El mito de Júpiter (45 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: El mito de Júpiter
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Los nervios se le marcaban en la frente. Las gotas de sudor le brillaban en el rostro. Su boca no era más que una estrecha línea apretada, tenía los ojos cerrados con fuerza; estaba llegando al límite.

Helena y yo nos lanzamos a su lado y tiramos de la cadena. Yo metí una mano por la anilla; ya no había espacio para más. Era casi imposible agarrar el frío y resbaladizo metal de la cadena en sí. Petronio respiró, pero no osó abandonar. Yo pesaba menos que él, si bien yo sí que sabía cómo utilizar mi peso; Helena no era ninguna pluma, pero nunca había sido de esa clase de mujeres poco femeninas que se entrenan en un gimnasio. Los soldados que venían detrás de nosotros debían de haberse distraído con los arcones del botín. Grité pidiendo ayuda, pero no podíamos esperar.

—Helena, trae ese rollo de cuerda. —Ella obedeció, aunque cuando soltó la cadena noté que ésta casi se escapaba de una sacudida. Apenas podía hablar para darle instrucciones; por suerte ella era inteligente. Le hice una tensa señal con la cabeza y pasó la cuerda por la argolla que estábamos sujetando y se apresuró a asegurarla. La pasarela de arriba se apoyaba en unos enormes postes de madera. Helena pudo enrollar la cuerda en el más cercano. Tuvo el tino de hacer girar varias veces ambos extremos y luego intentó atarlos.

En aquellos momentos había soldados que corrían por la pasarela. Otro apareció a nuestro lado. Los de arriba estaban buscando la manera de contener la presión del cajón en equilibrio. Petro y yo seguíamos allí aferrados, temerosos de creer que estábamos a salvo. Todavía no lo estábamos. El soldado que estaba más cerca empezó a cortar desesperadamente con su espada las cuerdas que sujetaban a Petronio. Llegaron más hombres. Nerviosamente, Petro y yo soltamos la cadena. A pesar de nuestra gran preocupación, la soga de Helena aguantó. Unos brazos agarraron a Petronio cuando éste se tambaleó. Un soldado y yo lo arrastramos a un lado en cuanto le liberaron de la mitad de sus ataduras. A punto de desmayarse, Petronio cayó al suelo. Entonces, el poste de madera crujió de forma alarmante. De repente la cuerda cedió.

El cajón se estrelló contra el suelo provocando una lluvia de polvo y piedra. En medio de un ruido ensordecedor, aquellos enormes trozos de escombros no se nos cayeron encima por unos centímetros. Petronio estaba tumbado en el suelo gimiendo con la boca abierta, mientras la sangre le volvía a circular por brazos y manos. Tosiendo, Helena y yo lo sostuvimos mientras le dábamos un masaje en sus maltrechas extremidades y su dolorida espina dorsal. Tenía la túnica empapada y el cabello castaño pegado a la cabeza debido al sudor.

—Por todos los dioses. Esta vez ha ido de un pelo, muchacho. —Esperé a que dijera ¡Por qué tardaste tanto!, pero estaba demasiado impresionado para poder hablar. Apoyó la cabeza en mi hombro, con los ojos cerrados, aunque poco a poco su respiración se fue haciendo menos dificultosa. Un soldado trajo una botella de agua. Le dimos un poco.

Por encima de su cabeza mi mirada se cruzó con la de Helena. Ella alargó la mano y me acarició la mejilla. Me volví y le besé la palma cuando ella la apartaba. Petronio se obligó a recuperarse lo suficiente para sonreírle.

Me miró con ojos escrutadores. Yo le informé de lo mejor y lo peor.

—Atrapamos a casi toda la banda. Tenemos a Norbano, pero Florio se ha escapado de alguna forma. ¿Cómo salisteis de allí, por el Hades?

—Uniformes —dijo Petro con voz ronca. Señaló con el brazo y vi una conocida tela color carmesí que habían tirado junto a un fardo—. Túnicas rojas.

