—¡No empecemos a mezclarlo todo! Sus supuestos banquetes rituales no son más que una ocasión para vaciar botellas y cantar estupideces.
El venerable se rascó el mentón.
—En la mayoría de los casos, es cierto. Pero no en lo que respecta a mi logia. Un masón borracho es sólo un desgraciado. Cada uno bebe lo justo. Es cuestión de conocer sus propios límites. No me sea beato, padre. Sus hermanos no han rechazado ninguno de los placeres mundanos.
—¡Usted blasfema! No tiene ni idea de la ascesis que nos imponemos.
El monje volvía a enrojecer. El venerable tenía el don de hallar fórmulas irritantes.
—Pese a las apariencias, no debe de ser muy diferente de la nuestra. Todo se basa en la Regla. Si seguimos vivos, es gracias a ella.
El monje miró al venerable con atención.
—¿De dónde viene su famosa Regla? ¿No será de nosotros?
Los ojos del monje brillaron con un resplandor casi malicioso.
—¿Insinúa que el mayor secreto de la masonería es de origen cristiano? Sabe perfectamente que somos los últimos paganos irreductibles. Si viera usted nuestra fiesta de San Juan de invierno, tras la toma de posesión del venerable y de sus oficiales… en el banquete se sirven las mejores carnes y los mejores vinos. Pasamos toda la noche sentados a la mesa.
El monje puso cara de duda.
—¿Únicamente entre masones?
—San Juan de invierno es la fiesta secreta de la logia.
—Dicho de otro modo, venerable, ¿su comilona tiene un carácter sagrado? ¿No seleccionan lo mejor para honrar a su Gran Arquitecto? ¿No dedican esa noche a la meditación comunitaria, en vez de a entonar canciones del cuerpo de guardia?
El venerable bajó la cabeza para que el monje no viera que los ojos se le empañaban. El ataque del benedictino lo había sorprendido. Esperaba críticas y sarcasmos, no una intuición de la verdad.
El recuerdo del último San Juan de invierno acudía a su mente como una oleada de sol. Estaban todos reunidos, los veinte hermanos de «Conocimiento», en su templo del extrarradio parisino desconocido por las autoridades administrativas de la masonería. Una inmensa residencia, especialmente acondicionada por uno de los hermanos a quien el compañero Raoul Brissac había dado las indicaciones técnicas necesarias. Tras su nuevo nombramiento como venerable, François Branier había hecho entrar en el templo a compañeros y aprendices para anunciarles la composición del Colegio de «Oficiales», los hermanos llamados a desempeñar un oficio iniciático. Luego, por orden jerárquico, la comunidad se dirigía hacia la mesa del banquete, puesta por los aprendices. Fuagrás, salmón, adobo, roquefort, sorbetes, Château Latour y champán… El maestro de los banquetes había vaciado las cajas del hermano tesorero para aquella velada que todos consideraban especial, antes de que llegara el apocalipsis. La fiesta exigía que estuvieran presentes los alimentos más suntuosos. François Branier había celebrado el ritual de los «trabajos de mesa», que acababa con el triple homenaje al Gran Arquitecto, a la logia y a la iniciación. Luego los hermanos de «Conocimiento» se expresaban, uno tras otro, sobre la manera en que vivían su experiencia. Tenían la aguda sensación de que se preparaba una tragedia a escala mundial, pero ni el miedo ni la angustia distorsionaban sus testimonios. El venerable no les había ocultado que, en su opinión, la logia se reunía, intacta, por última vez. Pronto empezaría la lucha secreta por la supervivencia. Las noticias que llegaban de Alemania eran claras: la masonería sería destruida en todas partes; y sus miembros, ejecutados sin juicio. ¿Cuántos de ellos se sentarían a aquella mesa después de la tormenta? Si es que amainaba algún día…
—¿No me quiere contestar, venerable?
François Branier salió de sus recuerdos.
—Puede que tenga razón, padre.
El monje parecía afligido.
—Por momentos, me resulta casi simpático. Usted y sus hermanos tenían buenas intenciones; pero cometieron el error de alejarse de Dios para cambiarlo por una imagen sin sentido. No están tan lejos de la verdad. ¿Por qué no dar el paso?
—Deje de predicar —intervino secamente el venerable—. Hemos hecho una apuesta. Esperemos el resultado. Pero antes dígame…
Dos agentes de las SS entraron en la enfermería. El venerable se encogió, dispuesto a levantarse. Pero los soldados lo ignoraron y empujaron al monje fuera.
Los presos del barracón rojo estaban deprimidos. El aprendiz Serval había ocupado el puesto de observación de Raoul Brissac y desde allí había contemplado su cadáver, colgado durante un día entero antes de ser bajado y quemado. André Spinot, el óptico, guardaba un silencio casi absoluto, sin apenas alimentarse. Brissac era su hermano y su amigo, la persona que le había despertado el deseo iniciático al revelarle su verdadera naturaleza. Él lo había ayudado, animado, orientado. Brissac sólo admiraba el trabajo bien hecho. Gracias a él, André Spinot había aprendido a mostrarse exigente consigo mismo. Ahora, con el venerable y Raoul Brissac desaparecidos, le faltaban puntos de apoyo.
