Read El misterio de Sittaford Online
Authors: Agatha Christie
Y ponderando en su mente tan ingeniosa resolución, Mr. Enderby regresó a la fonda Las Tres Coronas.
Se tarda aproximadamente media hora en ir desde Exhampton hasta Exeter en tren. A las doce menos cinco, el inspector Narracott hacía sonar el timbre de la puerta principal de Los Laureles.
Los Laureles era una casa algo descuidada que estaba pidiendo a gritos una nueva capa de pintura. El jardín que la rodeaba no podía estar más descuidado e invadido de hierbajos, y la puerta colgaba derrengada de sus bisagras.
—Aquí no sobra el dinero —murmuró el inspector Narracott para sus adentros—. Evidentemente, la situación es de penuria.
El buen policía era un hombre de ideas claras y precisas, pero sus investigaciones parecían indicarle muy pocas posibilidades de que el capitán hubiese sido asesinado por un enemigo. Por otra parte, sólo había cuatro personas, según se deducía por todo lo que había averiguado, que sacaran una buena cantidad de la muerte del viejo militar. Los movimientos de cada una de esas cuatro personas tenían que ser estudiados con gran atención. El libro de registro de la fonda le proporcionó datos sugestivos, aunque, bien mirado, Pearson era un nombre bastante común. El inspector Narracott estaba ansioso por encontrar una solución al problema, pero sin precipitarse demasiado en sus decisiones y procurando siempre mantener su mente bien despierta mientras verificaba las investigaciones preliminares con toda la celeridad que las circunstancias le permitían.
Una doncella de aspecto bastante desaliñado respondió a su llamada.
—Buenos tardes —dijo el inspector Narracott—. Deseo ver a Mrs. Gardner; hágame el favor de avisarla. Dígale que se trata de la muerte de su hermano, el capitán Trevelyan en Exhampton.
Premeditadamente no le entregó a la doncella ninguna tarjeta que demostrase su cargo oficial. El mero hecho de ser policía del Estado, como la experiencia le había demostrado, hubiera contenido más la lengua de su visitada.
—¿Ya está su señora enterada de la muerte de su hermano? —le preguntó el inspector a la doncella como si se le acabase de ocurrir esa idea mientras ella le hacía pasar al vestíbulo.
—Sí, señor; recibió un telegrama que se lo notificaba. De Mr. Kirkwood, el abogado.
—Claro —comentó el inspector.
La doncella lo hizo pasar al salón, una habitación que, al igual que la fachada exterior, requería la inversión de alguna suma dedicada a restaurarla, aunque tenía un aire de encanto que el inspector percibió, aunque sin ser capaz de especificar en que consistía.
—La noticia habrá impresionado a su señora —observó el policía.
La muchacha no se mostró de acuerdo con esa apreciación o, al menos, eso le pareció a Narracott.
—Como no le veía más que de tarde en tarde... —contestó ella.
—Cierre la puerta un momento y haga el favor de acercarse —ordenó el inspector.
Estaba deseoso de ensayar el efecto de un ataque por sorpresa.
—¿Decía ese telegrama que había muerto asesinado? —preguntó.
—¡Asesinado...!
Los ojos de la muchacha se abrieron extraordinariamente y reflejaron una mezcla de horror y de intenso gozo.
—¿De veras fue asesinado?
—¡Ah! —exclamó el inspector—. ¡Ya pensaba yo que ustedes no lo sabían! Se ve que Mr. Kirkwood no quiso darle la noticia de un modo demasiado brusco a su señora; pero, como ve, querida... Y a propósito, ¿cómo se llama usted, jovencita?
—Beatrice, señor.
—Bien, pues como le decía, Beatrice, en los periódicos de esta noche se publicará la noticia.
—¡Oh, yo nunca...! —murmuró Beatrice—. ¡Asesinado...! ¡Qué horrible! ¿Verdad que es horrible? ¿Le golpearon en la cabeza o le pegaron un tiro... o cómo fue?
El inspector satisfizo su afición por conocer los detalles y luego añadió como por casualidad:
—Creo que su señora tenía más o menos el propósito de ir a Exhampton ayer por la tarde, pero supongo que el mal tiempo se lo impidió.
—No le oí decir nada de eso, señor —contestó Beatrice—. Me figuro que se equivoca. Mi señora salió ayer tarde para realizar algunas compras y luego se fue al cine.
—¿A qué hora regresó?
—Hacia las seis de la tarde.
Esto descartaba a Mrs. Gardner.
—Sé muy poco acerca de la familia —continuó diciendo en tono indiferente—. ¿Es viuda Mrs. Gardner?
—¡Oh, no, señor, vive con su marido!
—¿A qué se dedica él?
—No se dedica a nada —contestó Beatrice mirándole fijamente—. No puede hacer nada, es un inválido.
—¡Ah! ¿Es un inválido? ¡Caramba, lo siento mucho! No sabía nada.
—No puede andar. Permanece en la cama todo el día. Tiene una enfermera a su servicio. No crea usted que cualquier muchacha aguantaría estar en esta casa teniendo que servir a todas horas a esa enfermera. Continuamente quiere que le traigan bandejas y tazas de té.
