—Suba —ordenó a Branier el hombre de la Gestapo, mientras lo arrastraba hacia el último vagón del convoy, dividido en varios compartimentos mediante tabiques de madera.
El venerable ocuparía el angosto compartimento del medio. Tendría la suerte de viajar solo, porque los deportados iban hacinados en las peores condiciones.
El venerable se sentó en el suelo cubierto de paja húmeda. Un fuerte olor hizo que se le contrajeran las narinas. La puerta se cerró, y él quedó sumido en la oscuridad. El tren se estremeció. Eran las tres de la madrugada.
Branier advirtió que le habían dejado allí el abrigo, el traje y la corbata, como si aquél fuera un viaje de placer. No tenía miedo de morir. Tenía miedo de sufrir, como cualquiera; pero había aprendido a dominarlo. Lo que en verdad temía era revelar el secreto. Por debilidad. Por lasitud. Porque su espíritu se perdería en la noche, porque su cuerpo torturado clamaría piedad, porque la muerte no llegaría a tiempo para liberarlo. Desaparecer sin haber designado un sucesor sería el peor de los suplicios.
Precisamente la noche en que fue detenido, François Branier debía iniciar a su sucesor como venerable maestro y confiarle el secreto del Número.
No tenía sueño. Los recuerdos le venían a la memoria. La infancia feliz en un pueblecito de Saboya, el «traslado» a París, los años como estudiante de medicina, el encuentro con la que luego sería su esposa, la pasión por la lectura… esa pasión que, tras agotadoras jornadas de consulta, le hacía devorar enormes libracos sobre los misterios de la Antigüedad, las esculturas de la Edad Media, la geometría sacra; quizá fuera un refugio para evadirse de un mundo loco, pero ante todo supuso el descubrimiento de leyes eternas sin las cuales el hombre se convierte en un ser inferior a los animales. François Branier había oído hablar de la masonería. Le tenía pavor por sus enredos, por su mentalidad política y pequeño burguesa, por sus falsos secretos. Le habían pedido que se hiciera miembro de una de las grandes «obediencias» diez veces, veinte veces. Él había rechazado secamente estas lamentables propuestas en que sólo contaban el importe de las cotizaciones, la ambición social, los contactos, los títulos rimbombantes.
Unos días después de la muerte de su esposa, el drama más espantoso de su vida del que jamás se llegó a reponer, Branier había atendido a un anciano profesor de francés. No le quedaba mucho tiempo de vida, y él lo sabía.
El paciente se había quedado más de tres horas en compañía del médico, que lo había cuidado a la hora de cenar. Habían hablado de todo, menos de masonería. Al día siguiente, Branier había solicitado el ingreso en la logia de la que el anciano profesor era venerable.
Una asamblea heterogénea en la que se confrontaban múltiples tendencias. Cuando el anciano ya había pasado al Oriente eterno, Branier había sido ascendido al grado de maestro. Dedicaba a la logia todo su tiempo libre, y así llegó a redescubrir los «antiguos deberes» practicados antes de que la masonería se hundiera en el materialismo y el mercantilismo. Llegado el momento, Branier fundó la logia «Conocimiento», ubicada en el Oriente de París, que aglutinaba algunos hermanos de excepción.
«Conocimiento» fue duramente criticada por las autoridades administrativas de la masonería. Se tachó a la logia de elitismo, de intelectualismo. Pero, en el fondo, era temida. Sus poderes causaban espanto. El venerable Branier supo que había hecho bien en emprender este camino cuando, la noche de San Juan del invierno de 1936, un hermano venido de Alemania le confió los archivos y el secreto del Número. Las logias alemanas eran perseguidas por el nazismo triunfante. Los tres hermanos que ostentaban los verdaderos tesoros de la Orden estaban amenazados de muerte. A la logia de Branier, que se mantenía al margen de infructuosos debates, la habían considerado digna de recibir el depósito más sagrado de la masonería iniciática. En un principio, Branier se había negado. No se sentía preparado. Su logia era demasiado joven, demasiado inexperta. Pero enseguida se dejó convencer por su interlocutor. En realidad, no tenía elección… Un mes después, el emisario alemán moría ejecutado. Lo habían detenido en una redada y luego lo habían torturado; pero él no había confesado.
Desde entonces, el venerable ya nunca más disfrutaría de un segundo de reposo. Había viajado por toda Europa, sirviéndose de las redes de resistentes, de las asociaciones de médicos y de sus amistades. Había organizado numerosas reuniones, todas ellas en distintos lugares, para instruir a los hermanos dispersos en las tareas que les esperaban.
La guerra había estallado. Branier ya se lo esperaba. Lo había preparado todo para una existencia clandestina. «Conocimiento» se había librado de los nazis hasta la noche de marzo de 1944, en que fue entregada por un alto dignatario masón envidioso de Branier.