—¡Crixo! —El malvado centurión había proporcionado el único disfraz que le permitiría a Florio llegar a casi todas partes sin que se fijaran en él si se producía un considerable caos a su alrededor.

—Va a coger un barco. —Petro seguía inquieto—. Tiene uno escondido río arriba. Han cargado más dinero…

—No hables —murmuró Helena.

—No os preocupéis por mí… ¿dónde está Maya?

—Aún no lo sabemos. Pero no está aquí.

Petronio trató de adoptar una postura más erguida. Se sostuvo la cabeza entre las manos, con los codos apoyados en las rodillas. Dio un gemido de frustración y sufrimiento.

—No creo que la tuvieran en ningún momento.

—Ellos dijeron que sí —le recordé.

—Dijeron muchas cosas.

Mucho antes de lo debido, Petronio ya se había puesto en pie con gran esfuerzo. Le ofrecí el hombro para que se apoyara en él. En cuanto lo sacamos fuera, Helena trató de envolverlo en la capa de Maya; él no pensaba tolerarlo, pero cuando le dijo de quién era, Petro tomó la prenda y se la echó sobre un hombro, acariciando con la mejilla los pliegues de lana.

Caminamos por el muelle para volver con los prisioneros de la aduana. Petronio tomó nota de todos ellos. Conocía a algunos de Roma. Silvano estaba organizando grupos de búsqueda para encontrar a Florio y a otros miembros de la banda que faltaban. El embarcadero aún estaba precintado, por si acaso los obligábamos a salir. Las tropas estaban registrando todos los almacenes. Un grupo de soldados se había apiñado alrededor de una de las abandonadas
ballistae
y prorrumpieron en exclamaciones de admiración ante su sofisticado diseño.

—Es un condenado artilugio automático de repetición…, mirad, puedes llenar este cilindro y disparar toda una descarga de proyectiles sin tener que recargar… —Me hizo gracia ver a Frontino entre ellos.

Al final el gobernador consiguió apartarse del arma y dispuso que los prisioneros fueran trasladados y retenidos en un lugar seguro, todos menos Norbano. Petro quería hablar con él.

En cuanto se desalojó la aduana y se pudo hacer uso del edificio llevamos allí a Norbano. Petro recogió su espada al entrar. Primero apartó de un puntapié otra arma que después levantó del suelo, una de las atroces ballestas de mano.

—¡Siempre quise tener una de éstas!

—Mira, tiene un trinquete de los más rápidos y un gatillo perfecto… y alguna amable persona la ha dejado preparada. Debió de ser el servicial Florio. Probémosla —dije, amenazando a nuestro acusado con un gruñido. Ni siquiera lo habíamos atado. ¿Para qué molestarse? Norbano pareció aceptar su destino, y en el exterior el muelle aún estaba lleno de legionarios. Algunos de ellos se habían quedado allí dentro, pero Petronio les dijo que se retiraran; el hecho de hacer que se vayan los testigos siempre es alarmante para un prisionero.

—Nos quedaremos aquí a oscuras, apartados de la vista pública —le dijo Petronio a Norbano en tono agradable—. Por si se me olvidan los buenos modales. —Los vigiles eran bien conocidos por sus duros métodos de interrogatorio.

—Podrías amarrarlo a un poco de balasto —sugerí—. Como Florio hizo contigo… ¿o sería demasiado bueno para él? –Le propiné un inesperado puntapié a Norbano. Fue una patada muy, muy fuerte—. ¿Dónde está Maya?

—No tengo ni idea. —El hombre de negocios parecía el mismo de siempre. Enterarnos de que era un maestro del crimen debía de haber alterado nuestra percepción. Ya sabíamos que su labia y su afable sonrisa eran traicioneras y, no obstante, él siguió actuando tal y como cabría esperar de su personaje. Era real. Así es como algunos jefes de bandas consiguen mantener su autoridad: aparte de recurrir al asesinato de vez en cuando, irradian un encanto irresistible.

