—Una gran diferencia… usted ha decidido retirarse del mundo, yo no.
—¿Retirarme del mundo? —se indignó el monje—. ¡Que el Señor diga lo contrario!
—En ese caso —insinuó el venerable—, dejaré de ser un buen cristiano. Estaba convencido de que los monjes vivían recluidos en sus monasterios.
—«Los monjes»… eso no quiere decir nada.
—«Los masones», tampoco… Dejemos de enfrentarnos a molinos de viento. Usted es monje de la Orden Benedictina, yo soy venerable del Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Eso es todo lo que nos queda aquí. O nos damos la espalda, o luchamos juntos.
El monje reflexionó. El venerable no rompió el silencio. Esta calma le vino bien. El diálogo estaba reñido; el adversario era rudo, inteligente, acérrimo. Era la primera vez que hablaba así con un monje. Había tenido la ocasión de intercambiar impresiones con muchos sacerdotes, pero con ningún benedictino. François Branier pensaba en el pasado, en esa Edad Media de oro en que monjes y constructores habían sabido trabajar mano a mano para cubrir Europa de un blanco manto de catedrales. Puede que en la sórdida enfermería de aquella fortaleza nazi, el monje y el venerable se reconciliaran con la única y verdadera Tradición. Pero quedaban tantos obstáculos por superar…
—Lo que propone es monstruoso, venerable —prosiguió el monje—. Yo no pacto con hombres como usted. Lo más que puedo aceptar es la idea de convertirlo.
—Acepto.
El estertor de un enfermo interrumpió la conversación. Se levantaron juntos y se ocuparon del desgraciado. Gestos simples, precisos. Una tisana. Palabras de consuelo. Una mecánica rodada en la que ambos hombres se compenetraban. El monje había puesto a punto unas decocciones que atenuaban el sufrimiento y sumían a los enfermos en un duermevela.
Luego volvieron a sentarse en el cuartucho.
—A muchos de ellos les queda poco tiempo de vida —dictaminó el venerable.
—Hay uno que ya está muerto. Primera fila, abajo, a la derecha. Lo sacaremos esta noche, cuando los otros duerman a pierna suelta.
—¿Y las SS nos dejará hacerlo?
—Hay que respetar el protocolo. Cargaremos el cadáver al hombro. Lo sacaremos con los pies por delante. Ni se le ocurra dejarse ver. Nos abatirían. Ahí fuera hay una metralleta cargada apuntándonos día y noche.
Los agentes de las SS dejaron en la enfermería dos ollas con sopa de col. El menú no era muy variado. Pero había que comer. Para mantenerse en pie. Gracias a las plantas, el monje prevenía los problemas gastrointestinales; y, tanto él como el venerable, llenaban los cubos higiénicos dos veces al día, bajo la atenta mirada de los agentes.
—Me quedaré sin remedios, venerable. Hay que actuar. Usted puede convencer al comandante de que nos dé medicamentos.
—¿Cómo?
—Él tiene preguntas que hacerle… responda y negocie.
—Ya no puedo inventar más respuestas. El comandante está al corriente de la importancia real de mi logia. No me lo puedo permitir. Huir o morir.
—¿Suicidarse?
—En absoluto.
—Huir de aquí es imposible —analizó el monje—. Uno no sale vivo de esta fortaleza. Morir luchando ¿y fomentar una revuelta? Sería un suicidio. Habría que robar armas, tener por qué luchar…
—¿Y si la guerra terminara mañana? ¿Y si bastara con aguantar? ¿Su Dios no le brinda la esperanza?
—Ningún hombre, aunque sea monje, tiene la posibilidad de conocer la voluntad de Dios. Puede vivirla, ni más ni menos. Vaya a hablar con el comandante, venerable. Exija una buena cena, y no olvide robar toda la comida que pueda. Revélele pequeños secretos. Y vuelva con los medicamentos necesarios para salvar vidas. Será un hito en la historia de la humanidad. ¡Un masón habrá servido de algo!
En el barracón rojo, la moral de los hermanos estaba de baja desde la desaparición del venerable.
Las ventanas estaban tapiadas. Vivían en la noche. Al arrancar esquirlas de madera, el maestro y mecánico Guy Forgeaud había logrado abrir un intersticio que permitía ver lo que ocurría en el gran patio.
Los hermanos se habían organizado. Se obligaban a dormir o simplemente a descansar. Uno de ellos permanecía despierto, con la espalda apoyada en la puerta. Cuando las raciones llegaban, no las devoraban; aplicando la Regla, y en ausencia del maestro de la comunidad, compartían los alimentos y comían despacio.
El aprendiz Jean Serval había pasado tres días en la enfermería. Dos agentes de las SS lo devolvieron al interior del barracón rojo. En cualquier grupo de hombres, al recién llegado lo habrían acosado con preguntas. Pero la logia «Conocimiento» era diferente. Primero se hizo el silencio. Luego, los hermanos se colocaron alrededor del aprendiz. Fue un maestro, Pierre Laniel, el que tomó la palabra.
