El monje y el venerable (11 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Esoterismo, Histórico, Intriga

BOOK: El monje y el venerable
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Fray Benoît dejó de desgranar el rosario.

—¿Qué ocurre?

—Levántese.

—Sólo obedezco a Dios. Si quiere pegarme, hágalo. Pero me gustaría saber por qué.

—El comandante de la fortaleza me ha hablado de su informe. Se habrá divertido usted conmigo.

—¿Qué informe?

—Deje de fingir. En pie.

El monje se levantó despacio y se alisó el sayal.

—Cabrón… ¿eso ha dicho?

—Es el papel que ha interpretado.

La barba del monje se estremeció.

—Y usted ha sido lo bastante estúpido para creer a un oficial nazi… Es el tipo más miserable que he conocido, venerable… ¿Quién podría venerarlo?

El cara a cara se eternizó. Cada uno esperaba a que el otro arrojara la primera piedra.

—Le pido disculpas —dijo François Branier, sin bajar la mirada.

El monje se encogió de hombros y tomó asiento.

—Normal, para un infiel.

El venerable hizo lo propio.

—Confío totalmente en mis hermanos. Hemos pasado por la misma iniciación; por las mismas pruebas. Somos nosotros los que estamos en el centro del infierno, no usted. Y aunque eso no disculpa mi error, sí lo explica.

—Le falta fe. Está acostumbrado a dudar del prójimo, cuando ni siquiera usted ve con claridad. Igual que su Gran Arquitecto del Universo duda de su creación. Si yo me atreviera a…

—¿No le basta con mi arrepentimiento?

La sonrisa interior asomó al rostro del monje.

—El pasado me trae sin cuidado. Hagamos una apuesta, venerable.

François Branier contempló al monje, intrigado.

—Tiene derecho a negarse. Seguramente habría logrado convertirlo. Tengo por delante toda la eternidad. Pero aquí el tiempo está contado. Por eso recurro a una apuesta. Siempre y cuando tenga usted el coraje de cuestionarlo todo.

El venerable se preguntaba a dónde quería ir a parar el monje. Pero había decidido que ya no había marcha atrás, corriera el riesgo que corriera. Tal era el precio de su error.

—¿De verdad cree usted en su Gran Arquitecto del Universo?

—Es mucho más que una creencia. El Gran Arquitecto del Universo es el principio de toda vida.

—Para mí, eso es Dios. Creo en él. Sé que me ayudará a salir vivo de aquí. Por demostrar que la fe tiene sentido. No es vanidad, venerable. Es un acto de amor. Cuando amaine la tormenta, cuando Dios me haya permitido recuperar la libertad, le construiré una capilla. Y usted sabrá que se había equivocado. Sabrá que el Gran Arquitecto del Universo no existe.

—Acepto la apuesta. Si el Gran Arquitecto del Universo me permite volver a ver la luz, le construiré una logia. Entonces sabrá usted que estaba equivocado. Deme su mano derecha, con la palma abierta.

El monje obedeció. El venerable le estrechó la mano, a la manera de los antiguos, para sellar el pacto.

—Juro que respetaré las condiciones de nuestro compromiso mutuo.

—Yo también lo juro —afirmó el monje, estrechándosela a su vez—. Cuando mi capilla esté acabada, rezaré por usted, esperando que el Señor se digne a abrirle los ojos en el más allá.

—Su Dios es muy amenazador… El Gran Arquitecto no recompensa, pero tampoco castiga. Está con quienes obran en su nombre. Honraré su recuerdo cuando mis hermanos y yo celebremos nuestra primera sesión en nuestra nueva logia.

El monje parecía afligido.

—Siento haber llegado a una solución tan radical… pero su Gran Arquitecto es sólo una ilusión espiritual. Lo entenderá en el momento de su muerte, estoy seguro. Entonces, vuélvase hacia Dios. Tal vez él lo acoja en su seno. Su bondad es infinita.

El venerable parecía tan triste como el monje.

—Eso sería tan sencillo… Un acto de fe, y todo quedaría dicho. El Gran Arquitecto sólo se revela a quienes han seguido el camino de la iniciación. Lo entenderá cuando su fe lo abandone. Pero puede que entonces sea demasiado tarde para entrar en el templo.

—No importa —replicó el monje—. Al vestir este sayal, he entrado ya en el templo del Señor. Será mi mortaja. No necesito nada más.

—Usted ha decidido abandonar el mundo, enclaustrarse en un monasterio, rezar, trabajar en el interior de su comunidad… Yo también he tenido la tentación. Pero he elegido otra vida. La más difícil. Estar a un tiempo dentro y fuera de un templo. Transmitir al exterior lo que me ha sido transmitido en el interior.

—¿Se cree usted capaz de cambiar el mundo, venerable?

—¿Por qué no? Al menos, capaz de demostrar que es posible… como Juan Bautista, el testigo de la luz.

