—Señores —anunció el jefe de las SS—, vamos a registrarlos. Indiquen al
Schreiber
nombre, edad y profesión.
La tensión iba en aumento. Los rostros de los hermanos se contraían. Dentro de unos instantes, pasarían a ser números en un registro de exterminio, un libro tenebroso. El jefe percibió la angustia que los crispaba.
El primer hermano se presentó ante el
Schreiber
o secretario.
—Pierre Laniel, 52 años, industrial.
Laniel era un hombrecito de cabello ralo y frente estrecha. Sin personalidad aparente. Meticuloso, preciso y nervioso, era uno de esos seres, considerados insignificantes, que lideran sin recurrir a gritos ni a medios autoritarios.
—¿De qué rama?
—Metalurgia.
Una ocupación familiar caída en desuso que Pierre Laniel había recuperado a pulso.
—Necesito un dato mucho más importante —susurró el jefe de las SS con una voz aguda, fruto de la excitación—. ¿Cuáles son sus grados y funciones en la logia «Conocimiento»?
—No sé a qué se refiere.
El nazi miró al industrial con severidad.
—No juegue conmigo, Laniel. Estamos al corriente. ¡Andarse con rodeos no le servirá de nada!
—Está bien, he sido maestro masón; pero usted sabe perfectamente que mi logia no se ha vuelto a reunir desde el estallido de la guerra.
—¡Mentira! —se enfureció el alemán.
Pierre Laniel no se inmutó. Revelar que era Maestro no aportaba nada al nazi que, sin duda, poseía nombres, direcciones y grados de la mayoría de los masones franceses. Los «hermanos» preocupados por su propia seguridad habían cedido los archivos a la Gestapo. En cambio, la naturaleza de sus funciones iniciáticas formaba parte de los secretos que él no estaba dispuesto a revelar a un profano, aun cuando éste fuera su verdugo. Con dicha respuesta, Laniel indicaba a sus otros hermanos el camino que debían seguir.
—¡Mentira! —repitió el jefe de las SS—. ¡«Conocimiento» jamás ha dejado de reunirse! Cuando los detuvimos a todos, iban a celebrar una «tenida».
—En absoluto —replicó Laniel—. Se trataba de una simple reunión entre compañeros que se habían perdido de vista. «Conocimiento» ya no existe. Si no, habríamos enviado las convocatorias de rigor al secretario de la Gran Logia. Obligadas, sean cuales sean las circunstancias.
Branier contuvo el aliento. Esperaba que el jefe de las SS ignorara la situación administrativa de «Conocimiento». Mucho antes del estallido de la guerra, el venerable Branier había roto todo vínculo con las diferentes instancias administrativas de obediencia para que «Conocimiento» pudiera trabajar en paz, lejos de las campañas políticas, de la caza de honores, de los enfrentamientos entre individuos.
El argumento técnico aducido por Laniel no preocupó demasiado al jefe de las SS.
—Conforman una logia salvaje, trabajan en la clandestinidad… No intente despistarme. Aquí acabará por confesarlo todo.
El venerable intuyó hasta qué punto aquel hombre violento, que no sabía ocultar su brutalidad bajo un semblante cortés, era temible. Mandado por Himmler, había logrado apresar a los hermanos de «Conocimiento» tras llevar meses y meses intentándolo.
Un segundo hermano se presentó ante el secretario, mientras un soldado obligaba a Pierre Laniel a ponerse de cara a la pared, al otro lado del despacho.
—Dieter Eckart, 43 años, profesor de historia, maestro masón.
El venerable sonrió para sus adentros. Eckart ajustó su actitud a la de Laniel. Respondía a las preguntas formuladas sin agresividad, sin apatía.
—Alemán… es usted alemán —observó el jefe de las SS.
—De madre alemana y padre francés. Mi pasaporte es francés.
Dieter Eckart era alto y delgado. Tenía un porte aristocrático. Distante, frío, muchas veces considerado altivo, inspiraba más miedo que afecto. La melena de cabellos canos, el rostro fino y anguloso y la mirada penetrante evocaban un personaje inquisidor.
—¿Cuáles eran sus funciones en la logia? —interrogó el jefe de las SS.
—La logia lleva mucho tiempo inactiva.
El jefe nazi dejó a Eckart por imposible. Dos soldados lo agarraron y lo colocaron junto a Pierre Laniel. Disimuladamente, los dos hermanos intercambiaron una mirada cómplice.
El tercer hermano se presentó ante el secretario, que anotaba las respuestas con una caligrafía irregular.
—Guy Forgeaud, 40 años, mecánico, maestro masón.
Forgeaud era un gran hombre, simpático, tranquilo y fortachón. Como hijo de la beneficencia, no estaba muy seguro de su edad. Al verlo, con el rostro ancho y rubicundo, la nariz desmesurada y los labios carnosos, nadie habría imaginado que se ocupara de otra cosa que no fuera reparar motores pensando en las mujeres o en un buen festín.