—¿Llegaste a tenerla retenida en algún momento? —quiso saber Petronio. Él era el profesional; dejé que tomara la iniciativa.

—Fue un pequeño engaño. —Norbano se estaba frotando la pierna allí donde yo le había dado. Normalmente no recurro a la brutalidad, pero mi hermana seguía desaparecida y no me arrepentí.

—¿Fue a tu villa?

—No te sabría decir.

—Florio estaba allí. ¿La vio?

—Creo que no.

—¿Dónde esta él ahora?

—Tendrás que averiguarlo por ti mismo.

—¿Admites que erais socios?

—Yo no admito nada de nada.

Petronio buscó mi mirada. Aquél iba a ser un largo asunto. Tal vez no pudiéramos sacar ninguna información útil. Helena apareció en la puerta. Petronio hizo una pausa, no quería dejar que ella viera las oscuras acciones que se estaban tramando.

—Marco… —Parecía poco dispuesta a estar cerca de Norbano, o poco dispuesta a ver cómo lidiábamos con él.

—A menos que sea algo urgente, no puedo ir.

Le había dicho que regresara a la residencia junto con el gobernador, pero siempre se me pegaba después de que yo hubiera corrido algún peligro.

—No importa —dijo Helena rápidamente.

—No, espera, ¿de qué se trata?

—Una embarcación.

—¿Que se va?

—No, que llega. Está avanzando con dificultad con un mástil roto. —Parecía no venir al caso.

—Mientras no sea Florio que se escapa.

—No, no te preocupes —me aseguró Helena, y se retiró.

Me pareció oír voces nerviosas en el exterior, pero las pesadas puertas tapaban casi cualquier sonido. Petronio y yo reanudamos nuestro interrogatorio.

—Lo de Júpiter fue un buen detalle —le dije a Norbano con admiración—. El patrón del vino, de las mujeres y del clima. Y también un símbolo de poder… Pero ahora descubres, Norbano, que el mito era pensar que eras tú el que tenía algún poder.

Petronio dejó a un lado la ballesta y con la palma de la mano empujó a Norbano por la oficina en la que lo reteníamos. Fue un movimiento suave, alentador; no había ninguna necesidad todavía de que nos pusiéramos dramáticos.

—Quiero saber… —La voz de Petro era tranquila. Eso lo empeoraba—. Quiero saberlo todo acerca de tu infame imperio… aquí y en Ostia y Roma. Norbano, vas a contarme todos los chanchullos, todas las amenazas respaldadas con violencia, todas las horribles y sucias artimañas. Quiero enterarme de la inacabable relación de propiedades, la sórdida adquisición de figories, los obscenos burdeles de niñas, las despiadadas palizas a personas inocentes, y las muertes.

Una bocanada de aire hizo parpadear las antorchas. Por un momento noté un aire frío. No me di la vuelta para mirar.

—No tengo nada que decir —dijo Norbano con una sonrisa, sin dejar de ser el apuesto, fino y cortés hombre de negocios—. Tus acusaciones no serán válidas ante un tribunal una vez que mis abogados tomen cartas en el asunto. No tienes ninguna prueba en mi contra.

—Las tendré —replicó Petronio. Lo había visto en acción en un buen número de ocasiones, pero nunca tan impresionante como en aquellos momentos—. Háblame de Maya Favonia.

—¿Para qué? La conoces muy bien.

—Lo bastante para preocuparme si cae en manos de hombres como tú. —Petronio mantenía el control—. Pero oigamos cuál es tu interés por ella. ¿O todo era una estratagema para ayudar a Florio a que me atrapara? Tú sonreías como un tonto a los pies de Maya, agasajándola con música y ofreciéndole viajes a tu casita en el campo, pero, realmente te importa en lo más mínimo?