Branier oyó unos lamentos. Venían desde el otro lado del tabique de madera. Entonces una voz grave gritó: «¡Cierra el pico!». Pero los lamentos sonaban insistentemente. «¡Cierra el pico o verás!», prosiguió la voz grave. Los lamentos no cesaban, y eso le hacía perder los nervios. Un cuerpo salió disparado contra el tabique. Luego se desató una pelea. La refriega fue tan breve como violenta. Amanecía. Por una rendija que se abría entre dos tablas, Branier vio a una cincuentena de hombres desnudos hacinados en un espacio para diez. Sobre la paja húmeda había dos cadáveres.
El venerable volvió a tomar asiento y se cubrió la cabeza con las manos. Él aún tenía forma humana. Él, el privilegiado. Pero ¿hasta cuándo?
François Branier había dormitado. El continuo rechinar de las ruedas sobre los raíles actuaba como una droga. Cuando el tren se detuvo, la violencia de la inercia le hizo topar de frente con el tabique.
El venerable se puso lentamente en pie. Miró el reloj. Se le había parado. Había olvidado darle cuerda. Pese al impermeable, tenía escalofríos. Fuera, alguien vociferaba órdenes en alemán. Branier se puso boca abajo. Había luz suficiente para ver lo que ocurría por debajo de la puerta.
En el andén, unos agentes de las SS se ayudaban de perros lobos para hacer formar a decenas de hombres. Unos desnudos, otros vestidos con uniformes a rayas. Ni un grito de rebeldía, ni un murmullo de protesta. Un anciano se desplomó. Sobre las cabezas de los rezagados se abatían culatazos. Menos de diez minutos después de la maniobra, el rebaño humano se dirigió hacia unos camiones entoldados con los motores en marcha. Cuando éstos abandonaron el lugar, se hizo el silencio. Branier ya no veía a nadie en el andén. El tiempo parecía haberse detenido; era como si hubiera quedado olvidado, como si hubiera dejado de existir. Se sintió invadido por una falsa esperanza. Después de todo, en cualquier ejército hay negligencias administrativas que hacen posibles las huidas más increíbles. Branier buscó un objeto que le permitiera abrir la puerta del vagón. Hurgó entre la paja. Nada. El tabique… No era tan grueso. La emprendió a patadas con el endeble tablón. Al décimo golpe, se oyó un crujido. El tabique se había rajado por la parte inferior. Si pudiera pasar al compartimiento de al lado, seguramente encontraría una salida. Puede que los alemanes no hubieran cerrado esa parte del vagón tras haber desembarcado a sus presos. La parte inferior del tablón cedió. Sin preocuparse por las astillas, Branier arrancó con sus manos la parte restante. Los músculos de la espalda se le tensaron.
Estaba empapado en sudor, jadeante. La madera gemía, cedía poco a poco.
—Ya está —murmuró.
La puerta del vagón se corrió bruscamente. El gélido aire azotó en la cara al venerable, que arrojó el tablón destrozado al compartimiento de al lado.
En el andén, había un agente de las SS. Un jefe. El suboficial que había interrogado al venerable en Compiègne.
—Me decepciona, señor Branier. Esta tentativa de evasión es absurda. Síganos.
Branier bajó al andén con infinita parsimonia, como si se moviera a cámara lenta. Se dirigió al Mercedes negro, flanqueado por dos agentes de las SS con rostros curiosamente parecidos, contraídos y herméticos. Entonces descubrió el paisaje: la minúscula estación parecía perdida en medio de un circo de altas montañas cubiertas de nieve. Austria, tal vez… Branier se subió a la parte de atrás del vehículo. Los agentes lo encajonaron en el asiento del medio. El jefe se acomodó delante. No articuló ni una palabra en un trayecto que duró cerca de una hora. El Mercedes subía a poca velocidad por una carretera estrecha, en pendiente y con curvas muy cerradas. En las laderas de las montañas, aparecían retales de hierba que manchaban de verde los campos nevados. El inicio de la primavera. El coche pasó por un bonito pueblo con sus casas de madera en colores llamativos. Una abadía románica, fuentes de piedra, callejuelas impecables; luego, un campo de árboles frutales de los cuales algunos pronto florecerían. La vida que renacía. El placer de contemplarla. El impulso de correr, de salir de aquel vehículo siniestro como un ataúd.
Aquella primavera colmaba los ojos del venerable. El antiguo lema masónico acudió a sus labios: «Ni esperar para actuar ni triunfar para perseverar». En el lugar al que iba, no existía la esperanza. Habría que inventarla, reconstruirla. Esta savia resucitada tenía que penetrar en su interior, nutrirlo en los peores momentos.
El rostro de su esposa desaparecida danzó ante sus ojos. La primavera era su estación. Mientras daban juntos largos paseos por el bosque, observaban la eclosión de los brotes o de las primeras hojas y escuchaban el canto de los pájaros. A ella le habría encantado aquella montaña agreste donde el invierno se retira paso a paso, donde cada partícula de vida tiene que haber logrado sobrevivir con empeño, con paciencia. Habría sonreído ante aquella primavera en que él iba a morir, en que por fin se iba a reunir con ella.
