El monje y el venerable (12 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Esoterismo, Histórico, Intriga

BOOK: El monje y el venerable
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El venerable se pasó un buen rato escribiendo, hizo trizas lo escrito y volvió a empezar. Le quedaban largas jornadas de trabajo para evocar los aspectos de la Regla concernientes a los aprendices, los compañeros, los maestros, las fiestas de San Juan, los diferentes tipos de «sesiones» y de reuniones, las obras iniciáticas de las cuales la mayoría ignoraba su verdadera índole. Pero cuando todo esto se hubiera divulgado, aún faltaría la piedra fundamental del edificio, la que daba sentido a todo lo demás y que ningún maestro de logia había revelado, ni siquiera de manera indirecta.

Cuando François Branier llegara a ese punto, sería el fin de trayecto. Y entonces tendría que tomar la decisión más desgarradora: o bien callarse y condenar a los hermanos, o bien hablar y romper su juramento.

El venerable se estiró. Se sentía menos agotado, menos desanimado. Ya no esperaba huir del monstruoso engranaje que lo trituraba, sino que seguía complacido su camino. Volvía a disponer de la fuerza necesaria para hacer frente a la fortaleza.

El siniestro aullido de una sirena invadió la noche.

Capítulo 11

El ayudante de campo abrió la puerta del despacho. Lo acompañaban dos agentes de las SS.

—Sígame —ordenó al venerable.

François Branier abandonó el habitáculo muy a su pesar, fuera del espacio y del tiempo.

—¿Qué ocurre?

El ayudante de campo sonrió. El venerable no debería haber hecho aquella pregunta. No tenía nada que exigir. Había dejado ver al alemán que aún no se había reunido, que sus recursos seguían casi intactos, que no se consideraba un condenado. Una falta grave. François Branier había caído en su propia trampa.

—No se inquiete, señor Branier. Un ejercicio de alerta. Esta noche la pasará en la enfermería.

El gran patio estaba desierto. Branier echó un vistazo al barracón rojo, donde sus hermanos estaban encerrados. Había varios agentes apostados en el campamento, arma en mano.

François Branier entró en la enfermería. El monje se le acercó.

—¿Tiene los medicamentos?

El venerable pasó al lado del monje como si éste no existiera, fue hacia el cuartucho y se dejó caer pesadamente.

—Hace horas que espero, venerable —bramó el monje, plantado ante François Branier.

—No he podido hacer nada.

—¿Cómo que no ha podido hacer nada? ¿No ha visto al comandante?

—Sí.

—¿Entonces? ¿No ha podido cerrar el trato?

El venerable alzó la mirada hacia el monje.

—¿Un trato? ¿Acaso cree que aquí se puede negociar algo? ¿Se cree que esto es una fundación donde se intercambian sentimientos de buena voluntad?

El monje desgranó su rosario, sin nervios.

—¿Qué le han hecho?

—Casi nada… o lo revelo todo, o ejecutan a mis hermanos. Me han encerrado en un despacho y he empezado a escribir.

—Entonces, cede usted…

—Yo no sé nada —confesó François Branier.

—Usted también está metido en el ajo, venerable… Espero que su Gran Arquitecto no lo deje en la estacada. Respecto a los medicamentos, ¿de verdad está todo perdido?

El venerable tenía un aspecto demacrado. Este monje no le daba ningún margen de maniobra. Habría preferido dormir, consumirse en la nada antes que responder a preguntas sin fin.

—Depende… Si el comandante aprecia mis primeras revelaciones, tal vez se muestre más generoso.

—Tal vez… Pero ¿cree que me voy a conformar con eso?

—No lo creo, padre. Lo veo.

Un quejido interrumpió el diálogo de los dos hombres. El monje se precipitó hacia el fondo de la enfermería, con el venerable a la zaga.

El viejo astrólogo nizardo había abierto los ojos. Gemía, mirando fijamente al techo. El monje le enjugó la frente, empapada en sudor.

—Fuego… hay fuego por todas partes —balbuceó el moribundo.

El monje posó su larga mano sobre el pecho del anciano y lo magnetizó. El enfermo dejó de suspirar casi por completo. Los párpados se le cerraron. Se relajó y el cuerpo se volvió a aletargar.

—Durará lo que dure —comentó el monje—. Yo ya no puedo hacer más.

—Mañana —dijo el venerable—, iré a ver al comandante antes de seguir escribiendo.

—No sería mala idea —rezongó el monje—. Hay tres que se debilitan a ojos vistas. Y parece ser que vamos a recibir otro contingente de enfermos…

—¿Cómo lo sabe?

—Tengo mis pequeños secretos. Y ahora, manos a la obra. Usted ocúpese de la fila derecha, que yo atenderé a los de la izquierda. He preparado las decocciones en dos bidones. El suyo está a los pies de la cama.

François Branier cogió el bidón colmado de un líquido verde y espeso. Sólo Dios sabía qué mezcla había inventado el monje. El venerable lo probó, pero enseguida lo escupió. Incalificable.

—¿Qué le ha echado?

—Lo que había. Ocúpese de los enfermos.