El tipo se encogió de hombros y sonrió. Entonces dejó de sonreír.

—Es un solterón, un solitario que venera a su madre –me burlé—. No le interesa ninguna otra mujer. El insistente intento de seducción era falso.

Había oído entrar a alguien en la habitación, a mis espaldas. La luz se hizo más intensa cuando Helena Justina se unió a nosotros sosteniendo en alto una tea embreada. A su lado, cuando me volví para ver de quién se trataba, estaba mi hermana Maya.

Tenía buen aspecto. Un poco cansada, pero radiante. Con la moral alta, estaba espléndida. Su vestido color carmesí aparecía desaliñado, como si lo hubiera llevado durante días, sin embargo resplandecía con una brillantez de la que había carecido aquel trapo rojo que cubría a la prostituta que sirvió de señuelo. Sus rizos oscuros caían libremente. Los ojos le brillaban.

Dirigió la mirada directamente hacia Petronio.

—¿Qué te ha ocurrido?

—Una pequeña aventura. ¿Dónde —preguntó Petro, vocalizando con cuidado— has estado, Maya?

Maya le dirigió una breve mirada a Norbano.

—Me llevé a mis hijos a navegar por el río. Tomamos prestada la embarcación del procurador. Fuimos corriente abajo y se desató esa terrible tormenta; un rayo cayó en el mástil. A los niños les pareció maravilloso. Nos pasamos un día entero remendando los daños y luego, cuando a duras penas logramos regresar, no nos dejaron tomar tierra durante mucho tiempo debido a alguna operación secreta. Deduzco que erais Falco y tú con alguno de vuestros jueguecitos, ¿no?

—¿Dónde están los niños?

—Se han ido a casa con el gobernador. —Maya, con una delicadeza poco habitual, hizo una pausa—. Parece que me he perdido algo.

Algunos de nosotros estábamos mudos de asombro.

Helena se hizo cargo de la situación.

—¡Escucha, Maya! Norbano es uno de los cabecillas de los criminales a los que Petronio está persiguiendo. El otro se llama Florio y es él quien vivía en la villa a la que estaban tratando de llevarte. El objetivo era utilizarte, querida Maya, como rehén, para llegar a Petro. Afirmaron tenerte en su poder y Lucio creyó que era cierto. De manera que se entregó a cambio de ti y casi lo matan de un modo horrible…

Maya soltó un grito ahogado.

—¿Que te entregaste?

—Es un viejo truco del ejército —dijo Petronio, a la defensiva.— Una estratagema tan estúpida que tienes la esperanza de que salga bien.

—¿Y casi te matan?

—¡Ah, Maya, me consideras un héroe!

—Eres un idiota —dijo Maya.

—Lo dice con cariño —medió Helena, con una mueca.

—No, lo dice en serio —replicó Petronio. Parecía contento. Era como si la presencia de mi quisquillosa hermana le hubiera levantado el ánimo.

Norbano cometió el error de reírse para sus adentros.

—¡Tú! —Maya apuntó el dedo en su dirección, furiosamente—. ¡Tú puedes responderme! —Se abrió paso a empujones dejando atrás a Helena para acercarse a él—. ¿Es cierto entonces? ¿Lo que oí decir a mi hermano? ¿Les mentiste? ¿Los amenazaste? ¿Trataste de matar a Petronio? ¿Todo el tiempo que estuviste rondándome sólo me estabas utilizando?

Intenté contenerla: fue inútil. Petro se limitó a apartarse con su mirada de admiración.

—¡Estoy harta de hombres como tú! —Maya golpeó a Norbano en el pecho con los puños. Eran verdaderos golpes que hacía descender desde los hombros con los dos puños cerrados y juntos, como si estuviera sacudiendo una alfombra polvorienta colgada de una cuerda de tender la colada. Era una mujer robusta, acostumbrada al trabajo duro en la casa. Si hubiera tenido un palo le habría roto las costillas.

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