable no tuvo tiempo de decir al monje lo que pensaba de sus métodos. Klaus, el jefe de las SS, irrumpió en la enfermería.
—Informe —exigió—. ¿Y la epidemia?
—Hay dos casos sospechosos —contestó el monje, sin dejar de preparar la decocción. Es una especie de difteria.
—¿Qué opina usted, doctor Branier?
—Hipótesis probablemente acertada.
—Quiero que salgan de dudas, y rápido —exigió Klaus.
—Necesito más hierbas replicó el monje.
—Por supuesto —aprobó Klaus—. Pero ahora los dos trabajan juntos. Usted salió hace dos días, fray Benoît. Le toca al venerable.
El monje soltó la maja y se volvió hacia el jefe de las SS.
—Él no tiene ni idea. Me traerá otras hierbas.
—Ya aprenderá… ¡A cada cual su turno, es una orden! Usted sale demasiado, fray Benoît. Cualquiera diría que está urdiendo un plan para huir…
La mirada del monje permaneció enigmática.
—Como quiera. Venerable, recoja todas las hierbas que pueda adonde lo lleven. Luego ya las escogeremos.
François Branier gratificó al benedictino con una amistosa palmadita en la espalda izquierda.
—Está claro que no me considera un médico excelente, padre, pero todavía recuerdo algo de herboristería… Cuide bien de los enfermos.
Al salir de la enfermería flanqueado por agentes de las SS, el venerable miró en dirección al barracón rojo. Habían tapiado las dos ventanas. El patio de la fortaleza estaba vacío.
—Yo necesitaría material médico —dijo el venerable al jefe de las SS.
—Eso no es asunto mío.
—¿Quién manda aquí?
—El comandante del campo.
—Entonces, pregúntele a él.
—Tengo estrictas consignas, venerable. Si usted quiere algo, precisa una moneda de cambio.
El aire de la mañana era cortante; el cielo, azul claro, sin nubes. En el viento, fragancias de primavera; la vida que renacía; las ganas de gritar para despertar de la pesadilla, para espantar a aquellos murciélagos de uniforme negro.
—Está bien. Lo preguntaré.
El jefe de las SS miró al venerable con desdén. Lo abandonó en medio del patio y se dirigió hacia la torre central, en la que entró.
Los agentes de las SS que vigilaban a François Branier lo ignoraban. Eran como piedras. El venerable recordó la observación del jefe: en sus expediciones para la recolección de plantas, el monje seguramente había urdido un plan de evasión. ¿Por qué también dejaban salir al venerable de la fortaleza? ¿Para deshacerse discretamente de él, para privar a la logia de su jefe?
Al cabo de unos minutos, François Branier fue llevado ante el comandante, siempre acompañado de su ayudante de campo. En el despacho reinaba una temperatura agradable.
—¿Quería verme, venerable?
—Necesito sulfamidas, analgésicos…
—Yo no me ocupo de cuestiones de intendencia —lo interrumpió el comandante—. Procuro sólo lo esencial, venerable. Todo lo demás me deja indiferente.
—¿Dispone de productos que yo pueda necesitar?
El comandante miró a su ayudante de campo, que asintió con la cabeza.