—¿Ninguno de vosotros ha visto al venerable? —preguntó Dieter Eckart por décima vez.
—Me ha parecido divisarlo a lo lejos —respondió Guy Forgeaud, que se recuperaba lentamente—. Pero estaba confuso… no sé si lo habré soñado.
Nadie corroboró la intervención del hermano Forgeaud. Eckart, Spinot y Serval recordaban el lamentable estado en el que lo habían arrastrado al exterior del barracón rojo. Forgeaud, medio inconsciente, era incapaz de tenerse en pie. Los ojos se le cerraban sin quererlo. Sus hermanos sabían perfectamente que, contra toda realidad, intentaba devolver a la logia un rayo de esperanza.
—¿Y si intentamos celebrar una «tenida», a pesar de los pesares? —preguntó Serval—. De lo contrario, ¡moriremos como ratas!
—Mientras yo no tenga pruebas fehacientes de la muerte del venerable, aquí no se celebrará nada de eso —contestó Dieter Eckart.
André Spinot abrió la boca, pero de ella no salió ni un sonido. ¿De qué servía gritar que jamás volverían a ver a François Branier?
—Yo mismo iré a buscar al venerable —dijo Guy Forgeaud.
Una vez dispensadas las curas a los enfermos, el venerable se sentó en el cuartucho. Un par de días más, y se quedarían sin medicamentos. Hacía muchas horas que el monje se había ido. A él, las SS nunca lo habían retenido tanto tiempo fuera de la enfermería. ¿Una buena lección de radiestesia para el comandante? ¿Un informe detallado sobre las palabras y los actos del venerable de «Conocimiento»? ¿Un exhaustivo interrogatorio sobre su auténtico rol durante el incendio? François Branier no creía haber cometido un gran error, pero el benedictino tenía percepciones fuera de lo común. Su auténtico rol era difícil de determinar. El monje resultaba enigmático, insaciable. Para él, reconocer el valor de la iniciación masónica equivalía a socavar los cimientos sobre los que su universo se había construido. El venerable sólo podía aparecérsele como un mercenario del espíritu o un terrorista a secas. Sobre todo, tenía pendiente aquella apuesta en la que Dios había comprometido, de alguna manera, su reputación. Y no aceptaría perderla.
François Branier se sobresaltó. Una silueta entró en la enfermería. Una sombra rápida, que se desplazaba sin hacer ruido alguno. No era propio de las SS. Se levantó y se dirigió hacia la entrada del barracón.
Era ella. La joven que, con su uniforme nazi, depositaba una caja cerrada en el suelo. Se quedó petrificada en cuclillas. Dejó que él se acercara y retirara la tapa. Medicamentos.
—¿Quién es usted? ¿Y por qué hace esto?
Ella se enderezó, esquiva. Pero él la agarró por la muñeca.
—La necesitamos. Ayúdenos a salir de aquí.
Ella se soltó, reculó con vivacidad y se fue. François Branier enseguida puso a buen recaudo el tesoro que le había traído. Serviría para alargar algunas vidas.
El aire enojado del monje no presagiaba nada bueno. La conversación con el comandante de la fortaleza debió de haber sido dura. El venerable, sentado, había puesto ante él una hoja de sierra y unas tijeras.
—¿Dónde ha encontrado esto?
—En la caja de medicamentos que iba destinada a usted, padre. Me pregunto dónde ha escondido todo el arsenal de las demás ocasiones. No he tenido tiempo de registrar a fondo la enfermería.
El monje hizo rodar algunas cuentas de su rosario entre los dedos.
—Creo que Dios me consentiría romperle la cara.
—Su lado militar… a la Iglesia le gusta eliminar a quienes la incomodan.
—Lástima que haya olvidado exterminar a todos los masones.
El monje estaba que ardía, cerraba los puños. El venerable se disponía a encajar el golpe.
—No veo por qué mi hallazgo lo enfurece. Ha montado usted una red con esa muchacha y prepara una evasión.
—Imaginaciones suyas. Este material nos servirá para curar a los enfermos.
El venerable dejó clara su decepción:
—Quiere huir solo, padre… esto demuestra una absoluta falta de caridad cristiana.
—No hable por hablar. No busco nada para mí. Que usted lo piense o no, es otra historia.
—Yo no tengo el poder de confesar, y tampoco querría tenerlo. Pero como venerable, escucho los secretos de mis hermanos y procuro quitarles un buen peso de encima.
Aquellas palabras dejaron al monje sin respiración. ¡Un pagano anticlerical le proponía confesarse con él para aliviar la conciencia!
—¿A quién se dirige, venerable?