—Debe de ser muy fatigoso —comentó el inspector con suavidad—. Ahora, ¿será tan amable de anunciarme a su señora y decirle que he venido de parte de Mr. Kirkwood, de Exhampton?
Beatrice partió a cumplir la orden y, pocos minutos después, se abrió la puerta y entró en la habitación una mujer alta y de aspecto autoritario. Tenía un rostro muy especial: demasiado ancho en la frente, la cual estaba coronada por una negra y abundante cabellera con un toque de gris encima de las sienes, que llevaba peinada hacia atrás desde la frente. Dirigió al inspector una mirada inquisitiva.
—De modo que viene de Exhampton y de parte de Mr. Kirkwood.
—A decir verdad, eso no es exactamente cierto, Mrs. Gardner, aunque así se lo dije a la doncella. Su hermano, el capitán Trevelyan, fue asesinado ayer por la tarde y yo soy Narracott, el inspector de policía que se encarga del caso.
Sea como fuera, no podía negarse que Mrs. Gardner era una mujer dotada de nervios de acero. Entornó los ojos ante la noticia y respiró una o dos veces profundamente. Le indicó una silla al inspector y se sentó a su lado.
—¡Asesinado! ¡Qué cosa más extraordinaria! ¿Quién podría haber en el mundo que quisiera asesinar a Joe?
—Eso es lo que yo quiero descubrir, Mrs. Gardner.
—Me lo figuro. Y me gustaría mucho poder ayudarle de algún modo en su trabajo, aunque dudo que pueda hacerlo. Mi hermano y yo nos hemos visto muy pocas veces durante los últimos diez años. Yo no sé nada acerca de sus amigos o de cualquier relación que tuviera.
—Me dispensará la pregunta, señora, pero quisiera saber si usted y su hermano habían reñido.
—No, no se puede decir que estuviéramos reñidos, sino que la palabra distanciados sería la que describiría mejor nuestra situación. No necesito entrar en detalles familiares, pero mi hermano se disgustó bastante con motivo de mi matrimonio. Los hermanos, opino yo, difícilmente aprueban las elecciones de sus hermanas; aunque, por regla general, suelen ocultar su disgusto un poco mejor que mi hermano. Éste, como tal vez sepa ya, poseía una gran fortuna que le dejó una tía. Tanto mi hermana como yo nos casamos con hombres pobres. Cuando a mi marido lo retiraron del ejército por invalidez, a consecuencia del choque nervioso que sufrió en la guerra europea, nos hubiese venido muy bien un poco de ayuda económica y yo habría podido proporcionarle un costoso tratamiento que no quisieron darle en el hospital militar. Entonces le pedí un préstamo a mi hermano y él me lo negó. Desde luego, estaba en su derecho, pero desde entonces nos hemos visto muy raras veces y nuestro trato ha sido superficial.
Aquello era una explicación breve, pero bien clara.
Una personalidad muy interesante la de esta Mrs. Gardner, pensó el inspector. El caso era que se sentía incapaz de dominar a su interlocutora. Se diría que su tranquilidad era artificial, que había preparado aquel relato escueto de los hechos. Y también advirtió que, a pesar de su sorpresa, ella no le preguntaba ningún detalle acerca de la muerte de su hermano. Eso le chocó mucho y le pareció extraordinario.
—No sé si a usted le gustará enterarse de lo ocurrido exactamente en Exhampton —empezó diciendo el policía.
La dama frunció en entrecejo.
—¿Es necesario que oiga ese relato? Espero que mi hermano haya muerto sin sufrir demasiado.
—Yo diría que sin el menor dolor.
—Entonces, le agradeceré que me ahorre todos esos detalles repulsivos.
«Esto no es natural —pensó el inspector—; decididamente, no me parece natural.»
Como si ella hubiese podido leer el pensamiento del policía, empezó a hablar empleando las mismas palabras que Narracott se había dicho a sí mismo:
—Supongo que encontrará esto poco natural, inspector, pero durante mi vida he oído contar demasiados horrores. Mi marido me ha explicado cosas, cuando ha tenido uno de sus malos momentos... —la dama se dejó dominar por un escalofrío—. Estoy segura de que me comprendería si conociese mejor las circunstancias de mi vida.
—¡Oh, claro que sí, puede estar segura. Mrs. Gardner! A lo que realmente he venido es a ver si podía facilitarme algunos detalles familiares.
—¿Ah, sí?
—Por ejemplo: ¿sabe cuántos parientes vivos tiene su hermano aparte de usted?
—En cuanto a sus parientes próximos, sólo citaría a los Pearson, los hijos de mi hermana Mary.
—¿Que son...?
—James, Sylvia y Brian.
—¿James?
—Es el mayor; trabaja en una compañía de seguros.
—¿Que edad tiene?
—Veintiocho años.
—¿Está casado?
—No, pero se ha prometido a una muchacha muy bonita, según creo. Aún no me la ha presentado.
—¿Su dirección?
—El 21 de Cromwell Street, en el tercer distrito del sudoeste de Londres.
El inspector anotó en su cuaderno esta dirección.
—¿Y qué más, Mrs. Gardner?