El agente de las SS que estaba sentado a la izquierda de Branier cambió de posición. La montaña, el sol y los árboles desaparecieron. Tan sólo veía impecables uniformes negros.
Tras la última curva, Branier descubrió el
Burg
. Una fortaleza medieval de torres almenadas, con gruesas murallas rebosantes de asesinos. El pórtico de entrada, coronado por un puesto de vigilancia, lo cerraba un puente levadizo. El chófer tocó el claxon repetidas veces, y el puente levadizo se bajó. Las cadenas, en perfecto estado, no rechinaron. Por fin, el coche atravesó muy lentamente aquel pórtico monumental.
El venerable cerró los ojos. No porque tuviera miedo, sino porque quería grabar en su mente una última imagen de la libertad, de la naturaleza, del espacio abierto. Un último recuerdo antes de internarse en un infierno del que nadie regresaba.
La sorpresa de François Branier fue total. Se había imaginado un campo de deportados: campamentos de barracas gris desesperanza, lodo, condenados a trabajos forzados con cadenas en los pies y torres de vigilancia. Al abrir los ojos, en medio de la fortaleza descubrió un amazacotado edificio de piedras blancas con ventanucos y una escalinata que llevaba a una única entrada. Un tejado plano cubría el camino de ronda del que sobresalían focos y ametralladoras. Esta torre, de aspecto casi encantador, bastaba para vigilar todo el interior de la fortaleza. En el amplio cuadrilátero había dispuestas, en rigurosa simetría, casetas de madera pintadas en verde, rojo y amarillo. Si las armas no apuntaran desde lo alto de la torre central y los agentes de las SS no deambularan a la pálida luz de aquel día friolero, el lugar habría evocado una colonia de vacaciones instalada en un antiguo castillo para aprovechar el aire puro de la montaña. Alrededor de las casetas, unos parterres de flores añadían una nota de alegría.
El Mercedes avanzó sobre la grava que recubría el tramo conducente a la torre; la cual luego rodeó, para bajar por una rampa hasta un garaje subterráneo. Pero Branier, muy atento, había advertido muchos otros detalles que grababa en su memoria. Tal vez le fueran útiles. En primer lugar, la impresionante altura de la muralla coronada por alambradas de espino, probablemente electrificadas. Luego, la presencia de dos sólidos edificios tras la torre con aspecto poco atrayente; uno de los cuales era una caserna para los agentes de las SS.
El coche se detuvo junto a un camión. El garaje sólo ocupaba una parte del subterráneo, que también se utilizaba como taller mecánico. En aquel campo reinaba la quietud. Se respiraba una curiosa atmósfera de irrealidad, como si los nazis y su fortaleza fueran un mero espejismo.
—¡Bájese! —le ordenó el jefe.
Su voz había restallado como un látigo, y el rostro se le había endurecido.
Siempre flanqueado por sus dos guardaespaldas, Branier fue conducido a la primera planta de la torre central. Se sentía preso de un movimiento infernal, que empezaba a hacer de él un títere sin odio aparente, sin brutalidad. Ya no era dueño de sí mismo.
Al tropezar con un peldaño, el venerable despertó de su pesadilla. El dolor que sintió en los dedos del pie derecho lo despertó del letargo que lo invadía. Luchó. Lucharía. Negaría aquel universo de locura que, a cada segundo, intentaría robarle la vida.
François Branier fue introducido en una enorme sala. Parqué encerado, paredes encaladas. Al fondo, inclinada sobre los archivos había una enorme mesa que servía de escritorio a un agente de las SS. A la derecha, ataviados con una especie de uniforme gris oscuro, estaban aquellos a quienes el venerable no esperaba volver a ver: los seis hermanos supervivientes de la logia «Conocimiento».
Como estaban colocados en fila india, mirando hacia la mesa del secretario nazi, todavía no lo habían visto. El venerable estuvo tentado de precipitarse hacia ellos, de abrazarlos, de mostrarles su alegría. Pero se quedó boquiabierto, como paralizado por una fuerza de inercia. Al volver la cabeza, comprendió que su instinto no lo había traicionado. El jefe de las SS lo observaba. Esperaba su reacción. Branier advirtió su decepción. El alemán se habría alegrado de verle perder el control.
Agarró a Branier y lo obligó a colocarse el último en la fila india. El venerable se encontraba junto a sus hermanos, pero éstos lo ignoraban. En aquel austero despacho reinaba un silencio sepulcral, que sólo perturbó el taconeo de las botas sobre el parqué. El jefe se puso al lado del secretario; el cual abrió ante él un registro en blanco. En lo alto de la página, anotó
Erkenntnisloge
(logia «Conocimiento»), París; debajo,
Name der Bruder
(nombres de los hermanos).