—Forgeaud… ha rehusado usted el Servicio de Trabajo Obligatorio. Me parece que nunca le han gustado los formularios oficiales… Es imposible saber en qué momento se adhirió a la logia «Conocimiento»…
Guy Forgeaud parecía hallarse en un aprieto, aturdido.
—En qué momento… pues ya no me acuerdo… No tengo muy buena memoria. Dejé la escuela a los diez años, ¿sabe?…
El jefe de las SS ya sólo movió la cabeza para ordenar a sus hombres que pusieran a Forgeaud contra la pared.
El secretario mantuvo la pluma en alto, en espera de la declaración del cuarto hermano que se presentaba ante él.
—André Spinot, 35 años, óptico, compañero.
Una leve sonrisa animó el rostro del jefe nazi.
—Compañero… ¿todavía no lo han hecho maestro?
André Spinot era un retaco delgado. Tenía el cabello muy negro y una calvicie incipiente. Daba la impresión de no ir bien peinado ni bien rapado. Sus ojos reflejaban una inquieta curiosidad. Pero tenía la mayor dificultad que cabía esperar dadas las circunstancias. Chasqueaba la lengua, sin que de su boca saliera ni una palabra.
—¿Alguna otra precisión?
Spinot dijo «no» con la cabeza. Y fue a reunirse con sus hermanos contra la pared, mientras que un coloso ocupaba su lugar ante el secretario.
—Raoul Brissac, 25 años, picapedrero, compañero masón y compañero del deber llamado «Buena Estrella».
Brissac respiraba salud. Había pasado más días y noches al aire libre que bajo techo. Era un hombre soberbio, vivaracho, seguro de su fuerza.
—Creía que los compañeros del deber y los masones no se entendían —se sorprendió el jefe de las SS.
—Hay imbéciles en todas partes —respondió Brissac.
Se hizo un silencio crispado. Los agentes se mantuvieron firmes. El secretario no levantó la nariz de su registro. El venerable se esperaba un arrebato de ira. Una vez más, Brissac había hablado demasiado rápido y golpeado demasiado fuerte. No temía ni a Dios ni al Diablo. Se sentía capaz de enfrentarse a cualquiera, incluso a un jefe de las SS en pleno presidio nazi. Su imprudencia corría el riesgo de costar cara a la logia entera.
No pasó nada. El compañero Brissac fue a ponerse contra la pared. Le sucedió un sexto hermano, el último antes del venerable.
—Jean Serval, 25 años, escritor. Aprendiz.
Serval era muy pálido. Un hombre más bien alto que, con los cabellos castaños, la frente despejada, los hombros encogidos y las piernas enclenques, tenía el aspecto de un adolescente demacrado, desnutrido.
—Escritor… ¿Le han publicado algún libro?
—El primero tenía que ver la luz en noviembre de 1939. Pero la guerra…
—¿Sobre qué?
—Una novela de amor.
—Aprendiz… Entonces ¿hace poco que ha entrado en «Conocimiento»?
—Justo antes de que la logia interrumpiera sus actividades, hace más de cinco años.
Las SS consideraban que el joven era el eslabón más débil de la cadena. Emotivo, hipersensible, sin resistencia física.
Jean Serval ocupó su lugar en la fila. François Branier se quedó solo. El jefe de las SS le hizo un gesto para que avanzara y se presentara ante el secretario. El venerable se veía indecente con su traje y su impermeable, cuando sus hermanos llevaban puesto el uniforme gris de los presos de la fortaleza.
Su mirada se cruzó con la del jefe. Descifró su condena.
Ya no necesitaría un soplo de esperanza, sino de eternidad. A condición de que el Gran Arquitecto del Universo le diera fuerzas para vivir el presente más desesperado.
—François Branier, 55 años, médico, venerable maestro.
Todos los hermanos se volvieron hacia él. Los soldados los obligaron a ponerse nuevamente de cara a la pared. Pero tuvieron tiempo de reconocer a su venerable.
El secretario acabó de escribir, colocó un papel secante sobre la página y cerró el registro.
—Perfecto, señores —concluyó el jefe de las SS—. Nos han sido de gran ayuda. Pero yo espero más de ustedes. Mucho más.
Jean Serval gritó. Un fuerte dolor en los riñones. Un culatazo seco, profundo. La primera manifestación de brutalidad. Y una orden en alemán que el venerable no entendió. Los hermanos esperaban que el venerable se reuniera con ellos, que la logia fuera reconstituida. Esperanza frustrada. Los agentes de las SS les hicieron abandonar la sala donde se habían convertido en números. François Branier había permanecido inmóvil frente al secretario y al jefe nazi.
—Se los llevan al
block
, señor Branier. Espero que sepa inculcarles un mejor sentido de la disciplina. Me han parecido arrogantes. El comandante del campo no aguantará mucho tiempo semejante actitud.