—Me alegro de verte, hermano aprendiz. Y ahora, si quieres darnos tu versión…
La voz de Laniel temblaba de emoción.
—El venerable está vivo —dijo Serval—. Lo han destinado a la enfermería, con un monje que usa plantas para curar a los enfermos. Me ha tenido drogado todo el tiempo que he pasado allí. He dormido. Luego me ha echado.
Los hermanos parecían decepcionados.
—¿Puede salir?
—Una vez. Creo que lo han llevado a recoger plantas… Luego él se las ha dado al monje.
—¿Cómo se lleva con el monje? —inquirió Dieter Eckart.
—Cuidan juntos de los enfermos… Hablan en voz baja. Yo apenas he oído ni una palabra de sus conversaciones. Pero el monje no parece muy amable.
—¿Amigo o enemigo?
—Más bien enemigo… Aunque a lo mejor es un corderito. Al menos no he vuelto con las manos vacías. He aportado algo.
El aprendiz abrió la mano, con una sonrisa en los labios, y enseñó tres velitas. Cada hermano miró con atención aquel tesoro de valor incalculable.
—Ya tenemos los tres pilares —comentó Dieter Eckart—. Todo vendrá.
—¿A qué llaman ustedes los tres grandes pilares, venerable?
El comandante, siempre escoltado por su ayudante de campo, no había dado el menor respiro al venerable, quien se había visto acribillado a preguntas nada más entrar en su despacho.
—Son los símbolos de la sabiduría, la fuerza y la armonía.
—Exacto, venerable. Usted conoce perfectamente su rito —apreció el comandante, cerrando el «Manual del Aprendiz del Rito Escocés Antiguo y Aceptado» que tenía delante. El documento en cuestión era un cuaderno de unas cuantas páginas dactilografiadas grapadas. Había sido descubierto entre los papeles privados de un masón abatido en su propia casa cuando intentaba huir.
—¿Tiene alguna petición, venerable?
—Hace más de tres días que al monje y a mí se nos prohíbe salir. No nos quedan más plantas, y muy pocos medicamentos para curar a los enfermos. Protesto a título profesional. Algunos morirán. Las afecciones benignas empeorarán. Ya no puedo garantizar la higiene de este campo.
El alemán enrojeció.
—¡No tiene nada que garantizar! ¡Soy yo quien dirige este campo y toma las decisiones! Confórmese con responder, si desea que sus hermanos sigan con vida.
El venerable tuvo la impresión de haber marcado un modesto punto. El comandante estaba fuera de sus casillas. Por un momento, había perdido el control.
—Los medicamentos se reservan para los soldados alemanes.
—Como quiera. Pero, en menos de una semana, habrá al menos tres muertos en la enfermería.
—No serán los primeros. ¡Venerable! El Reich no carga con los débiles. Arrégleselas con los medios de que dispone. El monje me ha hecho saber que usted no cooperaba demasiado.
El venerable palideció. Conque el monje era un traidor. El último chivato. Un tipo que había vendido su alma al diablo para salvar el pellejo. Su misión consistía en ganarse la confianza del venerable y hacerlo hablar.
—Me parece que no entiende muy bien la situación, venerable. Es la supervivencia de su logia lo que está en juego. Pierde el tiempo preocupándose de seres inferiores. Un paso en falso puede ser fatal.
François Branier apenas escuchaba las amenazas. Llegado a aquel punto, habían dejado de impresionarlo. Observaba al ayudante de campo, hierático, silencioso. ¿Por qué el comandante necesitaba aquella conciencia muda?
—Volvamos a la Regla, venerable… Empiezo a impacientarme. Usted tome nota, Helmut.
El ayudante de campo se colocó ante el atril, pluma de oro en mano.
—¿Quién toma las decisiones en su logia?
—La «Cámara del medio».
—¿Quién la compone?
—Maestros.
—¿Cómo se convierte uno en maestro?
—Tiene que haber sido aprendiz durante un mínimo de siete años y compañero durante el tiempo que consideren los maestros.
—¿A qué pruebas se someten los compañeros?
—Deben realizar una obra maestra.
—¿Y en qué consiste?
—Todo vale.
—¿Por ejemplo?
—Puede ir desde una obra en miniatura hasta la torre Eiffel. Lo esencial es aplicar a la materia las leyes de la armonía que nos han sido reveladas.
—Y… ¿fabricar lo que sea? ¿Mejorar la calidad técnica de un producto?
—Es posible.
—Esas famosas «leyes de la armonía»… ¿cuáles son?
—Nada de teoría —contestó el venerable—. Formularlas no serviría de gran cosa. Es cuestión de experiencia sobre el terreno…
El comandante del campo recapacitó. Sin duda, el venerable mentía respecto a este último punto; pero había revelado aspectos importantes…
—Uno de los hermanos de su logia será trasladado al taller de la fortaleza. Allí aplicará sus secretos. Veremos si sigue usted respetando las reglas, venerable.
—¿Y los medicamentos?
—Helmut hará que le lleven un botiquín de primeros auxilios. Mañana, podrá salir a recoger plantas.