—Después tenemos a Sylvia. Está casada con Martin Dering. Tal vez habrá leído sus libros, es un autor de un cierto éxito.
—Muy agradecido. ¿Sabe la dirección de su sobrina?
—Vive en The Nook, Surrey Road, en Wimbledon.
—¿Qué más puede decirme?
—El más joven es Brian; pero éste anda ahora por Australia. Mucho me temo que no sé su dirección, pero seguramente la sabrán su hermano o su hermana.
—Es usted muy amable, Mrs. Gardner. Por puro formulismo nada más, ¿me permite que le pregunte dónde pasó la tarde ayer?
Ella le miró sorprendida.
—Déjeme pensar: Hice algunas compras, sí... y luego entré en un cine. Volví a casa hacia las seis y me eché en la cama hasta la hora de cenar porque la película me había producido un ligero dolor de cabeza.
—Muchas gracias, Mrs. Gardner.
—¿Hay algo más?
—No, creo que no necesito preguntarle nada más. Ahora me pondré en contacto con su sobrino y su sobrina. No sé si Mr. Kirkwood les habrá informado ya de la situación, pero usted y los tres jóvenes Pearson son los únicos herederos de la fortuna del capitán Trevelyan.
El rostro de la dama se cubrió lentamente de un intenso rubor.
—¡Eso sería maravilloso! — comentó ella pausadamente—. ¡Hemos pasado tantas dificultades... tan terribles dificultades... siempre escatimando en los gastos y ahorrando, y deseando comprar cosas!
En aquel momento, Mrs. Gardner se levantó al oír una quejumbrosa voz de hombre que procedía de la escalera.
—¡Jennifer... Jennifer, ven, te necesito!
—Dispénseme un momento... —dijo ella.
Al abrir la puerta, la llamada se dejó oír otra vez más imperiosa y apremiante.
—¡Jennifer! ¿Dónde estás? ¡Te necesito!
El inspector la había seguido hasta la puerta. Permaneció de pie en el vestíbulo, contemplándola mientras la dama subía hacia el piso superior.
—Ya voy, querido —gritaba Mrs. Gardner.
Una enfermera que bajaba se apartó para dejarla pasar.
—Haga el favor de ir con su marido. Está muy excitado. Usted consigue siempre calmarlo.
El inspector Narracott se interpuso deliberadamente en el paso de la enfermera cuando ésta bajaba los últimos escalones.
—¿Puedo hablar con usted un instante? —le dijo—. Mi conversación con Mrs. Gardner acaba de ser interrumpida.
La enfermera entró con el policía en el salón, sin hacerse repetir el ruego.
—Las noticias del asesinato han trastornado a mi paciente —explicó, ajustándose uno de sus bien almidonados puños—. Esa tonta de Beatrice vino corriendo y le disparó la noticia a bocajarro.
—Lo siento mucho —dijo el inspector—, porque me temo que la culpa ha sido mía.
—¡Oh! Desde luego, usted no podía saberlo —dijo la enfermera con cierto gracejo.
—¿Es muy grave la enfermedad de Mr. Gardner? —preguntó el inspector.
—Es un caso perdido —contestó la enfermera—. Por así decirlo, no hay remedio posible para él. Perdió por completo el uso de sus piernas a causa de un terrible choque nervioso. No hay lesión aparente.
—¿No sufrió ayer por la tarde una nueva impresión o un choque nervioso? —preguntó Narracott.
—Que yo sepa, no —dijo la enfermera, que pareció algo sorprendida por la pregunta.
—¿Estuvo con él durante toda la tarde?
—Esa era mi intención, pero... bueno, el caso fue que el capitán Gardner tenía muchas ganas de que le cambiase dos libros en la biblioteca pública. Se le había olvidado pedírselo a su esposa antes de que ésta saliera. Por consiguiente, para complacerlo, salí con los libros y él me pidió que, al mismo tiempo, le comprase una o dos cosillas que necesitaba: regalitos para su mujer, no vaya usted a pensar otra cosa. Estaba muy amable y complaciente, y me dijo que me fuera a tomar el té al restaurante Boots, que él me invitaba. Añadió que a las enfermeras no nos gustaba quedarnos sin nuestro té. Es su chistecito, como ve. No salí hasta después de las cuatro y, con lo llenas que estaban las tiendas en estas vísperas de Navidad, y entre una cosa y otra, no pude regresar hasta después de las seis, pero el pobre hombre lo había pasado bien entretanto. Cuando llegué, me dijo que durmió la mayor parte del tiempo que yo pasé fuera.
—¿Sabe si Mrs. Gardner estaba ya de regreso?
—Sí, creo que estaba echada en la planta baja.
—Quiere mucho a su marido, ¿verdad?
—Ella le adora. En realidad, aseguraría que esa mujer es capaz de hacer cualquier cosa por él. Es conmovedor y muy diferente de otros en que he intervenido. ¡Vaya, si sólo hace un mes que...!
Pero el inspector Narracott evitó a escuchar el gran escándalo del mes anterior con mucha habilidad: echó una mirada a su reloj y, mostrándose sorprendido, lanzó una sonora exclamación.