Al monje no le gustó la comparación. Se disponía a maldecir una vez más al venerable por sus blasfemias, cuando la puerta de la enfermería se abrió y dejó entrar una corriente de aire gélido en el cuartucho. Varios agentes de las SS entraron, nerviosos. Hicieron que el monje y el venerable se levantaran.

—Fuera. Rápido.

Un escalofrío recorrió al venerable. Iban a ejecutarlos fríamente al caer la noche. No volvería a ver a sus hermanos.

Los llevaron ante el barracón de los lavabos donde otros agentes de las SS formaban un círculo. Entre ellos se encontraba Klaus, el jefe.

—¡Miren! —ordenó.

El círculo se abrió. El monje y el venerable vieron a un hombre tumbado en el suelo, con los ojos abiertos y un hilito de sangre corriéndole por la sien.

—Pierre…

El venerable había murmurado el nombre de su hermano. Para sí mismo, para la logia. Sabía que estaba muerto, incluso antes de inclinarse sobre él. Pierre Laniel, maestro masón de la logia «Conocimiento» había dejado de sufrir. El venerable apoyó una rodilla en el suelo, le cerró los ojos y le trazó el signo de la escuadra a la altura del corazón.

—El detenido agredió al intendente —comentó el jefe de las SS, alterado—. Ha tenido su merecido.

François Branier se puso en pie. Lloraba por dentro.

Devolvieron al monje y al venerable a la enfermería. A éste último, el trayecto le pareció interminable. Cuando la puerta se cerró, hundió la cara entre las manos y apoyó la frente en una pared. El monje se le acercó.

—Venerable, nada me parece más insoportable que dar el pésame… Solamente quiero que sepa… que he bendecido el cuerpo de su hermano.

—Pierre Laniel se ha comportado como un loco asesino.

El comandante del campo había dicho esto sin dejar de leer el informe que tenía delante. François Branier estaba de pie ante su mesa, flanqueado por Klaus, el jefe de las SS, y por Helmut, el ayudante de campo.

El venerable estaba petrificado.

La muerte de un hermano… el momento en que lo insoportable invade la piel, el vientre; en que la vida pierde su sabor. Pierre Laniel… El compañero de batallas, el hombre de la sombra que había abolido toda ambición personal para servir a la logia, el buscador incansable y preciso, el que exigía la perfección en todo sin imponer nada a nadie.

Laniel que, como los demás hermanos de «Conocimiento», había prestado juramento la noche de su primera iniciación: «Prometo derramar hasta la última gota de mi sangre para defender a la comunidad iniciática que me da la vida». Un juramento que algunos habrían considerado formal y que había entrado en vigencia aquella noche glacial, lejos de la humanidad, lejos de la luz.

—Su hermano Laniel provocó a mi intendente —prosiguió el comandante—. Perdió los nervios de la manera más estúpida, y eso me sorprende en un maestro de su logia…

El venerable apenas escuchaba las palabras de la acusación, pronunciadas en un tono acolchado. Intentaba no alejarse de Pierre Laniel, no abandonar aquella mano que tantas veces había estrechado en la cadena de unión.

—Me complace recordarle, venerable, que usted y sus hermanos son presos totalmente privilegiados. Me resulta imposible hacer que lo trasladen de inmediato a un campo de reeducación en régimen severo; y, por supuesto, en orden disperso. Aquí, están juntos y gozan de una detención simple. Su despacho está listo, venerable. Lo acompañarán. Siga mostrándose cooperativo. No existe otra manera de salvar la vida de sus hermanos. ¿Entendido?

El comandante no logró atraer la mirada del venerable. Se preguntaba si el jefe de la logia «Conocimiento» también se había hundido, si había quedado reducido a un espectro. Estaba ya tan cerca de su objetivo… Pero puede que sólo fuera una reacción momentánea. Con el tiempo, François Branier se vería obligado a volver a la realidad. Un venerable no podía naufragar en la primera mar de fondo, ni aunque fuera la muerte de un hermano.

El comandante no perdió la esperanza.

Los supervivientes de la logia «Conocimiento» contemplaron su botín a la luz de una cerilla con la que el aprendiz Jean Serval encendía una vela robada de la enfermería. Guy Forgeaud había vaciado en el suelo del barracón todo el contenido del saco de yute, fruto de su expedición: llaves inglesas, regla metálica y martillo. Los hermanos fueron tocando el metal frío uno tras otro, como si se tratara del oro más puro.

—Nunca más veremos al venerable —afirmó Guy Forgeaud, al tiempo que acariciaba una llave—. Quieren eliminarnos uno a uno. Con esto, al menos podremos morir dignamente.

Dieter Eckart, que ocupaba el más alto cargo de la logia en ausencia de François Branier, no intervino. No tenía palabras para aplacar la fría cólera de su hermano. Conocía perfectamente a Forgeaud. Sabía que iría hasta el final si nada se lo impedía.

—Si utilizas esto contra las SS —avanzó el compañero André Spinot, el óptico—, al menos hay que contar con un plan de evasión. De lo contrario, será un suicidio.