El comandante no dejaba de avanzar sobre el tablero. Ahora, creía conocer casi perfectamente a su adversario. Intentar hacerle confesarlo todo de golpe habría sido un grave error. Tenía que utilizarlo, darle esperanzas, calmarlo de vez en cuando sin dejarle escapar de sus garras, saber esperar, acoger las revelaciones una tras otra hasta que saliera a la luz el secreto de la logia «Conocimiento».
—¡Ya está! —exclamó Guy Forgeaud, con el ojo siempre pegado al intersticio.
—¿El qué? —preguntó Dieter Eckart, mientras se acercaba.
—La oportunidad que esperaba. Hay un todoterreno cargado de material aparcado a la entrada del garaje. Botín de guerra, sin duda. Necesito un voluntario que vaya al lavabo. Mientras que las SS lo vigila, yo me deslizo hasta el todoterreno y cojo todo el material que pueda.
—Menuda locura, Guy…
—No con la penumbra y en el momento del relevo. Normalmente, la vigilancia afloja durante unos minutos. Y, para rápido, yo.
Los hermanos lo habían oído. Los maestros, por su parte, se preguntaban qué habría propuesto el venerable en semejante ocasión.
Caía la tarde.
—Estoy convencido —afirmó Guy Forgeaud—. Funcionará. En su voz, una plácida convicción.
—Ya tengo ganas de ir al lavabo —anunció el industrial Pierre Laniel—. Sabré arrastrar los pies.
Se retiraron. Estaban seguros de que el venerable se habría mostrado de acuerdo con los dos maestros que iban a arrancarlos de la inercia. Guy Forgeaud seguía con el ojo pegado a la minúscula abertura. Apenas distinguía la parte de atrás del todoterreno. Ruido de botas. En la cima de la torre central, el relevo.
—Venga, Pierre, ahora.
Siguiendo el ritual convenido para el barracón rojo, Pierre Laniel abrió la puerta y se plantó en el umbral, con los brazos en alto y el pecho descubierto. La reacción no se hizo esperar. Un agente de las SS se le acercó apuntándole con el arma. Laniel hizo un gesto elocuente e inclinó la cabeza en dirección al barracón de los lavabos.
El alemán vaciló. Se volvió para buscar la aprobación del intendente que atravesaba el patio. Pierre Laniel creía que Guy Forgeaud, como de costumbre, había estudiado bien la situación. Sin embargo, dudó por un momento. El agente llevó a Laniel junto al intendente.
Forgeaud contuvo el aliento. En cuanto el de las SS le dio la espalda, salió del barracón rojo agachado y se dirigió hacia el todoterreno. En calcetines, no hacía ningún ruido. Las gravas del patio le magullaron las plantas de los pies, pero olvidó el dolor para centrarse en su objetivo. En unas cuantas zancadas, llegó a la parte de atrás del vehículo. Estaba demasiado oscuro para distinguir el material que había amontonado en el interior. Con los dedos agarró un saco de yute. Luego regresó al barracón rojo casi sin mirar atrás.
El incidente se produjo a medio camino. El pie derecho de Guy Forgeaud tropezó con una piedra. No le hizo perder el equilibrio, pero el fondo del saco chocó contra el suelo. Un leve ruido metálico se expandió en el aire gélido.
Pierre Laniel y los dos agentes de las SS llegaron al barracón de los lavabos. El maestro masón intuyó el peligro. Oyó el ruido en el momento en que se producía. La catástrofe. El intendente, que estaba en pie a la izquierda, iba a girar la cabeza cuando Laniel se abalanzó sobre él.
Guy Forgeaud esperaba que una ráfaga lo acribillara por la espalda. Corría encorvado. Pero no había perdido la esperanza. La puerta del barracón rojo se entreabrió a su llegada. Arrojó el saco al interior y él se tiró al suelo. Sus hermanos lo levantaron al momento.
—¿Estás herido?
—Nada, nada —contestó Guy Forgeaud sin aliento—. Casi me caigo.
Raoul Brissac, el picapedrero, y André Spinot, el óptico, abrieron el saco. Contenía llaves inglesas y una regla metálica.
—Estupendo —valoró el compañero Brissac.
Todos pensaban lo mismo. Pronto tendrían lo necesario para celebrar una «tenida».
Siempre y cuando el venerable regresara…
Transcurrió un cuarto de hora. El miedo y el nerviosismo habían desaparecido. Jean Serval, el aprendiz, y los compañeros Spinot y Brissac habían cavado un hoyo para ocultar el botín. La oscuridad reinaba en el barracón. Nadie se atrevía a decir ni una palabra.
Pierre Laniel no regresó.
Ya era noche cerrada cuando los agentes de las SS devolvieron al venerable al interior de la enfermería. El monje rezaba sentado en el cuartucho, mientras desgranaba el rosario que le servía de cinturón.
El venerable lo miraba en pie, inmóvil.
—Levántese —ordenó François Branier.
—¿Por qué?
—Jamás pegaría a un monje sentado. Aunque fuera un cabrón.