El jefe de las SS, con las manos cruzadas detrás de la espalda, salió de la sala martilleando el parqué con fuertes taconazos. Dos soldados obligaron a Branier a seguirlo. Subieron hasta la última planta de la torre. Seguir, subir, bajar, bajar otra vez, volver a subir, seguir… ¿Habría otro destino? El venerable avanzaba entre paredes grises. Los peldaños de la escalera de madera crujían bajo sus pies. Siempre esa angustia difusa que se pegaba a la piel. No bastaba con ruidos normales y respiraciones humanas. Aquellos soldados de uniforme negro habían perdido el alma. No pensaban, no tenían sentimientos, no sabían ni amar ni odiar. Obedecían las órdenes porque eran órdenes. Porque ésa era la doctrina.
Sin embargo, como ante cualquier ser que se cruzaba en su camino, el venerable se preguntaba: ¿cabría la posibilidad de que este soldado, dispuesto a matar, recuperara la conciencia; de que atravesara la puerta del templo y accediera a la iniciación? Por lo general, François Branier recibía un eco por respuesta, aunque fuera negativo. Pero, esta vez, sólo sintió un frío vacío. No había ni corazón ni entrañas bajo aquellos uniformes. Robots con rostro humano. ¿Quién diablos los había creado? ¿Qué maléfico poder había concebido aquella fortaleza donde la más rica de las vidas interiores se iba a desintegrar en unas horas y convertirse en polvo? En tanto que médico, François Branier había conocido el sufrimiento en todas sus formas. En ocasiones, había sido incapaz de aliviarlo. Pero era la primera vez que se enfrentaba al Mal, a cara descubierta.
No había recibido ni un solo golpe. Y todavía llevaba puesto su traje de hombre libre. Pero el Mal estaba ahí, insidioso, al acecho.
En el rellano de la última planta, había una puerta abierta. El jefe de las SS hizo entrar al venerable en un despacho de considerables dimensiones. Las paredes estaban cubiertas de fotografías enmarcadas. Retratos de Hitler, de Himmler, de regimientos de las SS, de la multitud saludando al
Führer
; pero también del interior de la fortaleza desde todos los ángulos: los «chalés» de los presos, la caserna de las SS, las duchas, las alambradas de espino, el patio…
Sentado en un viejo sofá de respaldo alto, el comandante del campo leía un informe que le había transmitido su ayudante de campo, un joven rubio que estaba de pie en actitud petrificada. Sobre la pesada mesa de roble del despacho, descansaban unas palmatorias en plata maciza. Al comandante del campo le gustaban las rarezas. Levantó la mirada hacia su visita.
—Señor Branier… me alegro de acogerlo en este castillo del Reich.
La almibarada pesadilla continuaba. Aquello no era ya un presidio, sino un castillo. El jefe del campo tenía el aspecto de un modélico funcionario, con su expresión bonachona, su entrecana cabellera, su aire más bien cálido. Branier casi la habría considerado una reunión de negocios.
—Tenga la bondad de dejarnos a solas, Klaus. Yo mismo interrogaré al señor Branier. Mi ayudante de campo anotará sus respuestas.
La voz del comandante se había vuelto cortante. El jefe de las SS, de quien el venerable había aprendido el nombre, saludó entrechocando los tacones y abandonó el despacho. Branier tuvo la sensación de que éste no estaba demasiado conforme con la orden.
—Quédese de pie, Branier. En este despacho, sólo me siento yo. Cuestión de jerarquía.
Le dolían las piernas sólo de pensar que estaba en pie. Sin embargo, el venerable desvió la atención hacia el ayudante de campo que, pluma de oca en mano, se situó ante un atril sobre el que había colocado un cuaderno negro. «Esta vez —pensó François Branier—, la balanza se inclina a favor de la locura. Un tirano en un decorado de la Edad Media. Un agente de las SS que hace de monje amanuense mientras su jefe lo trata de señor».
—¿Se puede saber quién le ha dejado conservar esta ropa?
—Nadie en especial —respondió François Branier.
El comandante encendió un cigarrillo con la llama de una vela. Se tomó su tiempo. Una serpiente que hipnotizaba a su presa.
—Llevamos mucho tiempo buscándolo, señor Branier… ¿Qué ha estado haciendo últimamente?
—Atendiendo enfermos. Soy médico.
El comandante aplastó el cigarrillo. Su ayudante de campo no se atrevió a dejar constancia de la respuesta. El venerable contuvo la respiración.
—¿Qué tipo de enfermos? ¿Soldados alemanes, quizá? ¿Soldados que ha «curado» haciéndolos pasar a mejor vida? Creo que no valora bien su situación, señor Branier. Ya no es tiempo de mentiras. Aquí sólo aceptamos la verdad. Usted se escondía porque llevaba a cabo acciones deshonestas. Es masón. O peor, venerable maestro de una logia. Peor aún, de una logia que cree poder guardar su secreto. No debe haber secretos para los hombres de la nueva era. El Reich no tolera a los conspiradores.
El ayudante de campo anotaba febrilmente el discurso de su señor. El venerable se asfixiaba. Habría preferido un calabozo cualquiera a aquel despacho. Aguantar. Dejar la mente en blanco.