En momentos así, el monje merecía una mala contestación. Sin embargo, el venerable prefirió no responder. Empezó la letanía de cuidados mínimos reforzada con palabras de consuelo. Había que dar, y seguir dando, incluso lo que no se tenía, a quienes se habían quedado sin nada… sin siquiera su propia existencia, diluida en la desesperación.

El venerable conservaba un olor de bosque en la boca. Quizá fuera un regusto de la solución del monje. Era embriagador. La enfermería, los enfermos, la muerte rastrera… todo se difuminaba. Había caminos verdes, hogueras, alfombras de musgo, árboles de frondosas copas traspasadas por el sol, ramas entremezcladas arqueándose hasta el suelo. François Branier vivía esta sensación con tanta intensidad que parecía real.

—Ha olvidado a un enfermo —intervino el monje, furibundo. François Branier le lanzó una mirada agresiva. La ensoñación se había roto en mil pedazos. Otra vez el infierno.

—¿Por qué no me deja en paz?

El monje permaneció impasible.

—Tiene la cabeza en otro sitio, venerable. Está ausente. Y eso es muy malo, tanto para usted como para los enfermos.

—¿También se pasaba el día dando lecciones en el monasterio? Es algo que evitamos en la logia.

—Normal. No saben nada. Los masones son unos ineptos.

—¿Acaso le parece que su noble religión no ha sembrado ya bastantes catástrofes en esta tierra?

—Mire, yo no soy ni cura ni misionero. Soy monje benedictino.

—Y yo soy venerable de una logia iniciática.

Los dos hombres se retaron. Ni el uno ni el otro estaba dispuesto a ceder primero. La fatiga les podía. Pero ceder era reconocer la superioridad del otro. Peor todavía, su verdad espiritual.

Un enfermo los llamó con un grito casi ahogado.

—Ya voy yo —manifestó el venerable.

—Esta vez, procure no despistarse…

François Branier tenía sueño, pero no podía dormir; ni siquiera podía cerrar los ojos. A su lado, pies contra cabeza, el monje roncaba dulcemente. Su Dios lo protegía del insomnio. A menos que el benedictino fingiera estar dormido. El venerable no sabía qué pensar de sus «pequeños secretos».

Habría sido tan sencillo levantarse, salir de aquella enfermería, respirar el aire nocturno, precipitarse hacia el barracón rojo, reunirse con sus hermanos y morir con ellos borrando la Historia, el tiempo, a los hombres. François Branier se creía capaz de hacerlo. Pero ¿era eso lo que ellos esperaban del venerable? ¿Esperaban una última locura o una nueva lucha? Por fuerza, tenían el convencimiento de que estaba luchando para sacarlos de allí. ¿Y si esta vez fracasaba? ¿Y si conocía el primer fracaso de su vida iniciática? El juego estaba amañado, él desconocía las reglas y, sin embargo, no tenía derecho a perder. Todo se decidía en una sola partida, sin revancha posible.

—¿No puede contarle cualquier cosa al comandante?

La voz del monje, grave, baja y pausada, venía de ultratumba.

—No tiene usted derecho a decirme lo que debo hacer. El diablo no manda en Dios.

—Aquí, quién sabe.

—Cuanto más blasfeme usted, menos posibilidades tendrá de sobrevivir.

—Cálmese, padre. Necesitamos todas nuestras fuerzas.

—Yo necesito unas horas de sueño. Como usted.

El monje dio un profundo suspiro.

—¿Ha pensado que podrían recluirlo definitivamente en la torre? ¿Que la próxima vez se quedaría para siempre?

El venerable esperaba que le hiciera aquella pregunta. Pensaba en el instante en que, despojado de su sustancia, sería sólo un títere entre las manos del comandante. A menos que éste se impacientara y practicara métodos más brutales, y rompiera así el pacto sellado con la logia.

—Lo he pensado. No me preocupa.

—¿Y su famoso secreto, venerable? ¿Correrá el riesgo de llevárselo a la tumba?

—¿Propone usted otra solución?

—La confesión.

El venerable, desconcertado, observó al monje, que estaba tendido boca arriba con los ojos cerrados. Juraría que dormía.

—Eso le dejaría la conciencia tranquila. Y puede fiarse. El secreto de confesión es inviolable. Nada que ver con el de los masones.

El venerable sonrió para sus adentros.

—No me interesa, padre. La confesión me parece degradante. Y tenga la certeza de que el comandante del campo ha apostado por esto. Si nos pone juntos, es para que hablemos, para que yo acabe confesándome con usted. Debe de estar convencido de que usted ya conoce parte de mi secreto. Si yo muero, si mis hermanos mueren, se conformará con usted. Y usted no es masón, padre, pero se ha convertido en cómplice de la logia.

El alba entró en el barracón rojo por una minúscula rendija entre dos listones de madera. Guy Forgeaud había logrado arrancar un trozo lo bastante grande para ver mejor qué pasaba en el patio. Luego lo devolvía a su sitio. El camuflaje aguantaba. Los cinco hermanos habían establecido turnos de guardia, de manera que al menos uno de ellos permanecía despierto mientras que los otros dormían. Así, tenían la impresión de combatir, de no abdicar. La vigilancia era un arma eficaz. La muerte no los cogería por sorpresa.