—No tengo la intención de suicidarme —replicó Guy Forgeaud—. Pero no puedo actuar solo.

Raoul Brissac, el compañero picapedrero, se implicó en la conversación. Al igual que Guy Forgeaud, ya estaba harto de la inacción. De perdidos al río… más valía que los torturadores no salieran indemnes de la última lucha de «Conocimiento».

Dieter Eckart guardó silencio.

El ayudante de campo hizo pasar al venerable a «su» despacho, en la segunda planta de la torre. Un cuarto sin ventanas, de techo bajo. Dentro había una silla y una mesa con folios y una pluma.

—Instálese aquí y escriba —ordenó el ayudante de campo—. Vendré a recogerlo dentro de unas horas.

La puerta se cerró, y la llave dio una vuelta en la cerradura. El venerable se quedó de pie durante un buen rato. Curiosamente, este rincón le apareció como un remanso de paz y de libertad. A solas consigo mismo, con el espíritu de su logia, por fin iba a poder recuperarse.

La estancia le recordaba al lugar simbólico que los masones llaman «gabinete de reflexión», allí donde empieza la existencia iniciática. Tras haber sufrido las tres «encuestas» en las que los hermanos de la logia lo habían interrogado sobre su vida y su manera de pensar, el profano Branier había afrontado la prueba a ciegas. Sentado en una silla, con los ojos vendados y sin saber dónde se encontraba, había tenido que responder a multitud de preguntas. Después había vuelto a su casa sin saber si lo habían aceptado. Al cabo de tres días y tres noches sin dormir, François Branier había recibido una llamada telefónica. El proceso seguía su curso. Pronto recibiría la primera iniciación, la del grado de aprendiz.

Aquella noche llovía. Llevaba casi una hora esperando en la acera, ante un edificio del distrito 17 de París, hasta que un anciano había venido a buscarlo. Sin mediar palabra, lo había llevado a un sótano y lo había encerrado en un habitáculo cuadrado. Encima de una mesa, tres copelas con sal, azufre y mercurio; en la pared, un gallo, una inscripción alquímica y un llamamiento al despertar del ser interior del hombre. Branier había redactado un «testamento filosófico» en el que exploraba su pasado sin indulgencia, consciente de que su vida de hombre era sólo una obra inacabada, desordenada, incompleta. De la iniciación esperaba una luz, otra perspectiva.

No lo habían decepcionado. A lo largo de los años, había tenido muchas revelaciones: tantas búsquedas apasionantes, tantas emociones compartidas con sus hermanos, tantas responsabilidades que asumir para respetar y vivir la Regla del Gran Arquitecto del Universo. Hasta el instante en que los maestros le habían confiado el cargo de venerable.

La soledad de un hombre cuya función era vehicular la expresión de una comunidad… Ésa era la dolorosa paradoja a la que ahora se enfrentaba François Branier. Sin su venerable, la comunidad se encerraba en sí misma, no evolucionaba. Tenía que reunirse con sus hermanos a toda costa para celebrar un ritual, para que pudieran huir todos juntos por el camino de los símbolos.

El venerable se acomodó en la mesa de tortura donde el único instrumento destinado a hacerle sufrir era una pluma de oro.

A François Branier no le gustaba escribir. Redactar una receta ya era todo un desafío. En este caso se le pedía que formulara la Regla, que rompiera su juramento, que ofreciera el más preciado tesoro a una banda de locos criminales.

Lo más difícil de sobrellevar era la separación de los hermanos de la logia. Juntos, en la misma prisión, y sin embargo tan lejos… El venerable temía por ellos. ¿Cómo los trataban? ¿Qué crueldades se les infligían? ¿Qué había intentado realmente Pierre Laniel? Conocía demasiado bien a los iniciados de «Conocimiento» para suponer ni por un instante que permanecerían pasivos, de brazos cruzados, esperando a que los ejecutaran como corderitos. Sin duda, estaban convencidos de que nunca más verían a su venerable, seguros de que la logia vivía su desenlace y de que más valía morir en el intento de evadirse.

El venerable anotó en lo alto del folio «Año de verdadera luz 5944», y tituló el documento: «Testamento de la logia "Conocimiento", en el Oriente de…». Se interrumpió. El Oriente era el lugar geográfico en el que una logia se reunía. Pero también era el enclave mágico en el que, juntos, los hermanos hacían reaparecer la luz. Indudablemente, el venerable jamás sabría cuál era el oriente geográfico de esta fortaleza nazi; así que escribió: «En el Oriente de una montaña de primavera». Luego siguieron las primeras frases que debía cambiar por la vida de sus hermanos:

«Ésta es, sin lugar a dudas, la última manifestación de la Regla sobre tierras de Occidente; antes de que desaparezcan hombres que han consagrado su vida a la iniciación. La Regla se ha transmitido de templo en templo, de obra en obra, de generación en generación, para que el hombre siga afianzando. Hoy en día, la noche ha velado nuestro mundo. Lo devora todo con su avidez. Todo, menos esta Regla que es el único instrumento de creación».

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