—A quien quiera entender, padre. Está convencido de que el secreto de mi logia es peligroso para la supervivencia de todos. Lleva razón. Puesto que trabajamos juntos, está usted implicado mal que le pese. El comandante lo utiliza. ¿Cómo? Ése es su secreto. Debe de ser terrible; si no, me hablaría de su conversación con el nazi. Sin duda, prefiere no tener que mentir.
El monje desgranó lentamente su rosario. Una buena técnica para mantener la sangre fría. El venerable poseía la calma de un luchador en reposo, maestro de un poder que sólo utilizaba en el momento preciso.
—No tengo ninguna confidencia que hacerle, venerable. Lo que el comandante espera de mí no le concierne.
—Reduce usted su colaboración al mínimo, padre. Reconozca que su respuesta es ambigua.
El monje empezó a clasificar los medicamentos que había traído la joven.
—Hace mal en ser tan desconfiado, venerable. Yo también podría serlo. Las largas horas que pasó con el comandante, sus pseudo revelaciones… ¿Y si estuviera usted negociando con él? ¿Y si cambiara su pellejo por el de los demás presos?
François Branier palideció.
—Dos de mis hermanos están muertos. ¿Acaso imagina que voy a vender a los demás para salvar el pellejo?
El monje volvió la espalda al venerable. Su voz se hizo sorda y pesada.
—Le he contado tonterías. Pero usted me acaba de dar un empujón.
El venerable se puso en pie.
—De acuerdo, padre. Olvídelo. Estamos empatados por nuestras tonterías. Fiémonos el uno del otro. Que el Gran Arquitecto del Universo nos permita luchar juntos.
—Que Dios nos inspire algo mejor —deseó el monje.
Los dos hombres se estrecharon la mano. Durante un buen rato.
El frío del amanecer cortaba la carne del venerable. Los agentes de las SS lo habían sacado de la enfermería con los primeros rayos de sol para llevarlo a la herbosa pendiente donde había efectuado su anterior cosecha. Serpol, celidonia y acónito estaban húmedos del rocío. Los dedos rechonchos de François Branier trabajaban mal, rompían los tallos. En poco más de un cuarto de hora, lo llevaron de regreso al campamento.
Entonces comprendió la razón de aquella precipitada cosecha. La casa donde vivía la joven rubia ya no existía. No quedaba más que una pequeña pila de tablas calcinadas ante las cuales un agente de las SS montaba guardia, sin duda para impedir que algún fantasma fuera testigo del crimen que allí se había producido. Así que la habían detenido. La aliada del exterior había desaparecido.
—Hay un herido —anunció Klaus, el jefe de las SS—. Imposible trasladarlo.
Acompañado de dos soldados, había dado la noticia sin la menor emoción. Cuando los alemanes entraron en la enfermería, el monje y el venerable hacían ingerir quinina a dos enfermos. Con un gesto rápido, disimularon los medicamentos en las ropas de sus pacientes.
—Ya voy —dijo François Branier.
El jefe de las SS le cortó el paso.
—No. Usted no. El monje.
El venerable presentía un duro golpe. El de las SS no elegía al azar. El monje cogió unos apósitos. Él también estaba preocupado. Por lo general, se llevaba a enfermos y heridos a la enfermería. ¿Y por qué excluir al doctor Branier de manera tan contundente?
El gran patio estaba inundado de luz solar. Un viento gélido lo barría. El invierno todavía no se había retirado. Flanqueado por los agentes de las SS, el monje se dirigió hacia la torre central. Lo hicieron bajar al taller mecánico. Ante la mesa de trabajo, Guy Forgeaud gemía en cuclillas, con la mano izquierda ensangrentada arrimada al pecho.
—¿Qué le ha pasado?
—Un accidente…
El masón le enseñó la mano izquierda. El dedo meñique, triturado, estaba en carne viva. La herida era terrible. El monje echó mano de una caja y la colocó de manera que Forgeaud se pudiera sentar con la espalda apoyada contra la mesa.
—Habría que trasladarlo a la enfermería —dijo el monje al jefe de las SS.
—Imposible —respondió el alemán, muy bruscamente.
¿Crueldad gratuita? De ella, Klaus no andaba escaso. Pero el monje se olía que la razón era otra.
—Entonces, lo dejo morir aquí. No tengo nada para curarlo como es debido.
El alemán parecía contrariado.
—Dígame qué necesita. Iré a buscárselo. Arrégleselas para que Forgeaud vuelva al trabajo lo más rápidamente posible.
El monje pidió compresas, desinfectante, analgésicos… Klaus se lo transmitió en alemán a un agente que salió corriendo a buscar los productos a la enfermería de la caserna. El jefe de las SS se quedó allí, cerca de Forgeaud, mientras que el monje se ocupaba de la herida. Como el religioso suponía, era imposible intercambiar ni una palabra con el masón.
El monje lo había entendido. Guy Forgeaud se había mutilado voluntariamente para que lo llevaran a la enfermería. Allí, habría visto al venerable; o bien habría sabido que estaba muerto. El sufrimiento del masón debía de ser abominable. Apretaba los dientes hasta hacerlos rechinar.