El aprendiz Jean Serval pegó el ojo a la rendija. Dieter Eckart lo había despertado unos diez minutos más temprano. Serval no se había atrevido a confesarle que tenía dolor de barriga; un dolor que le perforaba los intestinos. El hambre y el miedo. Seguía vivo sólo gracias a sus hermanos. Tenía el convencimiento de que, si lo incomunicaran, enseguida se derrumbaría. Serval no estaba preparado para someterse a semejante prueba.

Antes, había llevado una vida más bien cómoda. Su entrada en la logia le había cambiado el destino. Él, que iba camino de ser un escritor mundano, cansado de las mezquindades de lo parisino, había descubierto las exigencias de la Regla. Perdido en el infierno del presidio nazi, no se arrepentía de su elección. Jamás llegaría a ser una estrella literaria; en cambio, era ya un iniciado, aunque sólo hubiera atravesado la puerta del aprendizaje. Su único remordimiento: no haber trabajado con ahínco suficiente para acceder al grado de compañero.

Uniformes. Siluetas negras en el rojo amanecer. Era Klaus, el jefe de las SS, que venía acompañado de cuatro soldados. Jean Serval se abalanzó sobre sus hermanos, que estaban dormidos, y los zarandeó.

—¡Arriba! ¡Que vienen!

Dieter Eckart, Guy Forgeaud, André Spinot y Raoul Brissac se levantaron al momento. La puerta del barracón se abrió y apenas tuvieron tiempo de notar que sus músculos doloridos se resentían por el súbito esfuerzo.

Una claridad cegadora los deslumbró. El jefe de las SS formaba a contraluz una mancha negra en el rayo de sol.

—Órdenes del comandante —anunció—. Uno de ustedes debe ser trasladado al taller de la fortaleza.

Dieter Eckart, delante de sus hermanos, parecía imperturbable. Si él fuera el elegido, se sentiría incapaz de asumir semejante función. Habría sido una condena camuflada. El aprendiz Jean Serval temblaba; los dientes le rechinaban al restregarse los unos contra los otros. Si lo aislaban de la comunidad, estaba perdido. André Spinot, el óptico, se escudaba tras la reconfortante mole de Brissac. No le asustaba el trabajo manual; pero ¿cómo reaccionaría abandonado a su suerte, lejos del consuelo fraternal? El picapedrero Raoul Brissac esperaba ser el voluntario designado. Robaría herramientas. Libraría su propio combate. Pasaría factura a la gentuza que había asesinado a Pierre Laniel. A Guy Forgeaud, el mecánico, sólo le preocupaban sus hermanos. Él no tenía ninguna posibilidad de ser elegido por los alemanes. De acuerdo con su lógica, se llevarían al menos cualificado para humillarlo, quebrantar su coraje, inducirlo a la traición.

—Vamos, Forgeaud.

El tono del jefe era amable, casi cálido. Guy Forgeaud tardó unos segundos en asumirlo. Como si los alemanes no existieran, dio sin prisas el abrazo fraternal a cada miembro de la logia. Puede que fuera el último.

—¡Hasta pronto, muchachos!

Su voz era neutra, velada. Siguió en silencio a los agentes de las SS.

Capítulo 12

—El gran cuarto de baño, venerable. Todos los
blocks
del campo pasan por aquí. El personal de la enfermería antes que nadie.

Al rayar el alba, el monje y el venerable habían sido conducidos al barracón de las duchas. Momentos antes, habían oído extraños ruidos de botas en el gran patio. François Branier enseguida había pensado en uno de sus hermanos. Pero era imposible saber lo que ocurría. Ni rumor de voces ni detonación. Pronto regresó la plácida calma, como si nadie viviera en el interior de la fortaleza.

Klaus, el jefe de las SS, había venido en persona a arrancarlos del hermético mundo de la enfermería. El monje, como de costumbre, lo había desafiado con la mirada. No le tenía miedo. Klaus les había señalado la dirección de las duchas. El monje había agarrado al venerable del brazo, por temor a que se imaginara lo peor y reaccionara de manera violenta. Branier había obedecido.

Los dos hombres habían atravesado el gran patio a paso lento. Los ojos del venerable estaban en alerta perpetua, captando todo lo que pasaba en su campo de visión. Lo registraba todo sin mover la cabeza, de expresión torpe. El monje avanzaba cabizbajo, mirando disimuladamente. Cualquiera juraría que le traía sin cuidado el ambiente que lo rodeaba. En realidad, era la enésima vez que ubicaba sus puntos de referencia. El cuartel de las SS, los barracones, la torre central, la muralla… y este patio del que acabaría por conocer hasta el último centímetro cuadrado. Catalogaba y hacía inventario con un rigor benedictino. El venerable creía que el monje meditaba para olvidar el mundo exterior. Y el monje consideraba que el venerable elucubraba utópicos proyectos de evasión.

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